Segundo premio del Primer Concurso de Cuentos René del Risco Bermúdez

Cuando sonaron los disparos, nosotros los mercaderes leíamos los periódicos, tomábamos jengibre o sorteábamos los regateos de los primeros clientes de la mañana. Supimos que el hombre asesinado de un tiro en la cabeza y otro en el estómago se llamaba Josías Alfonso, era catedrático universitario y hace mucho tiempo fue fiscal en Barahona, posición de la que dimitió. Inmediatamente se fue de la ciudad y vino para La Romana. Esos detalles los ofreció uno de nosotros que es barahonero y asegura que es el mismo que él conoció allá. El nuestro dice que, tras una riña con su esposa, se entrevistó con ese fiscal y no lo olvida por la inconfundible protuberancia de su calva, ahora perforada. Vamos a creerle. Es cierto que desde lejos se le veía la calvicie resplandeciente y horadada, pero no deja de sorprender la rapidez del testimonio en una circunstancia como esta. La gente inventa mucho. Nos acercamos a la escena del crimen como hormigas rodeando un terrón de azúcar. Espantaba la visión del cadáver fresco, anegado en sangre, con las manos todavía sobre el volante. Quienes le vimos desde un ángulo más cercano, divisamos también una antigua cicatriz en forma de lombriz en la mejilla izquierda. Era un hombre maduro. Le dispararon dos veces. Acababa de estacionarse. No era parroquiano de ninguno de nuestros negocios. Esa mañana casualmente vino al mercado. Aquí nunca ocurría ninguna anomalía, ningún suceso ajeno al canon de lo consuetudinario. Diríamos que hasta rutinarios eran, no los días, sino los años, porque la mayoría de nosotros tiene varias décadas buscando el moro como mercaderes. Naturalmente, unos con mayor suerte que otros, pero manteniéndonos en una unidad general, con una u otra resquebrajadura porque ni los dedos de las manos son iguales. Hasta los ángeles pelean. Pero de las veces que algunos de nosotros nos hayamos mentado las madres o incluso nos hayamos ido a los puños, a ver cómo dos tipos encapuchados desde una motocicleta le vuelan los sesos a un hombre, hay un enorme trecho. No habíamos visto jamás algo así en el mercado. Desde el día en que el alcalde Tomás Beltré, que en paz descanse, inauguró este mercado en los noventa aquí solo se había trabajado para llevar las tres calientes a las mesas de nuestras familias. 

El cadáver sigue ahí, indefectiblemente tieso, no tenemos estómago ni corazón para seguir nuestro día, como si nada. Muchos volteamos la cara. No podemos ver ese reguero de tripas. La escena del crimen está llena de policías. No podríamos aseverar si habrá una investigación fructífera. Eso dependerá de los intereses de la justicia y de qué cerebro es el dramaturgo de esta representación de sangre. Los hombres salieron en segundos, llevándose el mundo por delante, como la honda del diablo. Habíamos visto muchas veces en el noticiero de las diez que mataron uno allí y secuestraron uno aquí y violaron y torturaron y estallaron y reventaron y acribillaron y ajustaron cuentas y robaron e incendiaron y acuchillaron y dispararon y autores intelectuales y tentáculos del crimen y sicarios pero nunca lo habíamos visto con nuestros propios ojos. Dos jóvenes policías del Departamento de Investigaciones Criminales (Dicrim) (que se ve que acaban de salir de la universidad y nunca han dado tumbos, borrachos, en una calle solitaria en una noche de juerga ni atestiguado un intercambio de disparos en el barrio Pica Piedra), buscan remanentes de cartuchos en el pavimento caliente. 

El sol empieza a picar. La venta en nuestros negocios se muere como a las once de la mañana. Hay que seguir trabajando y dejar de curiosear y habrá hasta que darse un trago de Brugal temprano para relajar la mente.

