El barbero del Estado
Bertrand Russell. In memoriam
En aquel pueblo, afeitarse no era cuestión de estética, sino de obediencia. El decreto lo decía con precisión quirúrgica:
“El barbero afeita a todos los hombres que no se afeitan a sí mismos, y solo a esos.”
No era una regla, era un mandamiento. El barbero no cortaba pelos: recortaba la lógica hasta dejarla al ras.
El problema surgió el día en que alguien preguntó: —¿Y quién afeita al barbero?
Esa frase, tan pequeña, cayó como navaja en agua quieta. El Estado reaccionó con la rapidez de una cuchilla oxidada: censuró la pregunta, confiscó las barberías y anunció que dudar era un acto de insalubridad nacional.
El barbero, mientras tanto, se miraba al espejo cada mañana. La barba crecía como selva en huelga, como protesta muda en su propio rostro. Si se afeitaba, traicionaba la norma; si no lo hacía, también. Había quedado atrapado entre dos filos, como cuello en guillotina.
Los periódicos –peines de la propaganda y de la desinformación– anunciaban cada día:
“Nuestro barbero luce impecable, símbolo de pureza y disciplina.”
Y el pueblo, viendo aquel rostro enmarañado, asentía con convicción: —¡Qué afeitado tan perfecto!
Porque en ese lugar la mentira no era error: era política de Estado.
El barbero comprendió, entonces, que su oficio no era cortar barbas, sino cortar la duda. Que su verdadera función era servir como paradoja viviente: un enigma con tijeras que mantenía ocupada la mente del pueblo mientras otros, en oficinas con cortinas pesadas, afeitaban libertades al ras.
Los vecinos repetían el eslogan con fe de coro: —El barbero afeita a todos los que no se afeitan a sí mismos.
Hasta los niños lo aprendían de memoria, como si fuera tabla de multiplicar o plegaria dominical.
Quien se atrevía a disentir “pero su barba llega al suelo” era acusado de cismático, enemigo de la lógica oficial, traidor a la patria del bigote alineado.
La paradoja se convirtió en costumbre. Y la costumbre, en ley. Y la ley, en dogma.
El barbero, ahogado entre pelos y silencios, rio con ironía: —Yo no afeito a los hombres, los gobiernos los afeitan a ellos. Yo solo soy la espuma con la que disimulan el corte.
Y así murió, barbudo como un bosque prohibido.
Pero en su epitafio, escrito por decreto, se podía leer: Aquí yace el barbero del Estado: eternamente afeitado.
Condones en La Habana
Dicen que el Caribe es una geografía de fantasmas domesticados. Aquí los muertos bailan en las esquinas, las ciudades mastican su propia ceniza, y las cosas más banales esconden un destino.
Cada mañana, cuando la humedad del amanecer aún resbalaba por las piedras del malecón habanero, yo salía a caminar con la sospecha de que La Habana me vigilaba. Los perros flacos me olían los pasos, los borrachos me saludaban con reverencias como si yo fuera un ministro espectral, y las olas, siempre al acecho, parecían repetir: “algún día nos tragaremos toda esta isla, como si fuera una hostia mal consagrada”.
La Habana nunca duerme: se disfraza de cadáver por la noche, pero en realidad vigila a los vivos que la pisan y escucha cada rumor, incluso el de las piedras cuando rezan con saliva ajena. Lo que más me inquietaba, sin embargo, no eran los hombres ni el mar, sino las cajitas de preservativos esparcidas en la acera, como confeti de una orgía que el Estado había olvidado limpiar. Eran pequeños ataúdes de cartón, abandonados tras un velorio erótico que nadie se atrevía a mencionar en voz alta.
Al principio pensé lo obvio: los cubanos copulaban bajo la luna y dejaban los envoltorios como testigos de su virilidad patriótica. El malecón, concluí, se había convertido en el mayor motel al aire libre del Caribe: una orgía revolucionaria con vistas al mar, donde los aplausos eran sustituidos por las olas golpeando los muros de piedra. Imaginé cuerpos entrelazados bajo la luna, sudores confundidos con espuma marina, jadeos sincronizados con la respiración asmática de la ciudad.
Fue en ese instante cuando comprendí que el malecón era, al mismo tiempo, alcoba y altar. Un templo portátil de una liturgia donde el placer tenía vocación de himno nacional. Los preservativos, como hostias usadas, quedaban ahí tirados al amanecer, esperando quizá que algún funcionario de sanidad los recogiera y los contabilizara en las estadísticas del sacrificio patriótico. Porque en Cuba, hasta fornicar podía convertirse en un acto administrativo.
Pero la verdad, como siempre, suele ser más perversa. Y yo lo descubrí el día en que entendí que el malecón tenía otro secreto.
En la fábrica donde trabajaba por aquellos días había un joven obrero, de esos que cargan herramientas oxidadas como si fueran reliquias revolucionarias. Un día lo vi, con el gesto serio de quien sabe que la vida es una broma demasiado larga. Le pregunté si también él se entretenía en esas liturgias nocturnas del malecón. Sonrió con una risa húmeda, mezcla de salitre y desesperanza, y me dijo: —No, socio. Yo pesco. Su jefe, un hombre con bigote de policía jubilado, intervino en tono conspirador: —Ese muchacho no anda en lo que usted piensa.
Él pesca. Es aficionado a la pesca con vara y suele instalarse frente al Hotel Meliá Cohiba.
El hotel, visto desde el mar, parece más una prisión de lujo que un lugar para turistas. Intrigado, hablé con él otra mañana. Me contó que atrapaba pulpos y cojinúas, pero lo verdaderamente fascinante eran los calamares. Y ahí vino la revelación: para pescarlos, inflaba tres preservativos, como globos translúcidos que flotaban sobre las olas. Los llamaba sus “santos guardianes”. El anzuelo colgaba debajo, invisible, esperando al incauto molusco. Cuando el calamar picaba, los globos bailaban en el agua como si estuvieran poseídos por un demonio submarino. Yo escuchaba su relato con una mezcla de espanto y admiración. Había resuelto el misterio: las cajas de preservativos en las aceras no eran vestigios de orgías proletarias, sino restos de un ritual pesquero delirante.
Sin embargo, desde ese día, el malecón ya no fue el mismo para mí. Las olas dejaron de ser olas. Los preservativos que flotaban en el agua eran ojos, globos oculares de látex inflados que observaban la ciudad, acusándola de su miseria. Y cuando caía la noche, juraría que algunos de ellos regresaban a tierra firme, reptando hasta las aceras para hincharse otra vez de viento y secreto.
Un globo apareció una madrugada pegado a la puerta de una iglesia. Otro colgaba de un balcón, latiendo como un corazón que había escapado del pecho de alguien. Nadie los recogía, nadie los nombraba.
Cada ciudad caribeña tiene sus supersticiones. Unos rezan a santos, otros a difuntos. En La Habana los dioses prefieren condones inflados. Y uno aprende, con el tiempo, a no confundir los desechos de la noche con simples basuras: pueden ser anzuelos de la providencia.
Desde aquel día ya no piso las cajitas vacías. Les hago reverencia. Porque nunca se sabe: no vaya a ser que se inflen solas y vengan por mí.
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Ariosto Antonio D’Meza es escritor en español y checo, además de cineasta. Reside en Praga.