Regresar a esa casa, antes de que el tiempo la derribara o que alguien la adquiriera, era para Jesús Alfonso anhelo insatisfecho que le perseguía desde el momento en que salió para no volver a atravesar la ancha puerta de relieves decorativos y vitrales. Más de cuarenta años, transcurridos.

Ante los otros se mostraba como un hombre a quien no abrumaban las nostalgias propias de quienes migran. Fingía, la verdad era que soñaba con volver a la mansión, caminar sobre ese piso de madera, descender al depósito del sótano, al amplio dormitorio. De pensarlo, se sentía en el pasado y le invadían las imágenes y los olores:  perfume, vino, tabaco, libros… y aquella mujer.

–Gómez, encontré el lugar perfecto para nuestro negocio. El arquitecto promete restaurarlo. Ya verás. En esta casa nos irá bien, atraerá a personas como nosotros. Pagué un poco más por adelantado para quedarnos con el piano, también será reparado y afinado. ¡Ah! Se me olvidaba, tengo el nombre para el bar librería: “Ninguna de las dos te podemos amar”. Suena raro, pero llamará la atención, habrá quien se acerque solo para preguntar qué diablos significa. Sé que estarás de acuerdo. Ven de inmediato para que cerremos el trato. 

****

Brígida Soler, a quien la muchachada llamaba bruja, poseía una mirada penetrante y una casi ausente sonrisa. Sus vestidos de colores fuertes, que combinaba con unas gafas oscuras y un labial rojo vino, le daban una imagen de mujer distinguida y, al mismo tiempo, enigmática. Elegante y perfumada. Nunca le faltaban el abanico de mano y un vaso de agua con hielo.

Era la propietaria de La Cervecera. Vivía en sus grandes habitaciones traseras y el bar ocupaba la parte frontal. El lugar reunía vendedores, viajantes, médicos, abogados, siete oficios, tahúres que se gastaban en un día lo logrado con semanas de afanes o con un golpe de suerte. La Cervecera atraía también a la bohemia, con sus músicos, artistas de la plástica, poetas y narradores noveles. Jesús Alfonso pasaba todos los días frente a la casa vieja. En horas de la mañana solía ver a Brígida Soler dando órdenes, sentada en la acera concentrada en la lectura del diario, de una revista o un libro.

“¿Será verdad que es una bruja y que tiene un pacto con el maligno? ¿Será cierto que por ese vínculo demoníaco no envejece, es viuda de cinco esposos, sobrepasa los setenta años y parece menor de cincuenta?”, se preguntó el día en que casi la roza al pasar por la acera de la casona. Curiosidad o atractivo de lo extraño, desde ese día el adolescente, dieciséis años, buscaba el pretexto para caminar por la calle El Carmen y mirar hacia La Cervecera. Notaba que, desde la acera del cine Carmelita, situándose cerca de los carteles que anunciaban los estrenos de la semana, podía detenerse y reparar en algunos detalles del interior del bar. Con la excusa de la cartelera, observaba con sigilo el entrar y salir de hombres, que saludaban con una inclinación de cabeza y casi reverenciaban a esa mujer. Contrario a lo usual de otras tabernas, en La Cervecera la vellonera se mantenía en un volumen que no ensordecía. Los clientes preferían a los cantantes de boleros. Los fines de semana se tocaba en vivo el piano o el saxofón. Alguno, pasado de copas, podía tararear las canciones, pero nunca hubo peleas ni insultos que perturbaran el apacible discurrir de la zona. El más asiduo de los clientes, un viejo militar retirado, viudo, taciturno, bebía vino en silencio y sin pausa. Gastaba dinero para repetir hasta la necedad el bolero Desvelo de amor en la versión del Trovador Codina. A la sexta copa se incorporaba, pedía atención y absoluto silencio y declamaba El hombre y la mujer, de Víctor Hugo, versos de Rubén Darío o dramatizaba citas de las Rubaiyat, de Omar Khayyam. Y siempre terminaba evocando a mujeres; primero a su esposa fallecida, después decía nombres raros y hablaba de hechos de su pasado en una especie de monólogo que rara vez concitaba atención. Cuando caía dormido, un gesto de Brígida era la orden para que lo llevaran al cuartucho en que aquel viejo militar consumía sus días.

