El recorrido era largo y por nada del mundo obstaculizaba olvidar los nombres de memoria. Hasta para entrar requerías nombre y apellido de algún tío militar. Cuando llegabas te miraban de reojo porque destellabas curiosidad. Cierta duda y peligro.

Te gustaba pasar directo al patio donde los frutos familiares amontonaban la tertulia vespertina esperando, es solo una sospecha, el café caliente entre la humareda y cientos de papelitos esparcidos en el suelo desguabinando algún chisme de nunca acabar. Les faltaba madurez, pudiste notar, vestían el mismo ropaje tratando de esconder los ojos en toda la profundidad de la noche. 

Sequedad abrumadora: desde la sala oscura. Una lengua llena de escamas carente de colorido y sal ante el sudor de las estrofas chispeantes. Les faltaba, yo diría sin equivocarme y mira que me equivoco, mucho camino por ver y por recorrer.

Llovía.

El Arrebato estaba abarrotado, ni por la mente te pasaban las falsas historias recibidas, esos mensajes en clave describiendo el bar en todo su interior. El pintalabios impreso en tu vaso empañado opacaba (difícil de olvidar) las otras caras. Carcajadas venían e iban delatando como luces el tono burlón, eran los signos y la hora exacta, hasta llegamos a pensar que se trataba de un chivo a través de las ranuras de la persiana, tenías miedo por lo desgarrador de todo en las tardes de llovizna, mientras la tierra se levantaba lenta y pasiva, lenta y pasiva anunciando el brote de hemorragia. Riachuelos musicales de la noche.

Las ánimas dormían y el pichón abría-cerraba la mandíbula.

Palpabas los árboles, sus ramas, los trazos de las vías lineales y abrazabas con tu cuerpo y alma sintiendo ese silencio del que te hablé. Tus dedos bolos estaban adoloridos. La verdad es que era cierto, dibujaban los rostros en los envases de cerámica con la mano derecha porque eran chicos sin izquierda. Pudiste ver el horno y alrededor encontraste trovadores sin palabras nuevas dentro de amuletitos viejos, tal vez olvidados y resecos por el sol.

Las cerezas estaban un poco agrias. Tenías una sed de madre. Recuerdo tu cara de desagrado, pocas veces yo podría contar con los dedos esa expresión en ti. Recogiste un puñado y con fuerza (y rabia) exprimiste hasta llegar a embadurnar (ya no te importaba) tus muñecas de una tinta roja, aguada, fina y caliente.

Estrujando el mapa en tus manos desde aquella primera mirada indicando la entrada al otro bar de donde se podía divisar la apertura a algunos pasos de la puerta y se advertía cuidadosamente no tocar los clavitos punzantes sostenedores de las esquinas, ahora sentías necesidad de aire antes de gritar el secreto. En realidad, te hubiera gustado callar y no decir nada. Te hubiera gustado nunca haber entrado. Estabas en un trance mientras se escuchaban las olas del mar. Te hubiera gustado callar y no decir nada. Distante rompeolas ahora en medio del silencio.

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Amaury Rodríguez es un traductor dominicano residente en Nueva York. Editor del boletín poético Brigadas de la palabra.