Un hilo de baba le cuelga de la boca torcida, mueca fluvial que adopta cuando se queda dormido unos minutos. Luego despierta, sobresaltado con ruidos ordinarios: ratones en carrera en algún anaquel de la ferretería, la algazara de las olas o un neumático que chilla sobre la avenida que bordea el malecón. Con casi un año trabajando como vigilante en el turno nocturno, Lelo no se habitúa a las largas madrugadas. Se le parecen a siglos de sombra y bostezo. Se quita la bota diestra para rascarse los dedos de los pies, en su insufrible mazamorra. Sin voluntad, se ajusta la gorra desvaída de las Águilas Cibaeñas que lleva puesta el año entero. Danny se mofa de su simpatía por el equipo de béisbol de Santiago. ¿Qué importa si él nunca ha pasado de la capital? Es su maldito equipo. Ese chiste entre Danny y Margarita a costa suya que tanto le ha sacado de quicio, ahora le genera el nacimiento de media sonrisa. Ansía que llegue la temporada de béisbol en el otoño, y qué lástima que Luis Polonia, La Hormiga Atómica, se retirara, nada será igual. Toma agua del termo y la garganta la expulsa en un arrebato de tos. Intenta de nuevo, con éxito, y el agua le resulta insípida como la noche. El reloj le da la mala noticia de que apenas son las tres y dieciocho de la madrugada. Hasta que no den las siete de la mañana, estará sentado en esa silla que a duras penas sustenta su pesado cuerpo, o dando paseos monótonos en el patio, siempre con la escopeta en bandolera y atento a posibles novedades que no desea. Los ladrones nunca se han acercado por ahí, pero nunca se sabe. Disipa el aburrimiento escuchando canciones aleatorias en un radio de pilas. La emisora Raíces le ha robado el corazón y le imprime un regocijo de pez. Los fines de semana le llegan ecos festivos del malecón, cardumen multitudinario de almas que bailan, se emborrachan y madrugan por gusto, no como él, por el obligado pan. Repiquetea el suelo con las plantas de los pies, al ritmo de la música. Se divierte con ese rumor de alegría, piensa en su esposa Margarita y en Danny, su nieto postizo, y cierra los ojos. La costa de La Romana, preñada del mar Caribe, está al frente. Un pequeño automóvil se ha detenido con un ruido abominable que parece la gripe de un perro, y dos sombras masculinas levantan el capó y gesticulan entre sí, como dándose ordenes mutuamente o acusándose del desperfecto del coche. A Lelo no le concierne averiguar ni sabe nada de mecánica, así que no mueve el trasero. Siente acumularse en su espalda el cansancio de toda una vida. Se da cuenta de que empieza a soñar porque se ve a sí mismo cayendo en paracaídas de un avión, flotando como sombrilla, y no siente miedo. Todo lo contrario: se siente como George Herbert Bush cuando celebraba con esa intrépida proeza sus cumpleaños. Lelo siempre se sueña surcando nubes, desde niño, y ya pasa de los sesenta años. La visión se esfuma y donde él aterriza es en la realidad. Se restriega las legañas en un tiempo infinitesimal en el que también se ha puesto de pie y sobre su cabeza ovalada ya no hay rastro de estrellas. No sabe cuánto tiempo ha dormido, mas el sol es soberbio y en la avenida se acumulan los vehículos en el atasco de todas las mañanas. Hasta el mar se despereza. No hace falta consultar al reloj ante tanta claridad. Ni hace falta lavarse la cara para reconocer al señor Alberto, su jefe.

Ayer en la mañana escuché otra vez discutir a don Lelo con su mujer. Creí que la sangre llegaría al río. ¡Había que oír el escándalo que hacían! Don Lelo dijo que se largaría de la casa, que recogería sus trapos y se iba a desgaritar. Si fueran solo problemas de marido y mujer, no sería nada. En todos los matrimonios el diablo mete la cuchara, pero con amor todo florece, como decía mi esposo, que en paz descanse. Ese sí era un santo. ¡Hombre que me aguantó ese! Aunque yo también a él, modestia aparte. Pues bien, los vecinos, don Lelo y doña Margarita, son gente de calidad. Gente buena, de vergüenza. Me han sacado de apuros muchas veces. No es fácil uno ser viuda y enferma. Los años no relajan. Si mi esposo estuviera vivo, otro gallo cantaría. A mí comida no me faltaba. Carne de la que se me antojara. Mis medicinas, eso no fallaba. Tiempo que se va no vuelve. Los vecinos me han metido la mano. Los únicos por aquí, que han hecho algo por mí, el resto son víboras. Les agradezco, les tengo presente en mis rezos. Y espero que ese problema se solucione. Es ese muchacho, el nieto de doña Margarita. Oí la discusión y también en el barrio se ha comentado mucho. Hablemos claro: todo el mundo lo sabe. El muchacho no está en buenos pasos. Se sabe lo que hicieron él y Carlitos. A mí no me gusta el bochinche. Yo estoy siempre en mi lado. Nadie por aquí puede decir que ando en la puerta de su casa. En mi tiempo a uno lo criaban sin entrometerse en lo de nadie. Pero estas son cosas que a uno le duelen y aunque se tape los oídos, las escucha. 