Fue en una de sus observaciones vespertinas que Jesús notó que, además de Brígida, en La Cervecera había otra mujer, la que servía las bebidas. A la distancia, le pareció bella. No se maquillaba, pero tenía esa gracia de la muchacha en plena primavera.

*****

Como todas las tardes, asistió a la Escuela de Bellas Artes. Fue recibido por los compañeros de clases de dibujo con un cuchicheo. Comentaban la presencia de una nueva alumna. El profesor se vio precisado a imponer la disciplina para que cesaran las burlas. Tamaña sorpresa. Nunca habría imaginado que la propietaria del bar tuviera afición por las artes visuales. Sabía que a veces tocaba el piano, y oyó decir a alguien que de joven fue bailarina. Cuando tomaba apuntes del profesor Colón, no podía evitar cruzar la mirada con Brígida. Y ella le sonreía con dulzura. En el descanso, sintió necesidad de conversar con ella, aunque temía a la burla de sus amigos. La mujer, sí le habló: 

–No sabía que asistías a esta escuela. ¿Cuál es tu nombre?

–Jesús Alfonso– respondió con timidez.

–Brígida Soler, ya sabes dónde vivo. No habrás pensado que tus constantes fisgoneos frente a mi casa pasarían desapercibidos. Y seguro te habrán dicho que soy una bruja– agregó en tono de broma, mientras le extendía la mano derecha.

–Casi todos los días camino por su calle, pero no pienso mal de usted ni creo esos chismes. Lo que he notado es que le gustan los libros.

–Así es, así es. Leer es un buen hábito que tengo desde niña. Precisamente, veo que siempre llevas un libro, lo que no es común en tus amigos. ¿Qué lees ahora?

Ibis, de Vargas Vila.

–Ah, José María Vargas Vila. Interesante, debes leerlo con ojo crítico. Muchos hombres toman esos personajes de forma literal, asumen una idea absurda sobre las mujeres, todas son Adela. Esa novela es mucho más que eso. El maestro Vargas Vila merece que se le conozca mejor.

Desde esa conversación borró cualquier temor, desapareció la idea de que esa mujer pudiera ser una mala persona. Al día siguiente, ella le entregó una bolsa llena de guayabas y un libro. 

–Para que las disfrutes y compartas con quien quieras. El libro es un préstamo. Espero que su lectura te guste. Las guayabas las puedes comer sin miedo. Dejo que los muchachos tontos me teman para que no entren al patio a tomar lo que no les corresponde y a estropearme las flores.

El libro era Rayuela, de Julio Cortázar. 

–Cuando lo leas, conversaremos. Es del tipo de libro que te puede consagrar como lector o causarte una frustración que te aleje de la buena literatura para toda la vida.

–Gracias. Y… quiero pedirle un favor. ¿Cuál? Quiero que me permita ver su biblioteca. También tengo curiosidad por conocer la casa, su interior, su patio.

La mujer demoró unos minutos en responder, como si afloraran dudas.

–Bien, aunque soy celosa con mi privacidad, te haré el favor. Debes estar el miércoles a las once de la mañana, sin demora. No le digas a nadie, por favor, que ya una vez me calumniaron atribuyéndome amoríos con menores de edad. Es mi lugar de trabajo, pero no olvides que también es mi casa, mi espacio. Suficiente tengo con que me estén atribuyendo asuntos de hechicería– le precisó.

Llegó el día ansiado. Ella lo recibió con una amplia sonrisa. Él se percató de que, sin las gafas de sol, ella poseía unos ojos tan negros como su pelo, con unas cejas delineadas, arqueadas a la perfección. Entró despacio. En el salón principal, recién aseado, se percibía el olor a tabaco que Brígida trataba de disminuir esparciendo humo de incienso con aroma de rosa y de sándalo.

–Bienvenido a mi casa.

