1. La obra La isla de Santo Domingo. Sancocho cultural y rompecabezas histórico del Caribe (Santo Domingo, INTEC, 2024) es una especie de iceberg invernal. 

Que fue escrito en la madurez del invierno de mi vida no requiere mayor elucubración. La misma busca cernir el bosque y no ya uno u otro tema particular o algún árbol singular de los de las múltiples especies –¿debo decir naciones y etnias humanas?– que integran la diversidad de los pobladores que comparten aquella isla.

Lo que en ella no se ve, sin embargo, es el largo camino que me condujo hasta ella, por vía de lo dominicano y de lo haitiano; así mismo, lo uno y lo otro, no lo uno o lo otro, y mucho menos ellos dos contrapuestos entre sí. 

  1. ¿Qué es lo que no se ve en un esfuerzo de poco menos de 59 años? Los cientos de kilómetros que he recorrido intelectualmente, no por necesidad de ganarme la vida y la de mis dependientes, sino por amor a la gente y fidelidad a un país que me rescató de un exilio involuntario pero forzado.

Ese recorrido –redentor, para mí– comenzó porque llegué a pie a la República Dominicana, el 5 de septiembre de 1965. Me explico. 

Por supuesto que entré al país, no por la frontera con Haití, sino por el entonces aeropuerto de Punta Caucedo. Pero digo yo que llegué a pie porque, en el km 12 de la carretera Sánchez, justo después del desvío hacia mi destino de entonces, Manresa Loyola, el carro en que llegábamos del extranjero tres amigos de infancia, Álvaro –más conocido como el mono– Quezada, junto a mi entrañable y real hermano no solo postizo, Mario –Mayito– Dávalos y yo, tuvimos que salir del vehículo que nos transportaba, identificarnos con una libreta extranjera en un puesto militar allí ubicado y, literalmente, justo entonces, reiniciar la travesía pero a pie, sudando y empujando hasta el agotamiento el malogrado auto con el que abandonamos para siempre el aeropuerto, hasta llegar caminando a la mentada Manresa.

Ese fue mi primer contacto a pie, entre saludos, miradas de sorpresa, sudor y veladas sonrisas desprovistas de burlas y de sarcasmos, con los integrantes de ese nuevo mundo al que, desde ese mismo día, decidí integrarme, amén de entender, abrazar y llegar a confundirme con él.  

  1. Los caminos zapateados desde entonces han sido muchos, pero todos me llevaron a uno u otro párrafo del libro de referencia, de la mano de mejores conocedores de los temas que yo. 

Dos de esos caminos no los puedo olvidar. Por el primero, luego de dejar atrás mi casaca citadina, me interné tres meses, ni un día más ni un día menos, en Restauración. Fue mi bautizo de realidad en las intimidades de la línea noroeste y la primera vez que crucé, también a pie, no el Masacre, sino la inefable línea fronteriza. Allá el P. Herrero, S.J., me dio cátedras de civilización. 

Por el segundo camino, plasmé mi entrada a los vericuetos de la historia dominicana de la mano de un desconocido en mi pasado y de dos amigos futuros. El desconocido de entonces, Max Henríquez Ureña, quien por medio de un enjundioso ciclo de conferencias dadas en el noviciado de los jesuitas, nos expuso las riquezas y algunas complejidades de lo que llamaré arbitrariamente la cultura culta de los dominicanos. 

Y, los dos amigos por venir son, Antonio –Ton– Lluberes, con su memorable hablar pausado y sopesado, lleno de ideas maduras; y, claro está, quien me compartió un marco de referencia para comprender y a veces enjuiciar los hechos de la historia dominicana y de la otra historia –también– dominicana, el admirable y fecundo Frank Moya Pons, a quien no olvido desde aquel primer día de clases cuando, en las aulas de la entonces Madre y Maestra, en el año escolar 1968-1969 estrenaba su título –entonces de maestría en historia– ante un grupo de bisoños estudiantes de filosofía en Santiago de los Caballeros.

Todo lo que luego he leído sobre el pueblo dominicano, –desde los enjundiosos Antonio Sánchez Valverde, Pedro F. Bonó, Harry Hoëtnik, Juan Bosch, Joaquín Balaguer, Rodríguez Demorizi, Bernardo Vega, Manuel del Cabral, Roberto Cassá, Pelegrín Castillo, Federico Henríquez Gratereaux, Wilfredo –Wily– Lozano, Juan Miguel Castillo Pantaleón y otros tantos que no cuento ahora con suficiente tiempo para mencionar–, dialogaron conmigo, como dice la sentencia popular de los cubanos: “en mientes”, pues dichos amigos y aquel desconocido me ayudaron a encuadrar las más diversas cuestiones propias al lar dominicano. 

Ahora bien, el verdadero cambio de ruta y de panorama para entender la realidad dominicana, fueron facilitadas por dos padres jesuitas, Juan –Juancho– Montalvo y José Luis –el german– Alemán. Cada uno de ellos dos, por su lado y de manera mancomunada, incidieron en que, entre otros estudios, acometiera los postgrados en antropología social y, finalmente, en filosofía pura y dura.

