Carlos Iraola se mira en el espejo del baño de la oficina. 

Hoy llegó bien temprano al trabajo. Aterrizó antes que todos, incluso le ganó de mano a Anita, que a las ocho ya suele estar limpiando los despachos del piso trece. 

Apenas se bajó del ascensor abrió todas las puertas, se asomó a todos los cubículos y comprobó con alegría que era el único empleado presente a las siete de la mañana. 

El espejo del baño tiene el ancho de la pared que mira a las puertas de los sanitarios, y una altura suficiente como para que él pueda ver reflejada buena parte de su metro ochenta.  Es como verse en una pantalla de cine, si lo compara con el espejo del botiquín del baño de su casa. 

Después de una minuciosa auto-observación concluye que su cara se está pareciendo bastante a la de una máscara kabuki de teatro japonés. Algo positivo, considerando que ahora todo lo japonés está de moda.

Tiene treinta y nueve años, pero aparenta unos cuantos más. A medida que la calvicie avanza, la frente va aumentando lenta pero progresivamente su extensión y los rasgos se acentúan cada vez más en la cara blanquísima: los ojos oscuros se acercan al puente de la nariz, las cejas negras se alargan hacia las sienes, como púas de puercoespín.

En su juventud supo ostentar rulos largos hasta los hombros, durante el tiempo que fue el baterista de la banda de hard rock Los Trasheros. Su madre y la entrada en la vida adulta le habían advertido: “Con ese pelo nunca vas a conseguir trabajo”.  El día de su cumpleaños número treinta fue a la peluquería del barrio: “Sacame todo”, le dijo al peluquero. Poco tiempo después el líder de la banda lo echó del grupo por haber traicionado los principios filosóficos del trash. Unos meses más tarde empezó a trabajar en la Secretaría.  Aún conserva uno de sus mechones ruludos convertido en amuleto, que cuelga del llavero junto a las llaves de su casa, como un souvenir de la licencia para ser uno mismo.

Ahora, frente al espejo de Cinemascope, goza del privilegio de la intersección del espacio vacío y del tiempo de sobra. Cierra la puerta del baño con traba y se desabrocha los botones de la camisa celeste, sin dejar de mirarse. Antes de sacársela y dejarla colgando de la manija de la puerta, admira el tatuaje que lleva en el centro del abdomen. Es la imagen de John Bonham pegándole a un platillo de su batería. Cuando se hizo ese tatuaje tenía los músculos abdominales bien marcados y cada detalle de la escena musical estaba en su lugar. Ahora la panza agrandada deforma el dibujo, los tambores son elípticos y la cabeza de Bonzo tiene forma de hongo.  

Iraola continúa frente al espejo con los ojos abiertos, pero su otra parte de sí mismo se va de viaje al día en que se hizo el tatuaje, diez años atrás. Se abandona amorosamente a esa reminiscencia, como un viejo que recuerda con nostalgia el sabor de las manzanas acarameladas de la infancia en la plaza del barrio. 

La luz de la lámpara del baño pega en el espejo, rebota y le punza los ojos. Baja un poco los párpados.

Su panza reluce desnuda en el local de tatuajes. De fondo suena Black Dog, de un disco de Zeppelin en vivo. Nunca entendió bien la letra, pero eso no tiene importancia. 

El tatuador se parece a Iggy Pop: muy delgado y de contextura muscular fibrosa, con los brazos tatuados desde las manos hasta los hombros. Pero a diferencia de Iggy, lleva el pelo con rastas largas. “Te va a doler un poco nomás, al principio. Vos, tranquilo”, le dice. 

Mientras hace su trabajo, el falso Iggy lo roza sin querer con una de las rastas en el brazo izquierdo, y él se descubre con piel de gallina y el vello erizado. Quiere más de eso.  

Alguien intenta abrir la puerta del baño.

—¡Un momento! —Iraola grita a la puerta y se pone la camisa lo más rápido que puede. Saca la traba y entra corriendo en uno de los sanitarios. Ahí se abotona la camisa.

Es Anita, ya comenzó su turno y hoy empieza por los baños. 

—¿Se puede? —Anita pregunta antes de abrir.

—Sí, ya me iba. Buen día. —Sale del baño con la camisa afuera del pantalón. De eso se da cuenta después, mientras camina hacia su escritorio.

Su lugar de trabajo está ubicado en el extremo de la oficina más alejado de la puerta, junto a una ventana que apunta a las ventanas de otra dependencia pública. La mayor parte del tiempo se queda absorto mirando las cosas que pasan detrás de esas ventanas extranjeras. Su legajo dice que trabaja en el área de Informática, pero cuando alguien pregunta por Iraola a los empleados de ese sector, ellos niegan con la cabeza. Los informáticos tienen su búnker en el subsuelo del edificio y ninguno lo conoce personalmente. Alguno que otro lo relaciona con Liliana, de Patrimonio. Su madre Liliana trabaja en la Secretaría desde hace treinta años.