Le mostró los espacios: el bar, el patio y las habitaciones. En medio del amplio dormitorio, la cama, de grandes espaldares, con almohadas envueltas en forros blancos y con bordados azules. De un soporte de madera preciosa, fijado al techo, descolgaba un mosquitero blanco con los mismos bordados de las almohadas. A un lado de la habitación, un pequeño librero. La madera y los cristales protegían las hileras de libros. Ávido de lectura, pensó que había entrado a la gruta del tesoro; en el otro lateral estaba el armario. Leyeron juntos, almorzaron, compartieron el café. Ella lo deleitó tocando el piano. Ejecutaba con pericia la Danza húngara número 5, de Brahms. El tiempo pasó sin que él lo notara.

–Debes irte. Casi empiezan a llegar los clientes, no quiero que te vean, ni comentarios maliciosos. Tocaré algo de Mozart cuando volvamos a reunirnos.

Regresó a su casa. No era el mismo. Le impresionó todo lo que había descubierto. La imagen de la mujer, sus manos ágiles en el teclado. El impacto de aquel encuentro lo marcó.

***

Tres años habían transcurrido desde la primera conversación con ella. Ya era mayor de edad y menos tímido. Entre los dos había crecido un afecto muy profundo a partir de sus coincidencias en las bellas artes y la literatura. Ella vino a ser la primera lectora y correctora de los manuscritos que guardaba con apego. Aunque a veces intentaba escribir versos, en realidad lo dominaba la pasión por la narrativa: crear historias de sus vivencias o de la imaginación, describir y dar forma a personajes. Se sentía en un mundo fascinante al escribir ficción.

Las reuniones se convirtieron en su razón de vivir. Ella lo introdujo a la literatura. En su voz, con dicción impecable, disfrutó del cuento Una rosa para Emily, de William Faulkner. A lo largo de su vida volvería a abrevar en esa historia de la extraña señorita Emily Grierson, y cerraba los ojos y escuchaba la voz de Brígida, con su lectura perfecta, con ese tono de voz que equiparaba a la música, que le elevaba hasta arrobarlo. En sus recuerdos también atesoraría aquel día en que conversaron sobre Rayuela

–Me confundía, pero poco a poco pude descifrarlo. La primera lectura casi me dejó sin entusiasmo, pero insistí y me dejé guiar por el propio Cortázar, entré en su juego, acepté su desafío, lo leí una y otra vez desde sus diversas situaciones con Horacio Oliveira y Lucía, Maga, y con los demás personajes; es un laberinto de historias, hombres y mujeres. Cortázar, según pude indagar, no quería llamarla exactamente novela, hablaba de contranovela– explicó el joven su primera experiencia con el autor argentino.

–¿Sabes? Yo he pensado que la vida de una persona es así, nada lineal, como Rayuela, múltiples vidas en una, historias personales paralelas y al mismo tiempo vinculadas, contrastadas, entrecruzadas con sutileza o con brusquedad, cada una contiene a la otra, distintas personas en una persona, y no se sabe, con exactitud, quién es una u otra, dónde empiezan y concluyen. Tal vez así somos. Y guiado por prejuicios cada quien aborda al otro como le parece mejor, lo juzga, lo condena, lo aparta o lo absuelve y lo incorpora a los merecedores de sus mejores afectos. ¿Y quién puede decir que conoce por completo, a fondo, a sus semejantes? ¿Acaso existe alguien que conozca a plenitud su propio ser?–   reflexionó la mujer, con la vista en el vacío, entre copazos de cigarrillo y sorbos de café con canela, mientras observaba diluirse el humo.

Ella tocó las palmas de las manos, con asentimiento.

–Ahora puedes conocer a otros monstruos sagrados. 

Abrió una de las vitrinas de su librero y extrajo un ejemplar de William Faulkner, El sonido y la furia, y otro de Carlos Fuentes, Terra Nostra

–Disfrútalos y luego me cuentas. No sabes lo que me agradan tus conversaciones, me hacía falta alguien con quien hablar de estas cosas– dijo, como maestra complacida de notar el crecimiento del discípulo.

La amistad con aquella mujer se afirmó sobre afinidades profundas. Ella le enseñaba sobre novelistas, poetas y filósofos, además de deleitarlo con el piano. Él le contaba de sus sueños, le compartía sus escritos y le ayudaba a dominar las técnicas del dibujo y la acuarela. 

