La llovizna

La sequía había diezmado los animales del pequeño poblado de Altamira. Los bejucos de patata anteriormente verde, ahora parecían telarañas polvorientas, las vacas languidecían sin pastos y los ríos antes caudalosos eran paisajes truculentos, de latas oxidadas y guijarros. Los pocos hombres que resistieron la falta de lluvia, hicieron un último intento antes de marcharse y abandonarlo todo. Cortaron las ramas de los pocos árboles que aguantaron la falta de agua, hicieron una ermita, y por nueve días con sus noches, se arrodillaron con fe de monje ante la réplica de yeso de un San Isidro improvisado.  El cielo escuchó los ruegos y la primera llovizna comenzó lunes en la tarde, se extendió toda la noche y coronó el martes con aguacero descomunal, que no amainó en ningún momento. El miércoles se unió el viento a la tormenta, el jueves llegaron los vientos, el agua y los rayos y todo presagiaba un desastre. A mediodía del viernes, se juntaron de nuevo los pocos hombres, en cuestión de minutos desvencijaron la ermita, como pudieron hicieron una balsa de troncos atados con pedazos de sogas y de alambres eléctricos y partieron río abajo, echándose unos a otros la culpa del milagro.

El sueño del guionista

El viejo Tom Schulman se durmió temprano como era su muy inglesa costumbre. Aunque vivía en el Caribe, aun no podía despojarse de los elementos fundamentales de su anciana cultura. Leer el periódico temprano en la mañana, tomar el té a las 5 de la tarde e irse a la cama justo a las nueve. Esa noche en cuanto cayó en la cama tuvo un sueño inverosímil y hermoso. Soñó que daba una larga caminata por la avenida Franklin Mieses Burgos y que al llegar a la calle Pedro Mir, esquina Aida Cartagena, giraba hacia la derecha tomando la ruta Manuel Del Cabral, hasta arribar a la plaza René del Risco Bermúdez. A esa altura del sueño, ya había transitado por la circunvalación Manuel Rueda, atravesado toda la avenida Juan Sánchez Lamouth, y se había detenido en la ruta Tomás Hernández Franco, solo para preguntar cuántas millas faltaban para llegar a la carretera Domingo Moreno Jiménez. El pregón destemplado de una vieja que vendía gandules desgranados, lo trajo de vuelta al mundo real. Entonces el viejo Tom Schulman se levantó aun en trance, se sentó frente a la vieja máquina Olivetti, y empezó a teclear el primer borrador de su libro la Sociedad de los Poetas Muertos.

La película

Maricruz Mendieta no fue a trabajar ese lunes porque la huelga de transporte era total en la capital y casi completa en el interior del país. Aunque era analfabeta, tenía muchos años trabajando en los quehaceres domésticos de los ricos de la capital y por tanto sabía, cuando las cosas estaban complicadamente peligrosas. Su patrón, el coronel Ciprián Benítez, tuvo en cambio uno de los días más agitado de su vida como militar. 

Los manifestantes dieron una batalla campal, utilizando armas caseras, lanzando piedras desde los techos de las casas altas y poniendo a los policías a rayas, con barricadas de decenas de neumáticos ardiendo. El martes todo estuvo en calma, nada recordaba el lunes de huelga y la vida continuó su curso.  En la casa del coronel, durante el almuerzo, la familia seguía por la televisión los pormenores del día anterior. 

En la gráfica se veía a Ciprián Benítez accionar su pistola automática contra los manifestantes y en otro plano del video, Maricruz Mendieta, se acomodaba el pañuelo que la protegía de los gases lacrimógenos, mientras lanzaba piedras a los agentes del orden. Cuando el comentarista hizo una pausa comercial en las noticias, Maricruz y Ciprián se miraron sonrientes, como si fueran dos actores de cine, claro, él como protagonista y ella como una más en el grupo de los actores de reparto. 

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César Sánchez Beras es poeta, narrador y dramaturgo. Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña 2019. Reside en Lawrence, Massachusetts, en donde ejerce el magisterio.