  1. Por demás, imposible adentrarme aquí en personalidades del mundo antropológico o filosófico con los que me debatí en mi foro interno en aquellos tiempos de formación académica; desde Ruth Benedict, Julien Steward, Leslie White, Marvin Harris y Eric Wolf, hasta Platón y Aristóteles, pasando por Kant, Spinoza, Schelling y los para mí inolvidables Hegel y Nietzsche, entrelazados todos ellos con Heidegger, Zubiri y, hoy día, con un rosario de autores más circunstanciales y contemporáneos, además de tan fugaces como el soplo del viento veraniego y la moda. 

De modo que, en ese contexto, lo más que puedo hacer hoy es dejar constancia de que, en todo lugar y tiempo, en y fuera del país, desde la cuenca del Amazonas hasta el sur de Chiapas, siempre he relacionado entre sí –a modo de contrapunteo metodológico a lo Fernando Ortiz– las exposiciones bibliográficas estudiadas con los datos obtenidos en observaciones personales de campo. 

Basten algunos botones a modo de prueba de mi constante deambular, no solo por lo lógico y académico, sino también por la realidad polvorienta y peliaguda que anteceden el libro sobre la isla de Santo Domingo. 

Recorrí los rincones más apartados del Cibao tabacalero, estudiando las estructuras de poder, y provisto de la técnica de estudio de campo antropológica, la observación participante. 

Descubrí la desconocida matrifocalidad familiar dominicana y el comportamiento sexual de jóvenes dominicanos, en las barriadas capitaleñas; estudio este, dicho sea de paso, que no logró obviar la censura de la época, a pesar de haber seguido los consejos recibidos del sacerdote y antropólogo Jorge Cela, S.J., al igual que el aval del P. Alemán o de lejanas recomendaciones a mi favor del siempre recordado Mons. Roque Adames. 

Luego de ese fiasco circunstancial, culpa del tiempo y no de…, zapateé y acampé, literalmente, al finalizar mis estudios de postgrado en Chicago, Frankfurt y Lovaina, los bateyes de campo del CEA, a mediados de la pasada década de los años 80. 

Allí, no hice encuestas, como Carlos Dore Cabral me recomendaba hacer un día sí, y el otro también, como buen sociólogo que fue, sino que convivía y pernoctaba en igualdad de condiciones de los pobladores de esos campamentos de trabajo. 

Aquel reencuentro con población haitiana, esta vez en el país, se repitió durante mis años de profesor e investigador en un centro internacional, el CATIE. Esta institución del sistema interamericano me permitió, durante toda una década, familiarizarme en y con Haití, a partir de una perspectiva medioambiental: el manejo sostenible de los recursos naturales renovables en comunidades rurales del trópico seco americano. Eso me expuso en cinco estadías de campo en Haití y una con población haitiana en la República Cooperativa de Guyana, a familiarizarme con el manejo de cuencas hidrográficas en el país limítrofe. 

No es necesario decir que esas fueron experiencias antropológicas mucho más reales, profundas y sistemáticas que la tenida en dos ocasiones distintas, en el transcurso de los últimos cinco años, en la cuenca del Río Dajabón, de ambos lados de la línea fronteriza.

  1. Ahora bien, ganar el sustento cotidiano me zarandeó. Lo rico de tantas experiencias distintas que he atravesado es que me llevaron como una bola golpeada de billar, de un lado al otro de la mesa de trabajo, permitiéndome reconocer el valor de miembros e instituciones de la sociedad dominicana, desde arriba y desde muy, muy abajo. Todo, dotado de principios y regulaciones, aunque ninguno inmaculado. 

Encausada y encauzada la necesidad de “el pan nuestro de cada día”, finalmente, desde el presente de la “pucamaima” capitaleña, continúo la enseñanza y la investigación, siempre acompañadas del aliento y apoyo generoso que manos cercanas me han brindado, como por ejemplo, las de David Álvarez y la amable presencia y el eterno desinterés del discreto y generoso Luis Canela Bueno. 

  1. Hasta aquí, mal que bien, los senderos recorridos desde aquel día de septiembre, posterior a la guerra de abril del 65. Advierto desde ya que lo narrado está trillado de omisiones, como la de mi apreciado, estimado, o como deseen calificar a mi crítico y a veces contrincante preferido, José Ramón Albaine Pons.
  1. Así, pues, el tortuoso recorrido de 59 años arando y sembrando a lo largo y ancho de los más diversos caminos de dos de los reinos de este mundo caribeño concluye en dos metáforas; metáforas, por aquello que un día dijo Hölderlin, “lo que permanece lo fundan los poetas”.

Primera metáfora, la relativa a la sociedad dominicana: el sancocho cultural de sus sucesivos procesos de inmigración. Segunda, a propósito del rompecabezas histórico que por razones propias constituye al aglomerado social haitiano. 

Ambas, coronadas por un epílogo final compuesto de cuatro momentos ignotos, en tanto que futuribles de la convivencia y las relaciones insulares en las que me adentro, descalzo, en el invierno de mi vida. Ellos quedan expuestos como referencia posible en el antedicho libro abierto cuyo objetivo fue discernir el bosque, y no ya las partes que componen la integralidad constitutiva de la población de una isla compartida, la de Santo Domingo.

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Fernando Ferrán es profesor-Investigador del Centro P. Alemán, PUCMM. Coordinador de la Unidad de Estudios de Haití.