La visita de una extraña al Festival Nacional del Pasillo Colombiano de Aguadas, Colombia 

Las cumbres andinas esconden secretos. Algunos son secretos a voces, como el Festival Nacional del Pasillo Colombiano de Aguadas, Caldas, en Colombia, que celebró en 2021 su 30ª edición con una competición de ganadores. La selección de premiados de muchos años anteriores se enfrentó en desafío en noviembre con un listón más alto, un jurado más internacional y una expectación exacerbada tras el ínterin de su celebración virtual durante parte de la pandemia. Los músicos, cantantes y danzantes se encontraron de nuevo para mostrar bailes y obras musicales de folklore en una personalísima mezcla de tradición y estilización contemporánea. Allí se vieron bailar y escucharon, además de pasillo, también joropo, bambuco y torbellino, entre otros. En la parte instrumental, sobre todo cuerdas (tiples, bandolas, guitarras), pero también nuevos conjuntos de viento metal, teclados, flautas y ensambles varios. En los trajes predominaron las tradicionales faldas de vuelo andinas para ellas y el traje cerrado con manta, y a veces machete, para ellos. 

El evento apenas tiene preámbulos, aunque se prepare durante todo el año y su organización implique una continuidad desmedida de trabajo mal remunerado o, al menos, insuficientemente. El día del comienzo llega, casi de repente, y los sentimientos que genera desbordan igualmente a locales y visitantes, a propios y extraños. 

El certamen rebosa humanidad y atrapa al observador, cohesiona las multiplicidades implicadas que el resto del año asoman diversas y divididas. Es una explosión pasional que cuando acaba deja cierta comezón, un vacío evocativo que añora los días de actuaciones y la fiesta alrededor. Porque durante el festival todo es fiesta y todos participan. Quedamos desperdigados, como en orfandad tras solo tres días de festividades, de hermandad compartida, y el final del evento nos impele a sobrellevar su ausencia y anhelar más tiempo para el festejo, la compañía y el disfrute. Una vez inoculados, no hay reposo para los que lo han vivido y se han dejado seducir por sus excesos. Porque el festival es exceso en todos los sentidos y para todos los sentidos. Es un festival de emociones, sentimientos, cohesiones pasajeras y lazos eternos. 

Desde un punto de vista estético-antropológico se podría decir que el festival es kitsch, como lo es cualquier celebración mixta, variada, de esas que te desconectan de la realidad. Es más, es kitsch en estado puro y, por ello, su vivencia implica conversión. Desde el punto de vista de la distancia se puede catalogar como gusto adquirido, imposible presagiar el embrujo que desprende, porque uno se descubre jugando a la trampa de la participación desde dentro aun cuando sabe que está fuera –o viene de fuera. Los que lo viven como novedad quieren formar parte de él y los que lo constituyen año a año persiguen compartir su vivencia. En Colombia hay festivales a los que te conviertes, celebraciones que se transmutan en sumideros y se tragan a todo el que se acerca, como este. 

La generosidad o la amabilidad no acaban de explicarlo, el hambre de pertenencia no lo justifica, la comunión de sentimientos no lo describe. Cuando uno lo deja atrás, el cansancio se va, pero el hambre de más festival no se detiene, permanece la desolación de la espera hasta la siguiente celebración. Y la duda del porqué. 

Las dudas, en realidad, son varias. Cómo es que funciona con tanta intensidad, cómo es que articula tan exitosamente tanta diferencia, cómo es que empodera indiscriminadamente. De dónde viene tal autoridad, uno se pregunta. 

Este evento te hace pesar en deconstrucciones reconstruidas, poscolonialismo reapropiado, y articulación social e identitaria de libro de texto. En él caben todos, incluso los que no tienen sitio, y eso ayuda. Todo el que participa gana, y todo el que gana lo hace con un definitivo componente colectivo. A pesar de su origen burgués, allá en el último cuarto del siglo XX, hay una conquista del discurso elitista original que coloca su memoria engranada en el imaginario más popular. En él se aúnan los vectores de tiempo-forma-pensamiento y contenido-emoción-vivencia con una sinergia difícil de igualar, reforzándose y expandiéndose ambos. 

El festival cataliza los temores del presente, los fantasmas del pasado y la ansiedad sobre el futuro, y lo hace a través de la cordialidad, la música y el baile, como un acto social y artístico total. La esperanza se conjura en cada minuto de su celebración, la periferia se hace centro, la historia se reencarna en nuevos y efímeros protagonistas significantes, cercanos, familiares. Lo inmenso es repartido en pequeñas –y no tan pequeñas – dosis de exceso, nutritivas y sustanciales. Es alimento para el alma en mitad del erial emocional en que vivimos en este siglo XXI. 