Ahora está revisando las planillas diarias de control de horario, aunque eso no forma parte de sus tareas. De eso se encarga Norma, que todavía no llegó. “Charly, haceme la gauchada y fijate si podés chequear las planillas, hoy llego más tarde”, le había pedido por teléfono. Así que deja su panorámica por un rato y se sienta en el escritorio de las planillas, que tiene una vista suprema al contrafrente de un edificio rebosante de balcones y de ventanas, algunas sin cortinas. Siente un cosquilleo interno en la zona alta del abdomen. La variabilidad de los paisajes es un atractivo con cierta promesa de gratificación. Algo así como sacar la sortija en la primera vuelta en la calesita.

Un tipo en calzoncillos está regando las plantas del balcón en el piso once. Hay varias macetas con helechos fuera de control, hay cactus adustos con flores diminutas, también hay malvones y suculentas.

Iraola tuerce la cabeza para observar mejor y apunta con una mira invisible, divaga un poco. Los ojos se le achinan. Los calzoncillos son shorts blancos con dibujos de flores.  Son flores exuberantes, de colores chillones: fucsia, amarillo fluo, verde lima.  Descalzo y con una regadera en la mano, el hombre echa agua en las plantas con la espalda derecha y los hombros alineados. No hay panza. Sí una maraña de rulos rubios. La mano del riego parece sólida. El agua cae maceta por maceta con la delicadeza del vino que se vierte en una copa. 

A través del ventanal del balcón un poco abierto cree distinguir una guitarra eléctrica apoyada contra una de las paredes.  También ve un par de bafles profesionales. El de calzoncillos se da cuenta de que una cabeza calva en el edificio de enfrente lo mira con terquedad. Lo saluda con la mano, flamea el brazo derecho como un príncipe de carroza de carnaval de Río. Iraola se queda quieto. Se remueve un poco en la silla con rueditas, no oye el chirrido de los rulemanes frotándose contra el parquet del piso. No sabe si responder el saludo.

Un ruido de paquetes desparramados en el piso lo despabila.  Cecilia Zipper acaba de entrar para firmar la planilla y se le resbalan del hombro las bolsas con cereales integrales que trajo para almorzar. Termina de escribir su número de legajo en el renglón correspondiente a la entrada de hoy y busca un renglón libre para firmar la salida de ayer.

  —Zipper, no se puede hacer eso.

—¿Qué cosa?

—Firmar hoy lo que no firmaste ayer.

Iraola subraya “hoy”, exagera la “o”. El hombre del balcón sigue esperando alguna señal desde esta ventana en el piso trece.  Ahora pone las manos juntando los índices y los pulgares en forma de corazón. Iraola permanece en ascuas. 

Cecilia completa el garabato de su firma y levanta las bolsas del piso. Lo increpa:

—¿Ahora hacés control de asistencia? ¿Qué le pasó a Norma?

El de shorts floreados hace burbujas de jabón con forma de mariposa. Las mariposas translúcidas se desarman en el aire apenas nacidas. Iraola abre la boca y no dice nada por unos instantes. Cecilia se impacienta y aprovecha para huir a su escritorio. Él responde en modo autómata. Si no sintiera la lengua reseca contra el paladar no se daría cuenta de que realmente está hablando.

—Norma avisó que llega más tarde.

Se le empieza a contracturar el cuello. Tiene que doblar la cabeza hacia la izquierda para mirar por la ventana, mientras que las manos se mantienen firmes arriba del escritorio como dos sopapas, adheridas a las planillas. Los papeles no deben mezclarse ni caerse. Hace un rato largo que está en la misma posición. Cuando la experiencia es fuerte el tiempo corre tan rápido como un caballo desbocado en el campo, escapando de su domador.

El tipo del balcón despliega una cartulina con algo escrito y la sostiene como una pancarta, con los brazos abiertos. Iraola vuelve a retorcerse en la silla. El dolor muscular aumenta y se traslada a la espalda. Se levanta de la silla, abre la ventana y se asoma un poco para ver mejor. Alcanza a leer lo que está escrito en imprenta mayúscula con trazo grueso de color rojo. La letra se inclina hacia el lado derecho y los rasgos son limpios: NO SE PUEDE HACER ESO.

(Del libro Piso Trece, Barnacle, Buenos Aires, 2024)

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Paola Escobar (Buenos Aires, 1971). Es Antropóloga social. Publicó: Las cosas tal y como son (Barnacle, 2022) y Piso Trece (Barnacle, 2024). Casi todas las mañanas escucha la canción “Mr. Blue Sky” de Electric Light Orchestra.