En primer lugar, la sangre actúa sin deducción, sin dilación. De hecho, está actuando desde antes. La sangre está ahí antes que uno mismo, antes que la noción que yo pueda tener de mí mismo. Y no hay modo de evitarlo. Una vulgar cortada en un dedo. Limpiar y asomarse a ver los contornos de la herida, pero la sangre vuelve a brotar, no se interrumpe y, como es cortada común, ni modo de ver los vasos de los que brota, sus fuentes, sus orígenes. Acude y se apropia del tajo; esa extraña experiencia de luchar uno, con la mirada y los otros dedos, para ver, contra la sangre. Trapitos, kleenex: uno quiere ver el daño, pero la propia sangre parece tener una voluntad –mejor, más precisa, aunque ciega– que actúa sin el sujeto de la volición ni de la percepción inteligente. Yo puedo pensar en curita, merthiolate, agua oxigenada, lavar, jabón, agua; la sangre sabe lo suyo –es un modo de decirlo–, hace lo suyo. Después, yo puedo pensar en plaquetas, infección, esparadrapo… La persona que soy mientras pienso salió sobrando con una superfluidad cómica. Pareciera –conste que es un close up de cualquier experiencia común, sencilla, que suena enorme por virtud del enfoque– que el cuerpo es un campito de batalla entre la sangre y el sujeto mental.

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El olor a sangre es uno de esos olores separados: el cuerpo reacciona por su cuenta, y antes que la mente o el discernimiento. Una incomodidad, desasosiego, se erizan los pelos de la nuca, se encorvan un poco –un poco– las piernas, como listas para correr. Quizás el animal que todavía somos ya no recuerda si es presa o depredador. Luego llega la mente y uno distingue el crúor dulzón.

Es un olor elaborado, complejo, y sin embargo crudo.

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Gusto. Si es una poca, cómo no: el dedo pinchado, a la boca; el labio partido, la costrita arrancada. Si la herida es seria, ni de chiste. He visto a un par de locos, después de una novillada, pedir, y bebérselo, un vaso de la sangre del novillo. “Sientes toda la energía”. Rancheros de ciudad. En el medio urbano, la impresión es justo la contraria: uno piensa en toxinas, contagio, veneno.

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Por ejemplo. Trate el lector de dibujar sangre. No digo alguien sangrando; digo aislada, sola, la sangre.

Puedo dibujar un corazón, realista o abstracto; puedo dibujar un cerebro, pulmones, una casa, un coche, manos, aviones, peces, pelotas, un ojo, la cabeza, quizás incluso pudiera dibujar humo. Pero no sé cómo dibujar sangre.

Sin embargo, abunda en la historia de las artes plásticas, pero siempre en contexto. Una suposición narrativa de algo que le sucedió a alguien. Y, de hecho, está ahí de un modo central y lateral a la vez. Y es que no es objeto, no es cosa sino proceso, acontecimiento…

Recuerdo la escena de “Psycho”, la película de Hitchcock. Y se me ocurre que, como la sangre de Abel, la sangre de la escena habla, clama, si no a Yahvé, al espectador. No es el clamor de la justicia elemental; es algo del orden del miedo pánico. ¿Por qué sigue resultando tan sobrecogedora? Quizás el uso del blanco y negro. Rodar la escena de la regadera en color hubiera resultado insoportable; habría desbalagado, con el rojo, toda la tensión, el horror de los actos, hacia un vertedero de sanguaza, vulgar como aquella escena de “Scarface” en que descuartizan a un narco, también en el baño. La pura presencia del rojo en la pantalla habría descompuesto la película entera. Hitchcock usó chocolate para semejar la sangre. Otra elección genial: tiene textura, su escurrimiento es distinto del agua, parece en efecto un tejido vivo. Me gustaría poder escribir un ensayo con esa misma discreción: sin escándalos escarlatas, sin vulgaridad cruenta.

 Y, por último, el título: “Psycho”, un puro prefijo. Es un nombre perfecto, si tomamos en cuenta que, desde los orígenes griegos, la sangre ha sido psyché misma o su morada dentro del cuerpo. Quiero contar cómo Psyché –una deidad, la concubina del amor, pero también nuestra parte inmortal, nuestra vía de pensamiento– perdió primero el acento, se convirtió en “Psique” y se mudó a vivir nada más a la cabeza, y acabó, finalmente, convertida en el mero prefijo donde ronda la locura. Y, como sobre esto tengo algo que decir, mejor comenzar por el principio.

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Julio Hubard nació en la Ciudad de México, en 1962. Poeta, ensayista, editor y traductor. Estudió Filosofía en la FFyL de la UNAM. Ha sido director general de Editorial Tule Multimedia; director literario de Tusquets Editores de México; subdirector de la revista Este País y editor asociado de la revista Letras Libres. Miembro de los consejos de redacción de Biblioteca de México, La Gaceta del FCE, Textual y Vuelta.