¿Quién habla aquí? ¿Y desde qué ruina? ¿Qué es lo que queda? El libro de las apariencias (ICP, 2025), de Juan Carlos Quiñones –Premio Nacional de Cuento del Instituto de Cultura Puertorriqueña–, no se deja decir. Las apariencias, ciertamente, engañan. No es un libro en el sentido de aquello que se clausura sobre su propio sentido, sino una traza, un residuo. Un murmullo apenas audible desde el otro lado de la página: ¿espejo, pantalla?

Quiñones llegó a la narrativa puertorriqueña de la primera década del siglo XXI antes de que hubiese una literatura del siglo XXI. O tal vez fue Bruno Soreno, su doble complementario, el que se adelantó. Pero deben ser la misma persona, o al menos, creo, han hecho las paces a pesar de que Juan Carlos intentó matar a su Doppelgänger cuatro veces. Pero Bruno Soreno jamás muere, porque nunca ha vivido. Entonces, el engendro: Bruno Quiñones. O Juan Carlos Soreno. El nombre no importa. Porque los nombres, como las apariencias, también engañan.

Este texto, que por llegar encuadernado podría presumir de conjunto, resiste a la totalidad categorizadora, como ocurre con Manera de una psique sin cuerpo, del inalcanzable Macedonio Fernández. En efecto, El libro de las apariencias subvierte las categorías tradicionales de género, voz, trama y personaje en el texto para habitar el borde entre lo ficcional y lo ensayístico, entre lo filosófico y lo humorístico, y entre la metafísica y el absurdo. Se manifiesta, así, una escritura que se piensa a sí misma, que se desmaterializa en el acto de narrar, y que convierte la digresión en su forma predilecta. Fragmentos poéticos, narrativos, ensayísticos, todos ensamblados en un artefacto de alta gama.

El libro de las apariencias se compone de cuatro secciones: Furias monstruosas, Máscaras y ruinas, Desvelos y despertares y Fines de los mundos. Comienza con una pregunta y termina sin respuesta. De Bob Dylan al silencio absoluto. Del recao al mar de los sargazos.

Pero no hay fin. Solo residuos. El Libro IV, Fines de los mundos, es el libro del después. Después de la pandemia. De la tormenta. De la hecatombe. Un libro escrito desde lo que queda. Desde la erosión del yo, del lenguaje, del deseo. Un texto que imagina mundos para pensar el derrumbe del nuestro. Que no narra, sino que gime. Que no muestra, sino que murmura. Que no recuerda, sino que repite.

En “Después de la pandemia, la pandemia”, el narrador acaricia la superficie de una tableta, sin romperla, como si fuese un cuerpo y es la mejor imagen posible de nuestra posthumanidad en pañales. Como si escribir fuera, simplemente, eso: la tentativa de tocar sin tocar. “Las yemas de mis dedos aferrados a tus caderas-asas-de-ánfora”. ¿A quién toca? ¿A quién ama? La figura amada es avatar, inteligencia artificial, recuerdo, pandemia. “Hazme cóncavo, te ruego”. El texto no distingue entre carne y código. El deseo es una huella digital. Amar, ahí, es prestar atención.

El encierro de la voz que gira en espiral alrededor de la ausencia serpentea a través de una subjetividad postapocalíptica y estalla en destellos líricos de desesperación ontológica. El libro de las apariencias puede describirse rigurosamente como un híbrido espiral-meandro: una narrativa recursiva, no lineal, afectivamente inmersiva y estructuralmente insumisa.

Una voz que no dice, sino que se recuerda diciendo. “Desastre. /Lugar vacío. /No hay más nadie. Nadie. / Siempre es una fantasía. La fantasía perversa de ser el último” dice el narrador en “Después de la hecatombe, la Hecatombe”. Se escribe porque se pierde. Porque no hay otro. O porque el otro, como el virus, es invención que nos ama. Nos infecta. Nos contiene. El lenguaje se repliega. El nombre se retira.

