Hoy disfruté de una tarde muy hermosa, conversando con una mujer del pasado. Era un día normal de trabajo. Así que despaché algunos casos pendientes en el consultorio y, un cuarto de hora antes de las tres de la tarde refiero los últimos dos pacientes a otro colega. Iba retrasado para el encuentro. Ella llegó primero a la cita; y tal como me lo imaginé, ocupó una mesa en la terraza que estaba ubicada de manera oblicua, distante, mirando hacia la entrada del restaurante.
9:27 P.M.
Ella, tan pronto me vio llegar, se levantó de su silla y me recibió de manera apropiada, con un beso en la mejilla. Sonreía. No me esperaba tanto entusiasmo. La abrazo con cierto cuidado; y yo también sonrío. En mi puesto, cuando me siento, veo sobre la mesa un menú de bebidas. Lo abro y me debato entre un vaso de limonada y una copa de sangría roja, servida con mucho hielo. Amago para llamar a una camarera.
Ella me atajó con un ademán; y dice: Ya ordené por ti.
En unos minutos la camarera llega a nuestra mesa y coloca ante mí la bebida: una copa de sangría roja, hecha de vino tinto afrutado y con una rodaja de limón sujeta en el borde de la copa, con mucho hielo. La mesa estaba cubierta con un mantel a cuadros rojos y blancos; y en el centro había un fanal apagado. Tengo muchos años sin hablarle ni verla, y todavía soy predecible para ella, pensé. Ella sonrío, como si en ese instante adivinara mi pensamiento. Era impresionante que, después de tanto tiempo, ella me mirara así, con un sentimiento muy particular en la mirada. Sonreía de un modo peligrosamente evocador, que revivía en mí oleadas de un amor apagado.
9:35 P.M.
A través del cristal veía el ajetreo de los camareros, dentro del negocio: volaban de mesa en mesa. Atentos, a la espera de órdenes y retirando platos. Éramos, para los que nos estaban viendo en ese momento, un hombre y una mujer sentados a una mesa en un restaurante de terraza. Amigos. Y de mi parte, sin ninguna tentativa de acercamiento. En el lugar donde estábamos, tres camareras, muy jóvenes, atienden la clientela.
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La distribución de los clientes en las mesas de la terraza era desigual. Dos y hasta tres en algunas. Entre dos camareros acomodaron dos mesas; y las ocupó un grupo de adultos y adolescentes. Se veían alegres, muy alegres; parecían que estaban reunidos para una celebración. Mientras me tomo la sangría ella habla de su matrimonio de cuatro años. Me confiesa: Soy muy feliz con mi esposo. Un ser divino, dice; un hombre de cuentos de hadas, que la llena todos los días de amor. Y, luego de un tiento a su copa, con un trago de margarita, me pregunta…
9:39 P.M.
¿Cómo hubiera sido mi felicidad contigo?
9:40 P.M.
Con la pregunta me mira fijamente. Y tú, amiga, que me conoces muy bien, imagíname con una mujer bella, joven, con sus ojazos negros, atrapado en un momento así… como si los cien años de un siglo vividos sin propósitos confluyeran en esa mirada llena de ilusiones. En las mesas colindantes tintineaban los vasos con hielo, sillas arrastradas, cuchillos y tenedores trinchando algún bistec… el tráfico de la calle… No tengo salida. Quedo atrapado por sus hermosos ojos negros. No hay otra mujer con una mirada así, enérgica y seductora. Muy atractiva, sí, amiga. Ella se mantenía expectante, sosegada. Yo sentía el cuello duro, inmóvil mi cabeza, como si estuviera bajo el influjo de un poderoso hechizo. Más bien intentaba sacarme de la cabeza el compromiso de tener que responder la pregunta. No sé, amiga, si mi destino estaba a punto de dar un giro. En ese momento, cuando clavó en mí sus ojos con una expresión ávida, descubro, de golpe, a qué estaba asociada su mirada. La cita conmigo tenía un propósito bastante claro y ese encuentro era un pretexto para otros planes. ¿En qué momento yo tendría que detenerla? Quería romper mi silencio y decirle: No, Amalia, ya olvídalo. Aunque lo intentara sabía que, independientemente de mi voluntad, no podría escaparme de su cerco. En ese estado, como si los dos fuéramos los únicos habitantes del planeta, no podía rehuirle la mirada. Intento, en vano, reunir el valor necesario para hacerlo. Ante mi fracaso, decido enfocarme en digerir la pregunta. Las palabras todavía no salían de mis labios. El silencio se convirtió en una exótica forma para dejar que el tiempo nos arropara en una suerte de realidad vaporosa, sin gestos afectuosos o ensoñaciones furtivas entre nosotros. El clima creado no era opresivo. Ella no se veía abrumada, pero ¿qué tiempo podía tomarme? ¿Cuántos minutos podía permanecer aferrado a mi silencio?
