Mordida del lobo feroz

Con el ajusticiamiento de Rafael Leónidas Trujillo, cambió la sociedad dominicana, todo se puso boca arriba y en otras boca abajo. En el caso de la literatura, en la narrativa, novela y cuento (la poesía siempre se la ha ingeniado para sonsacar la realidad desde dentro, sin determinarse si está boca arriba o boca abajo, en la tierra o en las nubes) se produjo una transformación gradual, pero sostenida, que provocó un indiscutible progreso. 

En el caso de la novela y el cuento dominicano, si los comparamos, fácilmente se llega a la conclusión: el cuento ha tenido mayores aciertos y preferencias en el gusto de los lectores (una de las razones podría ser la brevedad). El público juega un papel preponderante cuando hay compradores de libros y no necesariamente por los escritores, que compran el libro extranjero y el nativo hay que, aun regalándoselo, la mayoría no los lee. 

El libro de narrativa dominicana llega al lector y al escritor de mano en mano, no por compra en las librerías. En el pasado, muchas ni se ocupaban y en lo que respecta al presente los tratan como a la Bella durmiente, esperando el “beso del príncipe”.  

Lo mismo pasaba en la era de Trujillo. En la dictadura se leían los grandes autores de la literatura mundial, mientras los criollos mendigaban la venta de un libro. Las librerías conocidas, las de la capital, eran media docenas y tenían al libro de autor dominicano quizás de adorno, con la excepción de la librería Hispaniola y luego de desaparecida la dictadura, Librería Dominicana, que era editora y librería. Las librerías existentes, eran: El Instituto Americano del Libro y la Prensa; librería América, Casa Weber (Recuérdese que el propietario cayó preso y condenado por traer libros prohibidos); Librería Herrera, entre otras. Todas traían lo más granado de la literatura y de estudios, modernos y clásicos, de la época. Provenían de Argentina, España, México y Chile; pero sobre todo de Argentina, que poseía las casas editoriales y el movimiento cultural más importante del continente, que permitió a los futuros narradores y poetas, conocer e interesarse por el conocimiento y estar al día de la gran literatura mundial, en el orden filosófico, grandes biografías, antropológico, sociológico, arte y conocimiento en general; pues en Argentina, donde se fundaron grandes editoriales, debido a la emigración, se estaba gestando todo el conocimiento de vanguardia y moderno, entre otros, ligado al pensamiento de ver el mundo como era, en ebullición, principalmente después de la guerra civil española. 

Durante las décadas de la dictadura trujillista no se publicaron, raras excepciones, novelas, cuentos, contrario a la poesía, que reflejaran el espíritu que rondaba en otros países respeto a lo que “realmente pasaba en el mundo” en la creación literaria, política, social, económica, tanto de izquierda como de derecha en torno a la recién terminada 2da. Guerra Mundial y sus consecuencias. 

Al ser ajusticiado Trujillo todo cambió, algunas cosas naufragaron y otras cambiaron de cara para presentarse como nuevas siendo las mismas. Se abrió la compuerta de la voz interior, callada por la del vocerío, que indudablemente significaba “libertad”, con comillas y las sin comillas el tiempo iba a tener la última palabra. 

La llegada de Juan Bosch y el contacto con su narrativa y la publicación de las que escribió en el extranjero, desconocidas para la gran mayoría del país, iba a significar un repunte en los nuevos narradores, aunque ya Juan Bosch se interesaba poco por la literatura, pero eso no evitó que sirviera como faro, motivación, guía;  pues había regresado del exilio, con obras escritas tanto ante de exiliarse y después del exilio, reconocidas a nivel, por su calidad, en los ambientes de la narrativa latinoamericana, que aquí más de una generación desconocía como autor de cuentos y los “pocos” como nombre. Sus cuentos desconocidos, al igual que uno que otro de los nuevos exponentes de los narradores latinoamericanos, trajo nuevos aires a la narrativa dominicana, principalmente a los géneros del cuento, novelas, ensayos, que ya no había necesidad de leérselas en clandestinidad. Entonces nacieron las voces en uno y otro género a los experimentos (istmos) de la narrativa mundial, como existencialismo, para citar un ejemplo. Narrativa corta y extensa escritas con las voces, los soliloquios de la nueva realidad que prevalecerán, desde los comienzos de los sesenta, setenta hasta parte de los ochenta. 

El poeta, el cuentista, el novelista, el dramaturgo, el artista plástico, el hombre de letra en general y la sociedad dominicana, perdieron el “miedo” a la palabra, cuando las palabras en creación literaria deben conservarse en las mismas proporciones, para que lo escrito adquiriera el carácter simbólico, que es el que la salva para el arte, por el tratamiento del tema, la forma y el fondo y mil cosas más que el cultivo del arte encierra. 

La narrativa dominicana se convirtió en “experimental” y tradicional de la noche a la mañana. Experimentación por copia, y tradicional por legado; la primera no por comprensión real de lo que se estaba escribiendo, para escribir con más sapiencia de asombro. Un realismo y vanguardismo sin apellido, aparentemente, arropó la creatividad dominicana que terminó por anquilosarla por más que se quiera decir lo contrario. Balbuceos pseudo simbólicos con aspiraciones de revolución inminente la empapó y experimentos huecos, por moda, no por necesidad interior. De la imaginación, bien gracias.  Escribir con claridad y creer que se tiene deber de que todo cabe en la página, no necesariamente termina en ser arte.   

