Mi madre pudo dejar su país, nunca la guerra. Sus
lágrimas se transformaban en dudas antes de
encontrar el rumbo exigido para estar en la realidad y,
desde ahí, responderle a la vida.
A su lado, papá se concentraba en memorizar las páginas que el
diario Политика dedicó al Mariscal Tito.
Entre esos dos universos se abría un agujero negro.
Cuando Fabrizio llegó ya había muerto.
Su cuerpo cubierto de rocío pareció hablarme en un idioma
diferente a los demás.
No, yo no quise viajar a Disneylandia.
Tampoco a Harvard.
Era lo mismo.
2
El yo no es algo que es, sino algo que será. Es una tarea.
Soren Kierkegaard
Vivo en La Cantuta.
Mi casa está bien al fondo.
Es visible después de cruzar el parque.
Las flores, me digo, debieran preservarse
para el uso exclusivo de los horticultores
en vez de malversarse, o bien en el ornato,
o como pausas, idóneas para el fomento de
la poesía urbana con la conciliación de términos
opuestos entre sí, pero establecidos de modo
tal que la idea de vivir en La Cantuta apenas
sobrevive, aunque la casa ya se perdió de una
buena parte de esta conversación. Como también
del sentido real de lo que es: una confusión
originada en los límites del concepto
liberal de pertenencia.
La escritura no.
Fundamentalmente por la fuerza
centrífuga de, al menos, la mitad de
poemas escritos con el propósito de
estar más cerca, acorde con la didáctica
del Manual para dummies.
¿Podré cumplir con las distintas
tareas exigidas por una composición
poética después de aceptar la validez
del axioma: la escritura es una
pérdida?
Jamás encontraremos algo sobre lo que
se versa, de versar, un verbo anacrónico
utilizado cientos de veces
en dicho manual.
Hoy sostenemos un diálogo surgido con
la ausencia que discurre en el presente,
abismado en el infinitivo de la evocación,
la misma que me obliga a advertirles:
mejor no vengan a mi casa.
La Cantuta no es atractiva, ni siquiera por
su afinidad nominal con la flor sagrada:
Jantu.
Flor de inca.
Patujú, en Bolivia.
Era fúnebre.
Y por ende finita.
Pero esa es otra novela.
15
A León Félix Batista
No fue en una fiesta patronal.
Ocurrió en mi cumpleaños el mismo día
que alcancé el medio siglo, un poco
más allá de la mitad del camino.
No como Dante. Sin una clara
noción del infierno.
—50 es igual —me confió cómplice León.
Tal vez por ello descarté meditar alrededor
del efecto del Viagra sobre la hipocondría.
Cantar My Way, pero a mi manera.
O adulterar diligente una caterva de lexemas
en una probable edición de Mis memorias,
aunque intenté estar afuera desde
que decidí escribir contra mí.
No sé si esto constituya una praxis política
o una estrategia musical. Pero funciona
en la medida que nombra la realidad
con nuevos sustantivos.
19
—Quizá —le digo a Beto— ya nos llegó la hora
de acordar una tregua después de negociar
las palabras reveladas en la física del poema.
Aunque cada una responda a factores
cibernéticos en los cuales la letra obra
al margen del concepto autoral.
—Es un código —me respondió apenas
la idea del poema quiso aparecerse
como la Antikythera descubierta
en un barco hundido en el fondo del mar griego
— o la prehistoria de lo que se pudo
descifrar después de oír la caja negra
de un aeroplano: un registro sonoro
del trayecto que, en sí era algo pasado.
Como ese barco hundido en el momento
mismo en que escribí vivo, pero sujeto a
los esquemas aurorales del siglo XX.
Una presciencia, si consideramos la
costumbre de dejar la puerta entreabierta,
evitando que mi apego por ese esquema
clásico me mantenga al margen de lo
contemporáneo cuajando toda una filosofía
de vida en la cual el futuro se conquista con
la pérdida que trajo consigo la caída
registrada en esa caja negra.
Su audición no es apta para los estudiantes
de la Facultad de Literatura, víctimas de un
concepto erróneo de trascendencia.
Lo recuerdo cada vez que me acerco a la
puerta y escucho al futuro precipitándose en
una acción calculada, a tal velocidad que el
mañana aparece sin los contenidos
necesarios para ser confiable.
Nos sucedió igual cuando tocó estructurar el pasado.
Esto poco le incumbe al barrio.
Oscurece.
Oscuro, redundó un bolero.
Los estudiantes dejaron las botellas
vacías de algo que huele a
adulterado.
Explico a las moscas:
el licor no huele amoníaco.
Es otra cosa.
Bien random.

Nota del autor
Malincuor comenzó a escribirse en el mes de febrero del 2016. Parte este proyecto fue publicado en los cuadernos Y un tren lento apareció por la curva (Ay del seis Poesía, Madrid, 2017), y Las interferencias (Ay del seis Poesía, Madrid, 2019). Durante este lapso de tiempo el proyecto original se sostuvo con la idea de poner a prueba la escritura en tiempo real. Tal experimento tuvo, entre otros escenarios, a las ciudades de Lima, Ciudad de México, Guadalajara, Córdoba, Sevilla, Madrid, Torino, Chiavari, Roma, Verona, Florencia, Lisboa, Vigo, Marciac, París, Estambul, Capadocia, Atenas, Praga, Viena, Zagreb, Dubrovnik, Split, Opatija y Eslovenia para, finalmente, concluir su edición en La Cantuta. Se trata de un proceso, el cual fue interrumpido en dos momentos: con la muerte de mi madre (setiembre, 2016), y, parcialmente, con el confinamiento originado por la pandemia del SARS-CoV-2 (desde el 1 de diciembre de 2019 y durante 2 años, 10 meses y 13 días), hecho que, entonces, impidió el retorno a los orígenes (en la ciudad de Torino), antes de descubrir mi verdadero lugar: lejos.
Baka tenía razón.
(De: Malincuor, Maurizio Medo, Editorial Casa Vacía, Virginia, 2025; prólogo de Eduardo Espina)
—–
Maurizio Medo (Lima, 1965). Poeta, autor de, entre otros libros de poesía, Limbo para Sofía (2003), Premio de Poesía José María Eguren 2006; Manicomio (2005); Dime novel (2015), Y un tren lento apareció por la curva (2017) y Las interferencias (2019). Ha sido parcialmente traducida al inglés, francés, checo, croata, portugués e italiano. Ha coordinado las antologías de poesía latinoamericana País imaginario: Escrituras Y Transtextos.