9:44 P.M.
La estudio con detenimiento; y me imagino que de igual forma eso hacía ella conmigo. El conjunto de su rostro era una apetecible y seductora manzana roja en su punto exacto de maduración. El pelo negro, largo y suelto, con algunas hebras entremezcladas, como discretos rayitos de luna y que enmarca su rostro sonrosado, los dos ojazos negros, pacientes y hermosos, la frente despejada, los labios inmaculados, intensos y excitantes, las mejillas arreboladas, de pómulos altos, el mentón tallado con gracia de escultor; y las cejas negras, bien dibujadas. Conservaba una foto de ella en el móvil. Me la envió, justamente, dos días antes de la boda. En ella luce el mismo pelo negro, pero entrelazado en forma de una sola trenza que caía por delante, sobre su pecho. Sonreía, como si estuviera consciente de que me estaba regalando una última sonrisa. Entre el día que ella me envió la foto que guardo en mi móvil y la tarde de hoy está el registro de una distancia de 1,460 días. Nada más y nada menos que 4 años. Naturalmente: no me invitó a la boda. De todas formas, en esa fecha tenía programada una cirugía en el hospital. Ahora está frente a mí. No tengo idea de cuáles son sus verdaderas intenciones. No me siento incómodo. Apenas presta atención a ese palpitante mundo que nos rodea. Todo lo reduce a nosotros dos. No me suelta. El acento de su mirada encajaba en mí ciertos recuerdos, frases dichas, miradas cruzadas y sugestivas de aquellos momentos fundamentales que vivimos. La idea de cambiar de tema, de manera deliberada, me cruzó por la mente, pero la desecho; y sonrío.
9:47 P.M.
La fuerza del sol mengua y se consume la tarde. Me encanta este lugar, pienso. Los camareros no cesaban de ir y venir, trayendo platos y retirando cuentas, devolviendo a su lugar sillas desordenadas, moviendo o acondicionando mesas que se desocupaban, de tanto en tanto. La suma, si contaba el que atendía detrás del bar, totalizaba ocho camareros, incluyendo, además, a las tres mujeres de la terraza. Ese silencio mío –ella lo sabía– era muy revelador, pero ya hubo mucho silencio entre nosotros, y de otra forma, también espeso, mientras su matrimonio ocupó el centro de su vida. Y para pensar en mí, sin duda, solo un minuto, un recuerdo fugaz, placentero. Un recuerdo muy personal y reservado, relegado a sus zonas abismales, a su interioridad más oscura e inexpugnable; sí, son secretos que no compartía con nadie.
9:49 P.M.
Así estábamos: mirándonos e inhalando ese silencio inaudito. Y yo, imaginando y haciéndome la idea de cómo, si lo permitía, esa mujer que tenía justo en frente podría cambiarme el destino. ¿Era posible? ¿Qué se lo podía impedir? ¿Todo aquello que estaba a punto de ocurrir era fruto de mi imaginación? Una mujer que traspasa las fronteras del pasado y regresa, puede hacerlo. Tiene armas secretas para lograrlo. En eso radica la fuerza de su retorno. En la pregunta sobre la felicidad había un gozo discreto, velado, pero cierto. Amalia y yo, sin darnos cuenta, habíamos entrado a formar parte de ese teatro de la seducción que produce el silencio. No era un silencio degradante. No era opresivo. En nada era un silencio perturbador. Era la expresión más íntima del silencio cuando desaparecen las palabras.
9:51 P.M.
La felicidad, quise decirle, no es una simple palabra, es un estado de convivencia, muchas veces breve. A veces es un silencioso instante, pleno y egoísta; trascendental, dedicado a pensar solo en uno, sin mezclarlo con nada ni nadie, y que depende de –interrumpo el hilo de lo que estaba pensando. Una camarera se acerca a la mesa, atendiendo mi llamado. Pido una taza de café americano; y, mientras espero, sabiéndome dueño del tiempo, me amarro a la idea definitiva de que la felicidad es un estado emocional relativo. Busco acomodo en el respaldo de la silla, y pienso en la llamada que la tarde anterior entró a mi móvil, razón por la cual acudo a la cita. “Quiero verte”, dijo ella. A seguidas escuché las coordenadas para el encuentro.
9:52 P.M.
Todavía no atinaba con las palabras. La estela de mi silencio la mantiene a raya. En ese oasis de calma nos alcanzó una canción en la voz de Charles Aznavour: Ante mi soledad / y en el atardecer / tu lejano recuerdo / me viene a buscar.
En mi silencio y su expectativa hay un velo que cubre un pasado. Afinidades, sueños, silencios menos espesos, en otros ámbitos y con distintas calidades. Todo se traduce en el deseo voraz. La culpa del pasado y el compromiso contraído, que la inmoviliza en el presente.