Una buena narrativa se compone de una imaginación (poética) en ascenso. El todo, su técnica, su tiempo de cuerpo presente dirigida hacia la nada que es el futuro. 

La imaginación es el lenguaje (toda lengua es poética. Espina dorsal de la prosa), instrumento, pericia del escritor ante el tejer y destejer de su mundo hasta conseguir que el producto ¿final?, sea una prosa “cargada” de poesía, para que lo narrado pueda ser disfrutado con agrado como si el tiempo no existiera, con todo y ser el gran dictador, si está acompañado de “poesía” se siente menos. 

El arte de narrar exige que la “cabeza” del narrador esté bien ordenada con los símbolos personales de la época y de su vida personal. El orden llama al orden como lo contrario; pero en el narrar al orden que se aspira se consigue con mucho esfuerzo y aún se consiga no significa que el producto, la novela o cual sea el género, sea óptimo. ¿Qué transmite un buen narrador? Sus conocimientos y sapiencia sobre el oficio, pero eso también sucede con otras artes, pero que tampoco son suficientes. Narrar va a depender más de lo que (el lector y el creador) se imagina (de la imaginación), de lo que se tiene dentro de la cabeza o desde el cuerpo que también se narra. Con un lenguaje que el narrador no consigue, digamos, transmitir sus inocencias, deseos, sueños, perversiones sobre sí mismo, la historia presente o pasada a un lector sapiente o no (todo lector es sapiente, compra el libro y ya ese es un acto de sabiduría), no podría andarse con él un buen trecho. Si la imaginación no está en ebullición y el lector no consigue seguirle los pasos, al final la desecha como productor de utilería. 

La narrativa se escribe con “experiencia de vida y lenguaje simbólico”. Al ser la lengua un hecho social, conseguir llamar a la atención, seducir, entretener, patear, empujar, sacarnos del bien para entrarnos al mal y viceversa; cosa que no es tan simple como parece al detenernos en la página y pasar a la otra. Cada lector hace una lectura diferente del libro y aunque se aprenda de memoria el estudio preliminar, en caso de que lo tenga, o se documente en torno a la obra para hacer alarde de que se comprendió con la exposición de la parte técnica del texto narrado que fluye ¿hacia un final determinado? Ojalá y fuera así; al final lo que va a prevalecer es su capacidad interpretación y admiración. Uno mismo no se puede engañar con lo escrito y si se engaña no hay mucho que buscar. Es lo que sucede con algunos autores de narrativa dominicana. Despiertan al lector de un de un lado para dormirlo al minuto siguiente del otro, en la misma obra, envuelto en la pesadilla de la lectura, que termina con una prosa sin libertad creativa, aunque se tenga todos los cabos amarrados, técnicamente hablando, de lo narrado. En el arte de contar o de narrar puede haber incomprensión por un tiempo, pero si se constituye, en definitiva, no hay nada qué hacer, sino que estamos ante novela, cuento o narrativa fallida y disfrutarla ya no es un goce. 

El “Fracaso” de una novela no proviene de no tener el dominio de la lengua casi absoluto, las técnicas más depuradas a mano, o en la cabeza, las técnicas, sino que lo narrado no aburran; pues si no hay correspondencia entre ambas un punto de la “realidad” más una buena historia, corta o de largo aliento, lo narrado se queda en la cuerda floja. Que se narre o discurra con libertad e imaginación, es lo que permite la empatía entre el lector y el creador, el reconocimiento del lector y del mismo autor, de que no ha perdido el tiempo. Es lo que falta en la narrativa dominicana, pues se hace alarde de demasiada “inteligencia”, cuando la verdadera inteligencia es que lo narrado se lea con agrado, con todo lo que de aceptable debe poseer: microcosmos que se entrelacen entre sí armónicamente con asombro no de hastío. El novelista debe saber sus límites para aprovechar lo que “conoce”, de lo que dice estar escribiendo. Una cosa es que la novela, cuento, sean géneros “donde quepa todo y nada”, en el caso de la novela y otra que el narrador lo consiga. 

Lo que se conoce como una “buena novela”, por ejemplo, no debería tratar de convencer a ningún lector de nada como cualquier otro arte. Podría perseguir el “fin” del poema, que busca no convencer a nadie de nada en su lectura “continua en el tiempo”, sino que busque despertar siempre lo que no se ha encontrado ni se encontrará, por ser un goce estético, que es lo que al final se convierte todo texto narrativo o cualquier arte; arrastrando al lector a una reinterpretación de sí mismo y de lo imaginado en todo lo que tiene que ver con el ser humano y el cosmos de ideas, sentimientos que plantea. Cien años de soledad, está en cada línea, párrafo y página. Ese debería ser el fin de cualquier narración sin importar su extensión. 