Lelo no se fue nada. Esta mañana lo vi llegar. Siempre estoy remeneándome en mi mecedora, en la galería. ¡Cuánto me ofende que haya gente que diga que vivo de pendenciera, atenta a todo lo que pasa para murmurar! Yo porque no soy la que era. Con un poco más de fuerzas, le desbarataría el hocico a las sucias, porque sé que son hembras, que dicen eso. Por aquí yo nada más le saco su plato aparte a don Lelo y doña Margarita. Y no porque de vez en cuando me maten el hambre. Comida es mierda. Es el trato. Y la decencia. No se meten con nadie. Pero nunca falta un roto por un descosido. Esa gente tiene ahora la cabeza grande con el muchacho. No pinta buena cosa. Y lo que soy yo, porque cada quien con su criterio, yo creo que árbol que crece torcido, nunca sus ramas endereza. Mi papá, que tiene ya los huesos blancos, decía que el pasmo a tiempo tiene cura. Pero ahí ya no hay nada que hacer. Ese muchacho ya nadie lo arregla. Ni golpes, ni consejos, ni castigo. Solo Dios que lo ilumine, pero hasta Dios le retira su gracia a cierta gente. Eso lo he visto con estos ojos que se los comerán los gusanos. Hay gente que camina en la perdición y solo maldad le bombea en la sangre. Son como alacranes descarriados. Como criadero de demonios tienen el corazón. El muchacho hasta aparente es. Buenmocito. Cuando empecé a verlo, estaba recortado al rape. Al crecerle el pelo, es toda una melena de león la que tiene. Tiene un palo de nariz. Fino. Parece un americano. Y de buen tamaño, podía ser pelotero. Vino demacrado pero ya ha echado masa. Las carajitas le andan por aquí como moscas procurando invadir una funda de mierda. El caso es que es nieto de la doña. Tengo el nombre de él en la punta de la lengua. Sammy, David, ¡Danny, Danny! Están olvidándoseme las cosas. ¡Cuánta carpeta le ha dado a esos viejos! La doña es demasiado apoyadora y débil con él. Ahí vino el problema. Nadie lo ha controlado y esas andanzas terminaron en mala cosa. Un día me dijo que es su único nieto, único hijo de su única hija, que está en Panamá. Esperé que me ofreciera más información, no por chisme sino porque hasta habría podido darle un consejo. Me dijo que él antes vivía en Panamá, con su madre, pero que allá no podía estar ya. Nada más. Don Lelo dice que no lo quiere en su casa, y la doña se ha puesto que si no le acepta el nieto, ella se va. Ayer fue una gresca que eso se oía a leguas. El muchacho no estaba ahí. Han reanudado los juegos de béisbol en la parcela de los Gil, y se pasó el día entero ahí. Vi que el Danny solo volvió a la casa a las horas de comida. El vago no tiene aspiraciones y no cambia. Un muchacho joven, elegante, con todo el futuro por delante, y no busca un trabajo. Aunque quién sabe si ya tampoco lo emplean en ninguna parte. En las computadoras ya sale todo de la gente, hasta cuántos pelos tiene uno en la cabeza. Se tienen que saber sus fechorías hasta en el último rincón del país. No fue paja de coco lo que hicieron Carlitos y él. Yo chupaba unas mandarinas con tanto gusto en esta misma galería cuando me lo informaron. Esa noche no dormí. Quise saber de mis pobres vecinos, que tenían que estar tan atormentados, pero yo no puedo caminar ni de aquí a la casa de al lado, quién lo diría, ya no sirvo, y mi hija estaba dormida, y esa cuando se duerme, se muere. Puede venir el fin del mundo y sigue roncando. Este Danny o tiene un resguardo o no le ha llegado en verdad su hora. Hierba mala nunca muere, aunque a otros no le aplique el adagio. Y así anda el Danny por ahí, como si nada. Lelo tiene su razón en no quererlo bajo su techo. Están todos en peligro. Creo que hasta yo. Y mi hija también, aunque a esa nada le viene ni le va. El día que pase una vaina, quién sabe si hasta a nosotras que vivimos al lado, nos salpicará la jodienda. La verdad hay que decirla, por lo menos el muchacho tiene cojones. No le tiene miedo a la muerte. Él hace los cuentos como si fuera comerse un pan. Como si fuera aplastar una cucaracha. Yo me imagino que si no ha habido ya una desgracia y si Danny está tan tranquilo, no hay de qué preocuparse. Aunque inevitablemente, uno se preocupa. ¡Qué muchachos que han rendido! Supieron juntarse. Uña y mugre. Y hay gente que la conciencia no le dice nada al acostarse. La almohada no le pica. Yo mejor me callo. Estoy hablando mucho. Y en boca cerrada no entran moscas.

