Aún recuerdo la principal impresión de mi primera lectura de Álvaro Mutis (Colombia, 1923), hace ya muchos años (eran los ochenta), de su libro Caravansary: la exuberancia y la extraordinaria fuerza del lenguaje, la seguridad de la prosa para nombrar misteriosamente las cosas. Tal impresión sobrevivió muchos años en mis lecturas de otros autores y otros libros de Mutis. Cuando leí Los emisarios (1984), muchas cosas me desconcertaron, pero no atiné a identificarlas. Leí nuevamente Caravansary (1981) y me atrajo la atmósfera de su transformación espiritual. Los espacios desde los que habla Álvaro Mutis desde su primer libro, La balanza (1948), Los elementos del desastre (1953), pasando por la Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1965) hasta CrónicaRegia y alabanza del reino (1985), un Homenaje y siete nocturnos (1986) y a Poemas dispersos (1988), se corresponden con sus desdoblamientos. Las transmutaciones señalan un distanciamiento objetivizante que presenta los hechos desprovistos de drama o pathos que pudiera trivializarlos.
La materia que poetiza Mutis se humaniza en la palabra que transmite. Es una palabra que envuelve el desarraigo de una existencia humana que es trágica, pero no podría ser de otra manera. Se conforma, así, un discurso hecho de elementos de una realidad conocida, pero es un discurso de lucidez desusada por los nuevos valores que el lenguaje conquista.
La obra de este autor se ofrece desde territorios ajenos, desde un destierro emocional y físico del personaje. Algunos de los rasgos que definen su producción son los diversos tipos de inter y transtextualidad, un aleccionador escepticismo lingüístico-filosófico, así como una constante fragmentación del ser y de las cosas, y, muy en particular, la cambiante aparición de un personaje que, bajo formas diversas, ocupa los varios espacios textuales e incide en todos los planos en que la obra entrega sus significados.
El personaje entra al texto portador de un inquietante linaje romántico que evoca tiempos y hechos magníficos que en el presente ya no son. La incorporación del pasado como asimilación lo hace presente sin repetirlo. Por esa sangre en que otro deviene lo mismo y el pasado presente, ¿es todavía sangre humana? ¿No está, al menos virtualmente, en trance de devenir, esa sangre inmortal que corre desde Homero hasta Mutis, por las venas de Maqroll el Gaviero y todos sus dioses? Esta naturaleza que habría hecho suyo, integrado, en su sangre, todo el pasado, ¿no lo habría hecho también en todo el porvenir? ¿No deviene aquí la memoria cuerpo glorioso?
En el poema titulado “Exilio”, del libro Los trabajos perdidos, Mutis cita la imposibilidad de aprender a nadar cuando se tiene demasiada memoria, revela su alcance lo que podía parecer una confusión entre el recuerdo y el olvido.
Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,
un espeso remanso hace girar
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos días, ciertas horas del pasado
a los que se aferra furiosamente
la materia más secreta y eficaz de mi vida.
A su rabia me uno, a su miseria
y olvido así quién soy, de donde vengo…
El texto (poema o prosa) se ofrece marcado por un aura hecha nostalgia. Por el deterioro acumulado en el tiempo y el que ya se ha transmitido al hombre. Condenado a la no permanencia más inminente, el personaje se esfuerza, sin embargo, por llevar a cabo sus últimos “trabajos perdidos” con una dedicación, humildad y resignación que convierten la tarea en heroica. Se desdobla repetidamente a lo largo de los diversos libros hasta confluir en ese personaje emblemático, summa de todos los otros que el mundo conoce con el nombre de Maqroll el Gaviero. Maqroll el Gaviero, personaje central de esta obra, carece de un origen claro, no obstante aparecer en el Caribe y en el Mediterráneo, así como en las altas sierras colombianas, o viajando a través de grandes y enfermizos ríos que arrastran podredumbres y la humedad de las minas, el viento de los páramos, la sequedad de la madera, la sombra gris en la piedra de afilar.
