Nununa había soñado que estaba embarazada y para evitarse problemas con su familia, sobre todo con su madre, decidió guardar silencio, hasta ver qué iba a pasar con su regla. Su madre siempre le había advertido que una mujer no bien queda embarazada su naturaleza cambia. Ella aguardaba, pacientemente, que eso pasara. Por fin estaba preñada después de haberlo soñado tanto, que hasta vergüenza le daba pensarlo, pero el posible hijo de sus entrañas apagaba cualquier pensamiento ingrato, que pudiera afectar a la criatura, en caso de que no fuera cierto, pero lo era. “Y era tan real… sino fuera…”, pensaba una y otra vez. 

     Nununa es hija de los Ortegas, casi solterona y no porque no fuera una mujer hecha y derecha con todos los atributos de cualquier mujer, excepto por un detalle, Nununa era muy fea, mala de ver hasta en sueño. Su fealdad la hace ver como una mujer rara. Otra cosa, por la que nadie se metía con Nununa: era trujillista. Vivía diciendo, que Trujillo era su novio. Un día de diciembre dijo que iba a ver al Jefe a la Hacienda María. Al volver a su casa en la tardecita. Dijo: “Jamás iba a tener, en su vida, un día tan especial como ese”.

     Nadie en el barrio se metía con ella, sin importar que se reían por detrás, pero jamás delante de Nununa, por miedo de que fuera y los chivateara, diciendo cualquier cosa, y de seguro que le iban a poner caso. Los calieses se encargaría del resto de ese infeliz, de que no volviera a parecer jamás.

     Pasó el tiempo, y a Nununa no le llegó la regla en las semanas siguientes. Si se lo preguntaran a la madre, doña Eufrasia, iba a decir que la loca de su hija ha sido toda su vida un desorden mayúsculo con su menstruación, y colorín colorado… 

     Ahora era cuestión de tiempo para que sus padres lo supieran. 

     Su prima Adela, de parte de madre, vino de visita donde su tía. Se le quedó mirando de arriba abajo…

    –Bueno, prima. La veo rara y además un poco más gordita que el mes pasado. Lo que usted esté haciendo por ahí, a escondidas, será mejor que desembuche rápido antes de que empiece a arder el rancho. Creo que usted sabe a qué me refiero. 

     Nununa se quedó con la boca abierta, pensando:

     “Ahora sino tengo dudas. Estoy embarazada del hombre más importante del este país, mi dueño. Esta misma noche se lo comunicó a mis padres. No creo que lo pondrán en duda, en lo que se refiere al padre de mi hijo. Nunca le hablo mentiras”.

     –¿De qué usted habla, prima Adela? Yo no soy como ustedes (Adela tenía otras hermanas y ella a José). Si no se acuerda ustedes están tan solteronas como yo.

     –Sí, pero no somos tan fea, ¿atrévase a decir que no, que usted pica de fea?

     –Yo no tengo la culpa, y ese es mi consuelo, pero como quiera ya le tengo una sorpresita a ustedes. Si antes no se mueren de un ataque al corazón, no creo que puedan volver a hablar por una semana.

     –Alguien le hizo el favor… para luego arrepentirse, maldecir la hora –dijo riendo, Adela.

     –¿Hice qué? ¿Qué usted insinúa, prima Adela?

     –Yo, nada digo…

     –Cada ofensa que ustedes me han indilgado, las van a pagar caro. De eso me voy a encargar yo en persona. Lo juro.

    –Déjese de bobada y diga quién le hizo el favor.

     –¿De qué? ¡Cóño!

     Adela volvió y se envolvió en una risotada como si le hubiesen contado el mejor chiste de mundo. Le encantaba darle cuerda a Adela. Lamentaba no venir más a menudo donde su tía Eufrasia.

     –Ahora mismo le voy a decir a tía lo que sospecho. ¡Increíble que usted haya encontrado quien le hiciera el favor! –Reiteró Adela, pero al ver que Nununa no le puso caso, se le olvidó decírselo a su tía Eufrasia.

     El barrio entero empezó a ver el cambio en el cuerpo de Nununa, menos sus padres. Empezaron a hablar porque Nununa se le soltó la lengua, cuando los muchachos de la escuela, al pasar por el frente de su casa, les sacaban la lengua y les voceaban cosas. Cosa frecuente el burlarse de la pobre Nununa. 

     Una mañana…

    –Mamá tengo que decirle algo. No me llega la regla desde hace dos meses y tuve un sueño rarísimo. Soñé que estaba embarazada y que el padre de ese hijo es mí venerado Jefe.

     –¡María Santísima, muchacha de Dios! ¡Qué estás diciendo! Ahí estás otra vez con los disparates. No me vale decirte que no te metas ni con su nombre.  ¿De dónde te sale a ti eso, mi hija? Entiéndelo que no hay hombre para ti, ya quisiera yo que lo hubiera. A ver, dime el sueño. 

     –Me da vergüenza, madre, hablar eso con usted.

    –No se te olvide que fui yo quien te parió, no hay féferes tuyos que yo no me lo sepa de memoria.

     Nununa que nunca salía de la casa y lo más lejos que llegaba era a la bodega sola, además de acompañar a su madre al Mercado Modelo y las gentes se les quedaba mirando, boquiabierto con su cuerpazo (Eufrasia decía que tenía el mismo cuerpo cuando joven). Nununa paraba el poco tránsito de por donde vivía, aunque la pobre no percibía nada de eso, aunque se lo dijeran cara a cara. Así andaban las cosas con sus veinte años cumplidos. 