Conocí a Carlitos jugando pelota en el monte de los Gil. Cuando llegué al barrio, era el único entretenimiento. En Panamá le daba seguimiento a los juegos de béisbol aunque ya estaba acostumbrándome más a ver el fútbol en la televisión. Conocí una chica que jugaba fútbol, loca con Cristiano Ronaldo, y la acompañaba a sus prácticas hasta que se lo metí. Eso fue antes de mis problemas allá, y que a mamá se le metiera en la cabeza mandarme para República Dominicana. Carlitos era una sensación bateando. Ha sido el único en mandar la bola a la mata grande, la que está allá en el fondo del paisaje, más atrás del center field improvisado. Sé que los batazos de Carlitos habrían sido jonrones en cualquier estadio del mundo, hasta en el Polo Grounds que vi en una película, y que se la hubiera sacado al mismo Mariano Rivera, el ídolo de los panameños. Yo era nuevo en el barrio y creí discernir que Carlitos tenía el liderazgo callejero. Cuando había cualquier polémica en el juego, todos lo miraban a él, que también era quien organizaba las alineaciones y hasta expulsaba a los jugadores mediocres. El tipo era un gigante, un Shaquille O’Neal para que se me entienda mejor. Sí, mejor comparación, imposible. Y el mismo color de piel. Un moreno que podía comer en mi cabeza, y yo tengo buen tamaño. Y entonces sin barriga, puro músculo. Jugué en algunos partidos pero no me llamaba mucho la atención participar en el juego. Él parece que vio en mis ojos la necesidad de fumar y desde el primer día, cuando anocheció y acabó el juego, me pasó un poco de marihuana y me dijo que después se lo pagaba. Supe que era el principio de una relación entrañable. Quien viera en principio su cara, no pensaría que se trataba de un tipo fácil de tratar, pero lo era, siempre que no te metieras con él. Esa noche averigüé su dirección y cuando lo vi, fui al grano. Él vivía en una habitación sucia con casetes tirados por todas partes. Como luego supe, él mismo había construido la habitación en el solar donde su numerosa familia había ido añadiendo pequeñas casas, y a estas, anexos de habitaciones sin la mínima pericia arquitectónica, al punto de que parecía un salcocho de varilla y cemento, de cuchitriles asimétricos donde la gente se metía como soldados en trinchera, sin tiempo de pensar en el día siguiente sino sobrevivir al momento flagrante. 

Le dije que necesitaba trabajar, que no estaba en nada, y terminamos bebiendo de una mamajuana de las que prepara su tío, que trabaja en el hotel Be Live Canoa, en Bayahíbe. En las primeras semanas, hice pequeños trabajos para Carlitos, pero las ganancias no eran muy buenas y yo sabía que un tipo como él debía de estar tramando o ya estar en algo de proporciones y beneficios mayores. En el barrio solo había consumidores de poca monta. Carlitos me preguntó si yo alguna vez había matado a alguien. 