Todo lo que la muerte tiene de pesado, de lento, está marcado por los viajes de Maqroll el Gaviero. Los barcos cargados de almas están siempre a punto de zozobrar. Asombrosa imagen en la que sentimos que la Muerte teme morir y el ahogado sigue temiendo el naufragio. La muerte es un viaje que nunca termina, una perspectiva infinita de peligros. El peso que sobrecarga los navíos es tan grande porque las almas son defectuosas. Los navíos se dirigen siempre a los infiernos. En Mutis no hay navíos de la dicha. Los navíos de Mutis, como la barca de Caronte, son, pues, un símbolo ligado a la indestructible desgracia de los hombres que atraviesan las edades del sufrimiento. El llamado del mar es a veces tan fuerte, que puede servir para determinar distintos tipos de desastres.
La investigadora de origen colombiano, Consuelo Hernández, en su libro Álvaro Mutis: una estética del deterioro (1996), dice que todo en esta obra exhala una conciencia del deterioro; no así su lenguaje ni los recursos expresivos que escapan a cualquier efecto de decadencia. Se trata de un lenguaje muy cuidado, refinado, preciso y sin ninguna señal de debilitamiento, donde cada palabra, cada imagen, cada ritmo han sido elegidos y trabajados para que el poema, el relato o la novela logren decir lo que dicen. No hay experimentación con el lenguaje y aunque algunas veces se ve lo conversacional, nunca apela a las efímeras formas dialécticas. Sin embargo, la rigurosidad del lenguaje y su signo de fortaleza no implican la propuesta de un orden definitivo, sino un orden provisorio que es precisamente el nivel lingüístico.
Según Consuelo Hernández, la estética del deterioro mutisiana, se define a partir de los elementos en decadencia, percibidos como residuos causados por los acontecimientos, la usura del tiempo, los sedimentos subyacentes de la muerte, la destrucción causada por el uso y el desgaste, los personajes víctimas de las plagas, la sociedad en descomposición, los espacios desiertos, las vastas regiones sin nombres, las ciudades monótonas y la visión particular que Álvaro Mutis tiene del trópico:
Hay regiones en donde el hombre cava su felicidad
las breves bóvedas de un descontento sin razón y sin desasosiego.
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Noten cuanto descuido reina en estos lugares.
Parecería que el desastre ayuda a Mutis a determinar el destino del hombre. En cualquier lugar, un poblado es para Mutis aquello que le permitirá revelarnos la humanidad consecutivamente indómita y doliente. El desastre, en su propia imaginación, es un elemento material, el que recibe la muerte en su intimidad, como una esencia, como una vida sofocada, como un recuerdo de tal modo total que puede vivir inconsciente, sin ir nunca más allá de la fuerza de los sueños.
El desastre, precaución por lo ínfimo, soberanía de lo accidental. Esto nos deja reconocer que el olvido no es negación o que la negación no viene después de la (afirmación negada), sino que está relacionado con lo más antiguo, lo que vendría desde el fondo de los tiempos sin haber sino dado jamás.
Cierto es que, respecto del desastre, como dice Maurice Blanchot (1987), se muere demasiado tarde. Pero esto no nos disuade de morir, sino, que nos invita, escapando del tiempo en que siempre es demasiado tarde, a soportar la muerte inoportuna, sin nada más que el desastre como regreso. Nunca decepcionado, no por falta de decepción, sino porque la decepción es siempre insuficiente.
No diré que el desastre es absoluto, como quiere Blanchot, por el contrario, desorienta lo absoluto, va y viene, desconcierto nómada, sin embargo, con la búsqueda insensible pero intensa de lo exterior, como una resolución irresistible o imprevista que nos llegase desde el más allá de la decisión.
Nada basta a Mutis para asumir el desastre; lo cual quiere decir que, así como a Maqroll el Gaviero no le conviene la destrucción en la pureza de ruina, tampoco puede marcar sus límites la idea de totalidad: todas las cosas afectadas o destruidas, los dioses y los hombres aventureros devuelta a la ausencia, la nada en lugar de todo, es demasiado y demasiado poco.