Un día, Brígida le dijo que tal vez debían distanciarse. La madre de Jesús le envió un emisario para advertirle que se apartara de su hijo. El joven no quería perder esos encuentros, de provecho y satisfacción. Se resistió, reclamó e insistió hasta convencer a su madre de que la propietaria de La Cervecera no era lo que decían. A regañadientes, le permitió continuar sus visitas a Brígida, a condición de que se limitaran a un día por semana. Existía otro motivo para que él disfrutara estar en la casona: Le gustaba mucho la que servía en el bar. Vivía el desvelo del amor primario, caminaba sobre nubes. Y ella se había percatado de esas miradas y se sentía agradada y lo compensaba devolviéndole sonrisas. Una mañana lo recibió con el encargo de que debía esperar a Brígida. Se hallaron solos por primera vez.

–Jesús, la doña me dijo que te atendiera hasta que ella regrese, que te sirva lo que quieras– dijo con amabilidad.

–Gracias. Solo un vaso de agua. Tienes una sonrisa muy… quiero decir…eres muy linda…

Le sirvió el agua, y le preguntó: 

–¿Es verdad lo que dicen de la doña y tú?

–No. Eso no es cierto– se apresuró a responder.

–Eso pensé yo. No te preocupes, la gente siempre habla demasiado.

–La verdad es que tú sí me atraes– expresó sin poder sostener la mirada. 

Ella le levantó el mentón. Mirándole directo a los ojos le dijo:

–No te enamores de mí.

–No existe motivo para no hacerlo.

Se miraron embelesados. Ella lo tomó de la mano. Se acercaron y se besaron. Y como si despertara espantada, se apartó de manera brusca y casi le gritó:

–¡No, no, esto es una locura! No puede ser, olvídalo, no te vuelvas a fijar en mí.

Lo que rechazó de palabras era más fuerte que ella. Tres encuentros y se hicieron novios. Y aunque se empeñaron en guardar el secreto, algo los delataba. Cuando él entraba a la taberna el rostro de ella adquiría una alegría que no pasaba inadvertida. Se convirtió en la envidia de los hombres que intentaban seducir a la camarera. No podían comprender qué veía en ese muchacho. Para ellos, Jesús no era más que un imberbe que no tomaba una cerveza, protegido de la madame, mantenido de sus padres. Él mismo se preguntaba por qué esa mujer, que tenía a tantos hombres en competencia por conquistarla, lo prefería. La respuesta se la dio Brígida:

–Tú tienes algo que no posee ninguno de esos que vienen al bar a hacer alardes de ser campeones en la cama, a presumir de buenos bailadores y de ganar suficiente dinero para comprar a las mujeres que se les antojen.

–¿Y qué es eso tan especial?

–Eres la total negación de todos los que se han fijado en ella y de los que ha amado en algún episodio de su vida. Debes tener claro que una mujer te valorará por lo que ella admire en ti, y cuando deje de hacerlo, no te querrá ni en su lecho ni en su vida. Hablo de eso profundo que empata a las parejas, no de cualquier relación fugaz. Hombre y mujer somos carne, piel que arde en deseos y que se eriza ante la persona que nos conquista, pero también podemos tener algo más. ¿Amor? No lo sé con exactitud– reflexionó.

–A propósito de mujeres y hombres, me viene atormentando una confusión: me gusta ella, mucho, hasta me llena de vanidad que me envidien por tenerla. Pero cuando estoy a su lado, no dejo de pensar en otra persona, quisiera que ella fuera…  que se pareciera a otra mujer…  no sé si me comprende.

–Sé lo que sientes, lo sé…claro que lo sé… Quisieras que ella sea esa otra mujer que admiras…y a veces no sabes de quién exactamente estás más enamorado. En algún momento de la vida a todos nos pasa– expresó mientras sonreía y le acariciaba el pelo, para agregar: C’est la vie

–Tú sabrás comprenderme y perdonarme, todo esto es tan extraño.