—Nunca —dije— pero siempre hay una primera vez. 

Carlitos sonrió y los alambres en su dentadura brillaban patéticamente. Debo decir que un hombre tan corpulento se veía ridículo con brackets y más ridículo en el diminuto Kia de su tío que a veces manejaba. El carro del payaso, le decía yo a Carlitos cuando ya teníamos más confianza. Era una persona como no he conocido ninguna. Se obsesionaba resolviendo acertijos matemáticos (una vez me dijo que tenía dos años buscando la solución de uno) y llenando crucigramas y sudokus. No dormía más de dos o tres horas. Pasaba la madrugada viendo películas pornográficas o jugando Grand Theft Auto. Fumaba crack como un demente pero nunca perdía la cabeza. No sé cómo lo hacía. Le preguntabas cualquier cosa cuando estaba drogado y te respondía con total lucidez. Cuando tenía dinero, su mayor gozo era regalarles una noche de cueros a sus amigos. Esa noche en que fui por primera vez a su casa, ante mi respuesta, sonrió sin mirarme y yo sentí que tenía rayos X en la mirada, que era como esos tipos que conocí en Panamá, a los que si les mientes, la cagas, porque siempre encuentran la verdad y suelen encontrarla arrancándote la hiel. 

—¿Qué hay que hacer? —dije. 

—No ser palomo, no rajarte mientras yo le doy plomo a un pendejo —me respondió, y en los ojos le danzaba una amable indolencia que me excitaba los nervios, como si fuéramos familia. Pensé que bromeaba o estaba drogado porque si vas a matar a alguien, no le pides ayuda a un desconocido. Ahora que lo pienso, quizás Carlitos no era nadie fuera de lo común. Quizás me inspiró admiración y estima porque me distinguió con su trato y tuvo fe en mí, sin vacilar. El día que nos conocimos, ya era como si toda la vida fuéramos hermanos. ¿O fue al segundo día? Lo que sí sé es que no merecía morir tan joven. Una muerte estúpida. Absurda. 

Acabamos la encomienda con un acierto impecable. Carlitos le disparó al individuo en la cabeza y en el vientre. Nadie nos persiguió y nadie me ha buscado desde entonces. Fue como matar un bicho. Lo único malo es que ese trabajo debieron pagárnoslo mejor. A mí no me duraría el dinero ni un mes. Pero nos garantizaron protección. Esa era una compensación importante. No tendríamos que huir. Parece que el muerto era un sin familia, yo diría. Desconozco los detalles. Carlitos tampoco sabía nada. Solo me dijo que un amigo lo buscó para ejecutar. Nosotros, por tanto, no sabíamos de arriba, solo hicimos lo que había que hacer. Carlitos lo hizo, mejor dicho. Yo solo fui su ayudante. Ya con el trofeo de nuestra victoria, el cadáver del occiso, el primer muerto que nos ganábamos, consumado nuestro primer trabajo que nos abriría puertas de par en par, pensé que vendrían mejores tiempos. Pero qué va. Viene el cabrón de Carlitos, mi único y verdadero pana, a morirse esa misma noche de una sobredosis de crack

Lo que mi marido no entiende es que Danny es mi nieto. A él no le duele porque no es su sangre. Sé que Danny es medio delincuente, pero no hay nadie perfecto. La juntiña lo ha dañado. Primero en Panamá, donde mi hija no lo aguantaba y además un día lo matarían. Con mi buen corazón lo acepté en mi casa. A mi marido nunca le pareció buena idea pero le convencí de que ya nosotros, a nuestra edad, necesitábamos una compañía. Todavía estamos fuertes pero es para abajo que vamos. Era un manganzón. No trabajaba. En Panamá nunca había tenido lo que se llama un trabajo decente. Eso era lo único que yo le reprochaba, que por lo menos hiciera diligencias de un empleo como lo tiene la gente seria. Primero se embullaba en el juego de pelota en el monte, pero después empecé a sentirlo raro.  Se pasaba el día entero fuera de la casa, y conseguía dinero. Quería mudarse solo pero le dije que no, que yo tenía el compromiso con mi hija de velar por él. Uno lo ve así que parece un hombre pero son apenas veinte años que tiene. 