Este festival otorga relevancia a las cotidianeidades invisibles, es belleza indiscriminada y felicidad gratuita. El evento representa el poder de lo cercano, la nimiedad de los referentes impuestos, la capacidad de compartir lo desconocido y de reinventar lo más manido. Y la duda de cómo lo hace comienza a despejarse a través de la exploración de sus prácticas, sus buenas prácticas (1). 

Aprovechando el ya logrado reconocimiento local, regional y nacional en Colombia como patrimonio cultural inmaterial del Festival Nacional del Pasillo Colombiano de Aguadas, y buscando su reafirmación e inscripción internacional, hay que recordar que las buenas o mejores prácticas para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial agrupan “ejemplos de cómo superar las dificultades ligadas a la transmisión de elementos del patrimonio vivo, prácticas y conocimientos a las futuras generaciones”, según la definición de la Unesco. El pasillo colombiano, cercano a otros pasillos de los Andes en su ritmo ternario, pero particular en su manifestación fundamentalmente instrumental, más rápida en el desarrollo –diferente al conocido pasillo-canción lento de otros lugares, especialmente desarrollado en Ecuador–, nos recuerda que la tradición es siempre contradictoria: vive multiplicada en sus dimensiones y dividida en sus manifestaciones. Pocas veces, como en este caso, se integran de manera catártica tantas variedades nacionales de un género también internacional. 

En este caso, las buenas prácticas se centran en la inclusión de la diversidad, la problematización esperanzada del presente, o la crítica constructiva del pasado, pero van mucho más allá. Ejemplos de buenas prácticas en este festival son la continuidad obstinada del evento a lo largo de los años, su atracción geográfica para artistas de otras regiones a pesar de las malas comunicaciones terrestres con Aguadas, la absorción de artistas de toda naturaleza a pesar de su centralidad en el género del pasillo, la comunicación interpersonal reforzada que propicia futuros contactos, el empuje a los negocios locales, la implicación de la comunidad toda en la fiesta y en la veneración a sus músicas, los deseos de comunicación inter-locales e internacionales o la articulación improbable y exquisita de una variedad inusitada de actividades paralelas. Habrá, además de muchas actuaciones de música y baile en varios escenarios, una misa folklórica, el desfile de las comparsas de Aguadas, varias galas intermedias y una gala final en el teatro, conferencias, encuentros y un sinnúmero de otras prácticas y exhibiciones relacionadas. 

Y los ejemplos de estas prácticas son abstracciones resumidas de vivencias mucho más complejas, en las que las relaciones humanas tienen siempre un protagonismo inaudito para los visitantes extraños. No hay respiro para el aislamiento o la soledad en este vergel de sentimientos. 

Y quizá sea en esta intersección entre la explosión de emociones y la articulación de las buenas prácticas donde reside el secreto del poderío de la celebración. Quizá sea por eso por lo que los convertidos vuelven y los desconocidos se integran una y otra vez. Es posible que la particularidad misma de tanta celebración, kitsch en su envoltorio como lo son los sentimientos al descubierto en estos tiempos, sea la conexión emocional que propicia, y que su atributo principal sea su capacidad de apelar al patrimonio, los ancestros y la identidad propia sin ser excluyente o exclusivo, abrazando las nuevas maneras de sentir de los más jóvenes mientras se respeta la antigüedad sabia de sus mayores. 

Los buenos recuerdos que deja este evento tienen que ver con la calidez de sus gentes, la originalidad de su celebración, la diversidad que ofrece y la calidad de sus aspiraciones para el futuro. Las buenas prácticas que muestra son el repositorio de energía con que enfrenta la siguiente edición y la decantación de los errores pasados hasta convertir cada pequeño bache en una historia expresiva y significante. Es un suceso extraordinario e inolvidable, y por eso funciona. Todos somos kitsch cuando dejamos de fingir. 

Madrid, 23 de noviembre de 2021 

  1. Para más información sobre el festival, véase https://somospasillo.com/  

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Susana Asensio Llamas, musicóloga nacida en Avilés (Asturias, España) en 1969. Licenciada en Historia del Arte, especialidad Musicología, y doctora por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la Universidad de Barcelona Fue investigadora invitada Fulbright en la Universidad de Columbia, pasando en el año 2000 a la Universidad de Nueva York, y siendo posteriormente profesora en ambas hasta 2002. 

Ilustraciones de Pedro Burgos Montero.