–No te atormentes, tampoco tienes que fingir frente a mí, sé que soy esa otra mujer. No te preocupes, ella sabe lo que te ocurre– dijo, mientras se servía una copa de vino.

–Entonces ustedes pensarán lo peor de mí.

–No nos subestimes. Ya sabes cuál es mi visión de la vida y los seres humanos. De ella te digo que le ha faltado escuela, no sabiduría. Y si quieres saber, también me gustas, y puedo ser tuya. 

*** 

Transcurrió un año. El triángulo de pasiones ya no lo atormentaba. Aprendió a amarlas sin reparar en escrúpulos. Fue discreto como prometió. A nadie reveló su secreto, algo difícil para un hombre en la edad en que se goza de presumir ante los amigos, cuando se llenan de hipérboles los relatos sobre mujeres y los amoríos, reales o inventados. Mas, esa etapa idílica terminaría de forma abrupta. Un día las dos le llamaron. Ambas convinieron que debían de poner fin a la relación. Para él fue un golpe inesperado, precisamente cuando más complacido se sentía. Y yo que me creía el gran macho por disfrutar del amor de dos hembras.

–Ninguna de las dos te podemos amar– fue la expresión tajante.

Las mujeres no mostraron debilidad ni tristeza. Él emitió un suspiro, apenas intentó argumentar, reclamar una explicación…

–No nos volverás a ver, no regresarás a esta casa.

****

Atravesó un prolongado estado depresivo. Se volvió solitario. A nadie abrió su interior. Migró para sus estudios universitarios. Cada semestre regresaba para unas breves vacaciones, y no caminaba por la calle El Carmen. Se esforzó por dejar atrás esa etapa de su vida, acaso la más decisiva para definir al adulto en que se fue convirtiendo. Se estableció en la capital al salir de la universidad. La Cervecera estaba cerrada y la casona quedó deshabitada, deteriorada. No se enteró a dónde fueron las mujeres. Los recuerdos le llevaban a un vaivén que, a ratos, le deleitaba o atormentaba. 

Solo ahora, a su socio, contó de sus vivencias en La Cervecera. Junto a Gómez trabajó con entusiasmo para comprar y dejar como nueva esa casa que guardaba tanto de su historia personal. La apertura del café librería Ninguna de las dos te podemos amar fue un acontecimiento en la intensa vida nocturna de su ciudad natal, que, desde el decenio de los ochenta, experimentaba un notable crecimiento. Pero no se escuchaban los viejos boleristas, el nuevo público prefería la música de Luis –Terror– Días, Joaquín Sabina y Tony Almont. 

Una noche, Jesús llegaba al bar. Al salir del vehículo escuchó música de piano en vivo. Quedó paralizado. No era lo común. Alguien ejecutaba Danza húngara número 5, esa adaptación le era familiar. Avanzó lentamente, como si no quisiera ser visto, se pellizcó para confirmar que no alucinaba. En el rincón del piano observó a una figura de mujer, que deslizaba con destreza sus dedos por el teclado.

No puede ser. Justo cuando buscaba un ángulo que le permitiera verle el rostro, terminó la música. El público aplaudió. Ella se levantó y caminó hasta mirarlo de frente…

Él intentó hablar, y no pudo.

–La auténtica sabiduría es vivir– se limitó a decir. Y se marchó. No había dudas, su andar, el perfume, esa elegancia. 

Tardó en reaccionar; cuando recobró el dominio se dirigió hacia la salida e interrogó al portero:

–Cucho ¿No viste hacia dónde se dirigió la mujer vestida de rojo que acaba de salir?

–Don Jesús, de aquí no ha salido nadie. Hace un rato sí entraron dos damas, vestidas de rojo, como usted dijo– respondió sin inmutarse.

(Del libro Un hombre discreto y otras historias, Premio Nacional de Cuentos José Ramón López 2022)

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En portada: muñecas creadas por la artista Ana Almonte.

Gustavo Olivo Peña es periodista y narrador, autor de Un hombre discreto y otras historias, ganador del Premio Nacional de Cuentos José Ramón López 2022, del Ministerio de Cultura. Co fundador y director adjunto de Acento.com.do.