Queda la escritura: rastro de un cuerpo que no estuvo. Como Bruno Soreno.

Mark Fisher, en el swag de la espectrología derridariana, hablaba de fantasmas y de futuros cancelados. De presentes que se estiran hasta romperse porque esperaban por el futuro que nunca llegó. En vez de avanzar, la cultura circula en bucles de repetición melancólica como los narradores de El libro de las apariencias se mueven entre recuerdos rotos, frases repetidas, imágenes fantasmales. En Quiñones, los protagonistas lloran, se masturban, caminan, pero todo ocurre en vacío: sin otro, sin público, sin horizonte. Y a todo esto, persiste la resistencia desesperada a través de la escritura, como si seguir escribiendo fuera la única forma de simular un contacto.

Portada de El libro de las apariencias de Juan Carlos Quinones

El texto de Quiñones es su respiración. Su ritmo. Su superficie rota. No hay trama. Solo loops. Sampling. Repetición espectral. Cada frase es una iteración de su desaparición.

Debe ser por ello que son textos donde no hay amor, solo tecnología del deseo. Simulacro de contacto. El goce sin objeto. El objeto se ha retirado. Como el sentido. Queda la huella. Que no representa, sino que se imprime. “Estoy adentro”, dice el narrador de “Después de la pandemia, la Pandemia”, y añade: “Amar es prestar atención”.

Adentro ¿de qué? Afuera ¿de dónde? Se ha derrumbado el horizonte. El espacio es una concavidad sin centro. El cielo es pantalla. Superficie abismal. Todo sueña. Todo se sueña. El texto se imagina como carta sin destinatario. “Esta historia no la va a leer nunca nadie. Nadie”. Decirlo es escribirlo. Escribirlo es invocar a ese nadie.

Lo que queda: un caballo blanco despanzurrado. Un olor. Una medusa fluorescente. “Un episodio irrepetible. Bello. Insoportable”. La belleza está rota. No se sostiene. No hay ojo que mire. Pero el ojo insiste. Mal ojo. Ojo espectral. “Deseé saber qué hubieras pensado de mi cuerpo desnudo”. La vergüenza es la prueba de la escritura. Prueba de que hubo otro. O de que lo hubo en el deseo.

La densidad poética, a ratos, desborda. Las imágenes se acumulan sin anclaje narrativo. Pero eso no es defecto, sino condición. El libro no causa ni concluye. Fluye. Se retuerce. Se repliega.

Y luego, el bosque. “Aokigahara, bosque mar de los sargazos”. Cuerda atada al tobillo, el narrador penetra el notorio bosque. Quien entra al bosque lo hace para no salir. Solo se llevan hilos rojos, azules, turquesa. Nunca verdes. Porque el verde no es esperanza, sino ceguera. El suicidio, como el deseo y el erotismo, se viven como actos sin destino. Pero queda la cuerda. Por si acaso. La escritura es esa cuerda. Tensa. Deshilachada. Atada a un cuerpo que ya no está.

Quien se interna en este texto se adentra en un bosque, como Aokigahara, donde lo sublime se mezcla con la putrefacción, lo lírico con lo maquínico.

El texto de Quiñones no quiere ser comprendido. Quiere ser recorrido. Como un hilo en la niebla. Como un bosque sin mapa. Como una isla sin orilla. Sin saber si hay regreso. Sin saber si hay lector. Sin saber si alguna vez hubo otro.

Y la única certeza queda en volver a leer este libro desde la extrañeza de los futuros que se ensamblan desde el Caribe.

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Elidio La Torre Lagares (Puerto Rico, 1965) es escritor, editor, docente e investigador. PhD en Literatura Puertorriqueña por la Universidad de Puerto Rico y Maestría en Creación Literaria por la Universidad Texas, El Paso. Se ha destacado como narrador de cuentos y novelas, poeta y ensayista. Fue editor jefe de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico (1998-2003), entidad de la que es profesor desde 2003.