     El vientre continuaba creciendo.

     Fue cuando Nununa oyó por la radio que en el próximo mes era la inauguración de la Feria de la Paz y la Confraternidad de los Pueblos, celebrando no sabe qué cosa del país, se propuso ir. 

     Indudablemente que Nununa era admiradora de Trujillo, pues su cuarto estaba tapizado de retratos del Jefe, de periódicos y revistas. Su sueño era tener un busto de los que tenían los ricos, con la figura de su amado tallado en metal. 

     Como su admiración era ciega y no podía ser de otro modo, su padre Melanio, que por lo bajo acababa con Trujillo, optó, que por nada del mundo atreverse a pronunciar un suspiro en contra del Jefe delante de Nununa, bajo el temor que no había que explicar. A Melanio no le cabía la menor duda, que su adorable, la otrora niña de sus ojos, era capaz de vocearlo en la calle o ir al cuartel y denunciarlo.

     En la mañana Nununa le dijo a Eufrasia, que quería ir a la Feria.

      –Es libre la entrada, madre. Lo oí en la radio. Quiero ir a ver al padre de mí… Además, quiero que me lleve papá.

      –¿Por qué tú padre, hija?

      –Porque yo lo quiero y sé que él no se va a negar. 

     –¡Ah! Otra cosa mi hija, deja de estar hablando lo de tu embarazo y lo que pasa es que has engordado. Me preocupa tu gordura. Ayer, cuando te bañabas, quise entrar, pero tenías la puerta cerrada, cosa que nunca sucede. Te voy a llevar al médico.

     –Ya se lo dije, madre. Es que estoy embarazada.

Eufrasia sonrió.

      –Ah, mi hija; ya quisiera yo que fuera una mujer como cualquier otra; es decir, que no tuviera el problema que tienes.

     –¿Y qué tipo de problemas tengo yo? ¿Qué soy fea? No lo creo. Soy como cualquier mujer de las calles y de las que vienen aquí. No sé por qué usted se encuentra raro eso que le digo, que estoy embarazada del hombre más maravilloso de este país. Sucedió en un sueño.  

      – ¿Y qué fue lo que sucedió en tu sueño, mi hija?  

     –Le dije el otro día, que me daba vergüenza hablar de eso. Yo sé cómo se hacen los niños…

     –¿Dónde? Apenas sales al patio y lo más lejos que llegas es a la bodega, excepto el viaje a la Hacienda María, sola, que fuiste hace un tiempo. Aquí solo estamos tu padre, José, tu hermano y yo.

     –Y no le basta a usted con que yo le diga lo que me pasa. Fíjese en mi vientre –levantándose la blusa hasta la altura de la cara. ¿Usted ve como me está creciendo el vientre, ¿acaso eso gordura? 

     Eufrasia tembló y no de alegría sino de temor.

     –A ver, –primero, llevó las manos al vientre de Nununa, luego llevó sus oídos al vientre. Al tantea con las manos sintió que algo se movía dentro de ella; con los oídos, las tripas…

     No bien tocó Eufrasia el vientre, empezó a cambiar la expresión de su cara. Dejó salir un grito.

     –Si no fuera fin de semana nos fuéramos para el Hospital Padre Billini. Eso no puede ser cierto, ¡Dios mío! ¿Quién es el padre, dímelo?

     –Ya se lo dije.

     Al otro día la llevó al médico para confirmar lo irreversible.

     A la semana de llegar de la Feria de la Paz, dedicada a la hija del Jefe y a la confraternidad de los pueblos, le dijo a su madre, que no pudo acercársele, por más que lo intentó, a Trujillo. Entonces decidió que iba a ir al Palacio Presidencial para informarle al Jefe que iba a tener un hijo suyo. Al volver del Palacio le dijo a su madre que, de ahora en adelante, por la manera en que la trataron en el Palacio, para el Jefe ver su hijo iba a tener que mandarla a buscar. 

     Está demás decir que nació el niño y Eufrasia y Melanio no se cansaban de mirarlo e indudablemente tenía un parecido, ¿y si era verdad lo que Nununa decía? Nacido el niño Nununa nunca dejó de salir a la calle y caminar, orgullosa, con el niño en las calles de la capital. Cuando mataron al Jefe, velándolo en el Palacio Presidencial, vistió con lo mejor de su ropero, al niño, al igual que ella se puso un vestido negro, que había obligado como quien dice, a fuerza de ruegos que Eufrasia, le confesionara (la madre era costurera) una semana antes del ajusticiamiento del Jefe, como una premonición. 

     Fue al velatorio con el niño a que le diera el último adiós a su padre. Al volver dijo que era su viuda y no le pusieron caso y que en cualquier momento volvería a casarse. De eso hace cincuenta años. 

     Un niño con la cara coloradita y la nariz respingada, le muestra a otro el retrato de su padre, fallecido a un amiguito de visita en su casa. El visitante le dice que su padre se parece a un retrato de un personaje del libro de historia. El otro le responde:

     –El otro retrato, de al lado, es Nununa, mi abuela. La que saludaste cuando entraste a la casa. Yo soy el hijo de ese hombre. La gente decía que mi abuela estaba loca, pero sé que todo lo que me decía era cierto. 

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Amable Mejía es poeta y narrador. Doctor en derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Autor de El amor y la baratija, El otro cielo y Primavera sin premura, novela.