El fracaso del personaje de Mutis no es Mayúsculo, tal vez hace vana la muerte; no se supone, aunque lo supla, al intervalo de morir. A veces el morir nos da (su razón probablemente) el sentimiento de que, si muriésemos, escaparíamos del desastre, y no de entregarnos a él –por eso la ilusión del fracaso de Maqroll el Gaviero lo libera del mismo.
Maqroll el Gaviero es un aventurero, un marino repleto de extrañas filosofías, un ambiguo contrabandista con un extraño sentido de honor, siempre enfrentado a riesgos y aventuras sin fin, mezclado en negocios más bien dudosos pero en los que su integridad moral, más atento a los hombres y a las mujeres que a las leyes y reglamentos, le lleva repetidos fracasos en puertos oscuros, sinuosos burdeles, al borde del delito pero siempre repleto de una extraña pureza, a través de la derrota y la fuga (Rafael Conte). Maqroll el Gaviero es un personaje moribundo siempre a punto de empezar:
Y así seguía indefinidamente mientras el ruido de las aguas
ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus carnes laceradas
por los oficios más variados y oscuros.
Poder verbal e imaginario: poder, en primer término, de metamorfosis. Y metamorfosis, en primer término, a su vez, de la persona. En efecto, el yo poético de Mutis es una continua traslación: máscara, metáfora, invenciones. Casi ninguno de sus textos es la expresión de un yo elocutivo personal o meramente biográfico: elocutivo, ese yo es el de un observador distante y a la vez implicado en lo que ve, o de un “personaje”. De manera significativa, como es perceptible en un texto, la naturaleza del yo íntimo es la no existencia (ese que no fuiste, ese que se murió/de tanto ser tú mismo lo que eres), y, más revelador aún, es en esa ya imposible encarnación del yo donde éste pudo encontrar la clave de (su) breve dicha sobre la tierra.
La obra de Mutis revela el mapa de las fuerzas deteriorantes que trabaja en el ser humano, en la naturaleza y en la sociedad. El deterioro es una fuerza resultante de la usura del tiempo que va trabajando sin medida ni término a hombres y a mujeres, desgastando no sólo su cuerpo sino sus más preciosas esencias emocionales y espirituales. Es la fuerza que va comiendo, digámoslo así, a todo ser viviente.
En Mutis esta es la conciencia que se privilegia y allí reside el decir de su poética y el principio de enunciación de su narrativa. El dolor funciona en la obra como una categoría aglutinante que adquiere un poderoso relieve de desgaste. Lo más obvio es el desgaste físico del ser humano que además forma parte central de todos sus textos. Iniciando con un hecho tan visible como la enfermedad, la progresión va en aumento pasando por la miseria, el olvido, la angustia y la soledad (todas ellas experiencias indicadoras de fracaso y de desorden), hasta llegar al hecho que le da y simultáneamente le quita toda significación a la vida: la muerte.
Cualquiera que sea la perspectiva que entonces se adopte esa identidad se ha perdido (el yo deseado) o permanece, pero sólo precariamente (el yo biográfico). Este hecho, sin embargo, no deja de ser estimulante; le permite a Mutis la fabulación de otro yo, de otras vidas y fantasmas.
Cuando relato mis trashumancias, dice Mutis, mis caídas, mis delirios… y mis secretas orgías, lo hago únicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruñidos de cavernas con los que podría más eficazmente decir lo que en verdad siento y lo que soy.
Esto se debe a la dialéctica del desgarramiento del yo, en la cual uno de los factores no deja de ser su propio contrario. No puede darse una definición directa (no dialéctica), ninguna forma de desesperación; es preciso que siempre una forma refleje a su contraria. Sin dialéctica se puede describir el estado del desesperado en la desesperación, como hace Mutis, dejando que Maqroll el Gaviero hable por sí mismo. Pero la desesperación no se define en Maqroll el Gaviero, sino por su contrario; y para que ella tenga un valor artístico, la expresión de desesperación es una situación deseada del valor contrario de los personajes de Mutis. Por lo tanto, en la vida ficticia de Maqroll el Gaviero, que ya se cree infinita o que quiere serlo, cada instante mismo es desesperación y angustia.
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Plinio Chahín es poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).