Supe que Danny estaba vendiendo drogas y no me sorprendí. En Panamá había hecho lo mismo. No se puede esperar que un muchacho cambie de la noche a la mañana. Hay que tener paciencia. Es lo que le digo a Lelo. Sí, sé que ahora la situación ha escalado a una tragedia mayor, pero no nos pasará nada. Y, por más que me digan, sé que Danny solo acompañó a Carlitos a matar al profesor de Barahona. Vi las noticias y presentaron el cadáver chorreando sangre. Me dio grima. Danny no mata ni una mosca. Es solo un muchacho desorientado. Hay que darle tiempo para que cambie. Ha pasado un mes desde el problema. Si en este tiempo nadie nos ha molestado, ya no hay de qué preocuparse. Danny me dijo que él solo conducía la motocicleta, que Carlitos, que ya tenía experiencia criminal, solo quiso que lo acompañara por la confianza que le tenía. Le digo a Danny que no salga todavía, ni de aquí a la esquina. Está muy dolido con la muerte de Carlitos. No es para menos. Se hicieron muy amigos. Carlitos lo ayudó. La gente crítica pero cada quien carga su propia cruz. 

Ahí veo a mi marido que llegó. Cada día está más gordo, y no sé cómo, porque solo pellizca la comida. Espero con todo mi corazón que no se repita una discusión como la de ayer, que estemos en paz. Ya veremos al paso qué hacemos con Danny, si se le consigue un trabajo, o si puede volver a Panamá. No estoy en una edad en que pueda estar cambiando hombres. Ya Lelo y yo tenemos doce años juntos y me imagino siendo una ancianita al lado de él, que Dios nos dé vida y salud. Él no tuvo hijos y yo solo tuve a mi Dania, la madre de Danny, que está en ese país con dos y a veces hasta tres trabajos para sobrevivir, y este muchacho ya he dicho lo caliente que le salió. No puedo desampararlo. Si finalmente hay que mandarlo a Panamá, si la policía empieza a fuñir, habrá que hacerlo, pero yo creo que todo se quedará como está. Anoche Danny no durmió en la casa. Debe de estar enredado con alguna noviecita. O quizás anda con el hermano de Carlitos, que ahora no se le despega. Yo no quería que saliera, pero es verdad, de noche el pueblo está más despejado, aunque tampoco me dijo, antes de irse, que pasaría la noche fuera. Yo no pegué el ojo. Me llamó para que me durmiera, que él estaba bien, pero como quiera estuve desvelada. Vino antes de que amaneciera y se lanzó a la cama con todo y ropa y zapatos. 

Mi marido Lelo abre la puerta y lo veo, además de gordo, más viejo, como si le quedaran días de vida. Las malas noches están acabando con él. Cuando me le acerco, lo primero que me dice es que tenemos que hablar. Lo que faltaba. Ya vuelve con el mismo tema.

Según Alberto, el dueño de la ferretería El Percal, mientras el vigilante Lelo dormía como un niño en su cuna, ajeno a la marcha de las horas, ladrones aprovecharon la apacible madrugada para saquear el negocio. Se habían llevado unas sierras eléctricas y unas fundas de cemento después de romper los candados. Pudieron llevarse más mercancías. Parece que no andaban en un vehículo en que pudieran cargar lo suficiente o eran ladrones temerosos o bisoños, que pasaron por ahí y decidieron probar suerte. Y Lelo no escuchó nada, en primer lugar porque se resistía a quedarse en el interior del negocio y pernoctaba en una garita en el patio que era para el vigilante diurno, y en segundo orden porque su trabajo había consistido mayormente en dormir y ya Alberto no le aguantaría más, lo había soportado porque le daba pena y sabía que necesitaba el trabajo. El valor de las mercancías sustraídas no representaba una pérdida que condujera al colapso económico ni nada por el estilo, pero era suficiente para que ahora Lelo pagara muy caro su largo sueño de levitación, con la baba bajándole en cascada hasta los botones de la camisa. Alberto, un ludópata con los ojos desorbitados de quien se ahorca, le notificó el despido con una calma chicha, como si hubiera estado ensayando su monólogo desde el cuarto de primaria, ya habituado a la debacle financiera por el vicio de sus apuestas, fríamente resignado al escarmiento del cielo. 