Los escritores de esta media isla, donde cada día se acuesta el sol a su manera, deberían de aprender de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, no escribir como él, o como cualquier otro, sino tratar de desentrañar lo espiritual de nuestra isla y de nuestro tiempo. Conseguir la explosión de la prosa, de la poesía, del drama, o de cualquier otra manifestación artística. Al quitarle lo “frío” de los lados se expande por todo el cuerpo, dotándola de ironía, sapiencia, tono y libertad creativa. La lengua en un texto literario siempre cuelga de un precipicio, que nunca se cae y quien termina por caerse es el que escribe, arrastrando al lector, cuando no consigue la calidad esperada, pues quien debería caerse es el narrador. Es lo que hace que las buenas novelas de otras lenguas sean inagotables al igual que las novelas representativas latinoamericanas, como Paradiso (1966), de Lezama Lima; Cien años de soledad (1967), de García Márquez; Rayuela (1963), de Julio Cortázar; El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier y Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo. Técnicas y dominios de la lengua no perfectos sino lograda por tantos factores que vienen al cuento, pero lo principal son la sensibilidad y la dedicación. Novelas sólidamente asentadas en la imaginación y estructuralmente atrayentes y desbordantes connotativamente. En la narrativa, todo narrador debe tensar el arco, pero no disparar la flecha y mucho menos que dé en el blanco. No dando en el blanco, da en el blanco. En arte no hay que matar a nadie ni convencer a nadie de nada a no ser que se está viviendo en ese proceso de lectura como placer inagotable. García Márquez, Julio Cortázar, Carpentier, Juan Rulfo y Lezama Lima, son toda imaginación, magia verbal, ironía, picardía, sapiencias y para complacer a la inteligencia, dominio de las técnicas, sin que, aparentemente, el narrador se preocupe demasiado de la composición perfecta, pero es todo lo contrario. 

Con don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra, la lengua castellana se hizo heredera del caos en la exposición de la “lógica” de una narratología y, cualquier otra escritura que no refleje esos “límites” en una que otra zona, fácilmente se cae y no se levanta ni con oraciones del más acá con efectos en el más allá. Una buena prosa, a veces, tiene que ver con soltar el caballo y dejar que, aparentemente, guiemos el caballo, pero en el fondo es compromiso de ambos (autor-lector), de “llegar” los dos, no de un solo. 

El ritmo, el tono, el desenvolvimiento de lo expuesto es lo que proporciona el goce. Un personaje bien logrado es un nuevo Adán creado por la lengua. Una descripción simbólica de un diálogo, soliloquio, paisaje, es lo que pensaron ambos personajes místicos al ser expulsados del paraíso. Toda buena narración está repleta de Adanes y Evas listos para ser expulsados del “paraíso”. Cargar un personaje con todas los aciertos y desaciertos de la época, cual sea la causa, de la vida y la forma de vivirla tiene sus riesgos, sin embargo, es el que hay que tomar, asumir. Obsesionarse con un solo tema también provoca colapsos. Lo justo sería que, si se fracasa en la primera página, reivindicarse en la siguiente, pero no necesariamente sucede lo antes dicho, sino que “fracasamos” en el comienzo, en la mitad y al final y siempre. Lo que se escribe sino “está bien escrito” y no hace las veces de “levántate y anda”, que es lo que todo autor de narrativa debe hacer con su lector. El lector tendrá en sus manos si decidirá continuar andando o desandando por la página y no que termine maldiciéndola, porque era mejor dejar dormida la obra que despertarla para nada y no darle la “mordida de lobo feroz” que es leer. 

La narrativa dominicana adolece de la “mordida del lobo feroz”. Expide certificados de difusión ante de morir. Novelas van y novelas vienes. Premios llegan y premio se van, esperando un lector dormido para matarlo por falta de “vida”. Hay que ser un iluso sin patria para serle fiel a un autor de novelas, cuentos dominicanos de los llamados “consagrados” y a los que aspiran a serlo. La ponderan, desmedidamente, solo los que aspiran a ser igual que ellos, al publicar creaciones patituertas. 

Es posible que pasé lo mismo con otros géneros, quizás exceptuando la poesía, pero como la poesía finge ser rabo de nube, contrario a la prosa que quiere ser raíz de su tiempo y se lo cree, pero la poesía, no los poetas, nunca se cree nada definitivo, solos algunos despistados se los creen, contrario a la prosa, aunque ambos géneros busquen su enraizamiento en el despertar de la conciencia. Es lo que quiere la poesía, pero por diferentes caminos que la prosa, con el mismo instrumento, el lenguaje. 

A la prosa dominicana le falta despertar, iluminación profunda, menos facilismo, ser menos perfecta (en la cabeza del autor), más crítica, creerse menos de lo que realmente le aguarda o es. Menos pose, más vida e imaginación, es decir, poética. Dejar de verla como una gran cosa, para verla del tamaño que realmente tiene y es la de su tiempo, para dejar de vender los ejemplares editados de mano en mano, para que el lector acuda a adquirirlas como lo hace con los autores allende al mar, con tranquilidad y sosiego del deber cumplido y que valdrá la pena por los logros conseguidos.     
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Amable Mejía es poeta y narrador. Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.