9:53 P.M.
Los segundos se desgranan lentamente. Ya el silencio se estaba convirtiendo en un vínculo sin dimensión, inconmensurable. Pienso. ¿Qué busca ella removiendo los escombros del pasado? ¿Qué hay de cierto en la confesión de su amor perfecto? ¿Qué ocurre, de verdad entre ella y su esposo? ¿Cuál es la secreta razón de que esté aquí? ¿Qué se habrá desvanecido en el inalterable equilibrio de su matrimonio? Y yo, ¿por qué acepté venir a la cita? Sí, ¿qué hacía yo allí, después de cuatro años sin verla? Ella, ajena al caravasar de mis preguntas sigue mirándome, como si estuviera consagrada al refugio de mi silencio. La tarde, sin duda, era digna y buena para placeres imprevistos.
9:55 P.M.
No te niego, amiga, que mientras todo evolucionaba a nuestro alrededor, yo temía a los pozos negros de mi pensamiento. Temía a la búsqueda infructuosa, a no hallar razones dentro de mí, a la cobardía y las debilidades propias de un hombre como yo, a mi traicionera naturaleza, a los temores y la sed de cuatro años sin verla. Temía que, fruto de la espesura de mi silencio, ella cayera en un estado de introspección. No estaba resistiéndome. Al menos no de manera consciente. En realidad, no estaba preparado; y la estrategia de guardar silencio –si le puedo llamar así–, me dio todo lo que necesitaba: sosiego, tiempo para pensar. Viajo al pasado remoto. Mi mano acaricia con calidez la mano de una mujer; y vuelvo al presente. En el trayecto temporal de segundos, mientras voy reacomodándome hasta reconciliarme con el presente, una voz interior me sacudió; y recuerdo el viacrucis. Fueron cuatro años. Y esas tres palabras que resumen mi pasado bastaron para que lo asumiera de nuevo. Sí, cuatro años que los viví solo. Solo hasta el día de hoy; y muy apegado a mi condición de médico. A diario atendía quince pacientes con cita previa. Hablar, ver gente: eso me salvó de ahogarme en un vacío emocional. Debía darle una respuesta, ¿no? Siento el tableteo del tiempo en mi conciencia. Toco fondo. Entendí en ese momento que lo mejor era que me concentrara en hallar las palabras necesarias. Escarbo en mi cerebro y me concentro en la búsqueda. Sí, claro que sí. Eso era lo mejor. Y luego de jugar mi último segundo en la rueda de la espera, había encontrado, finalmente, las palabras. ¿Y sabes qué le respondo, realmente?
9:58 P.M.
No sé. Nada es previsible cuando hablamos de felicidad.
9:58 P.M.
Eso dije. Dos frases, simples, salieron de mi boca. Qué alegría cuando las palabras dan una estocada maestra y el corazón del silencio sangra. Estaba excitado de una manera muy extraña. Sentí una satisfacción líquida recorriendo mi garganta.
La camarera trae mi orden y se retira. Ella, en ese momento pudo haberme dicho: Sí, Manuel, pero no lo hizo. Actuó como si en ese instante despertara de un sueño infinito, tomó la copa y consumió el resto de su margarita. Dejó la copa vacía en la mesa, y se quedó en calma, inmutable, mirándome a los ojos, sin palabras, sin ninguna sorpresa. Asaltada, quizá, por recuerdos fugaces de tentaciones fundamentales. No me sentía capaz de preguntarle si me había entendido. Era una tarde con un crepúsculo bello, perfecto. Eso pensé en aquel momento. Y de inmediato me pregunto: ¿Perfecto para qué? Ella no me soltaba y yo tampoco quería cortar el contacto visual. No le molestaba el silencio. Estaba sentada de manera apacible; la silla era cómoda y conservaba una posición que no la fatigaba. La carga de su mirada perdió intensidad, la expresión de su rostro no era la misma. El trance de ese momento lo definió respondiéndome con un leve ademán afirmativo, moviendo la cabeza con gravedad, como si la respuesta mía encajara perfectamente en un espacio vacío de su pasado, y siguiendo la trayectoria de un inalterable viaje mental, vino a darle un sentido maestro e irrefutable en el presente. Ella, entonces, corre la vista y la clava en el fanal, disfrutando de su mundo interior. ¿Alegre, confundida, iluminada? No lo sé. En ese gesto estaba toda su manifestación de vida. Y yo, yo, dándome cuenta de mi sorpresiva libertad, me tomo, despacio, el último trago de mi taza de café.
10:00 P.M.
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Rafael García Romero (Santo Domingo, 1957). Novelista, narrador, ensayista y periodista. Tiene 18 libros publicados. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle en 2016.