—¡Váyase al diablo, mamagüevo! —le dijo Lelo, aunque consciente de que eran numerosas las ocasiones en que lo habían encontrado dormido. Sintió una satisfacción casi orgásmica al pronunciar esas cuatro palabras. Alberto no se inmutó. Se había asegurado primero de guardar la escopeta que portaba Lelo, antes de solicitarle que pasara por su oficina. Le dio la noticia que ponía término a su vínculo laboral, lo único que los unía en el mustio zoológico de sus vidas agrestes. 

A Lelo le tenía sin cuidado si Alberto se tiraba del puente o se convertía en monje o francotirador después de todo lo que había oído de él y su familia en su año en la ferretería, pero en cuanto a sí mismo, quedarse sin trabajo era una hecatombe personal de consecuencias que no quería empezar a calcular mientras la cabeza se le volvía un dédalo en su trayecto en motoconcho hasta la casa. Le diría a su esposa Margarita la verdad, como si jurara sobre la Biblia en un tribunal. Si su esposa empezaba con un sermón, no terminarían en una discusión como la de ayer por el nieto postizo, el endemoniado gadareno, Danny, de quien estaba seguro que era no solo un tecato sino un asesino, y que no había caído preso porque según la voz popular, al profesor lo había mandado a matar una prestante figura del orbe político. Eso lo sabía todo el mundo. Lelo insistía en que corrían peligro para forzar a que el muchacho volviera a Panamá, pero sabía que nada les ocurriría a ellos. Cada vez que iba al mercado a comprar víveres, obtenía nuevas informaciones. Les creía más a los mercaderes que al FBI. 

A Danny tendría que soportarlo, no fuera a ser que un buen día le sacara el mondongo, como hicieron él y Carlitos con el profesor, quien, según lo que dijo un mercader a otro y este a Lelo, había sido fiscal anteriormente en Barahona, diez años atrás. En su juventud a Lelo le había gustado la abogacía. Quizás él mismo habría sido un flamante fiscal, aunque se expusiera al peligro, quién sabe si igual o más que vigilando una ferretería en madrugadas estrelladas que parecían prolongarse un milenio. 

A pesar de todo, Lelo se sintió dichoso de que los ladrones hubieran tenido el tacto de robar y no hacerle daño. También podía ser una farsa el relato de su jefe. Cuando salió de la ferretería, no notó ningún signo de violencia en la cerradura. 

Veré una verruga del tamaño de un gandul en la nuca del motoconcho cuando entremos a mi barrio y me imaginaré el semblante de mi esposa Margarita, más fea que cuando la conocí, una avispa antipática que no sabré por qué aun querré un poco. Como siempre en la mañana, veré a los estudiantes de pantalón o falda caqui y camisa azul cielo que caminarán a la Escuela Primaria Evaristo Araujo. Desearé haber tenido un nieto de verdad que no estudiara mañas sino lecciones de aritmética y cada verano volviera a casa con una medalla barata pero inolvidable de estudiante meritorio. Me apearé de la motocicleta y le pagaré al conductor, que dirá gracias, don, con un acento cibaeño y que a su ida dejará una estela de humo, y toseré como en la madrugada anterior. Seguiré tosiendo. Abriré la puerta y vislumbraré a Margarita en la cocina. El resto de los acontecimientos, en los próximos minutos de esa mañana insignificante, me los imaginaré antes de que ocurran, y mi predicción no fallará. Le contaré a Margarita por qué me echaron del trabajo. Ella empezará a culparme con un sermón histérico y le romperé la boca de una sola trompada.

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Juan Hernández Inirio (La Romana, RD, 1991. Ha publicado los poemarios Cantar de hojas muertas (2010), Musa de un suicida (2014) y El oráculo ardiendo (2016). Es licenciado en Educación mención Letras Magna Cum Laude, por la Universidad Dominicana O&M. Es director provincial de Cultura de La Romana y fundador de la feria provincial del libro de su ciudad natal.