Una escritora nacida en Ucrania
Presumiendo que todos han visto mi conferencia en la que comprendí gran parte de la vida de Clarice Lispector y las características de su “no-estilo”, tal como ella misma lo calificó, trataré de evitar en este análisis las repeticiones a este respecto. Espero, asimismo, que, disponiendo de toda esa información, hayan podido verificar en esta corta novela más allá de lo que un neófito en literatura pudiese calificar como una caricatura de una novela sentimental o de un folletín sobre la vida sin sentido de una anodina joven de pueblo llamada Macabea. Cito las palabras de la escritora sobre lo mismo: “Lo que me propongo contar parece fácil, a la mano de todos. Pero su elaboración es muy difícil. Porque tengo que dar nitidez a lo que está casi apagado, a lo que apenas veo”.
Para quienes no han leído la novela, me parece útil ofrecerles una sinopsis de la obra que podemos encontrar en cualquier análisis sobre la misma en Internet:
La hora de la estrella aborda una de esas vidas que no suelen ser dignas de ser contadas en una novela. Narra la historia de una joven nordestina que escapa a todo estereotipo de la brasileña exuberante. Ella es la mujer sin atributos, la representación de lo anodino y lo prescindible hecho carne. Lispector presenta aquí un relato profundamente urbano y carente de tropicalismo, que sigue a esta antiheroína en su discurrir por una ciudad en la que no la acompaña ni el amor, ni la salud, ni la familia, ni la esperanza. La autora construye un folletín gélido y carente de emociones en el que Macabéa, de una inocencia absoluta, vive una vida miserable sin ninguna conciencia de su situación.
Se preguntarán ustedes, entonces, la razón de mi escogencia de esta nouvelle o novella, como se llama en francés, en inglés y en italiano a una novela corta; la que nos ocupa tiene menos de 100 páginas y es de esas novelas modernas que mantiene una estructura aparentemente simple. Pues, empiezo por decirles que, aun cuando Lispector moriría solo un mes después en 1977 de un agresivo cáncer cervical, me atrevo a opinar que esta es no solo una de sus obras más autobiográficas sino también que, por la frecuencia y la profundidad en sus menciones de la palabra “muerte” –además de las abundantes reflexiones sobre la misma–, esta obra le fungió, presumiblemente, como despedida de, y una premonición de la triste realidad que le sobrevendría poco después. Me explico:
Para Vilma Arias La hora de la estrella es un salto mortal, tanto en la obra de la autora como en la tradición de la literatura brasileña. No porque se distancia de esa tradición, sino, al contrario, porque vuelve a ella, al final de su vida para tratar ese personaje nimio, de nombre Macabea. (Me permito recordar que, en su juventud, cuando necesitaba trabajar para su manutención, Clarice se vio precisada a escribir en periódicos y revistas como cronista de temas femeninos, los cuales, con sobrada razón, no eran de su predilección, por lo que, a medida que cobraba renombre y popularidad, aprovechó para retomar sus temas personales y en lo sumo particulares). En esta novela, por lo demás, nuestra autora prescinde de los elementos experimentales como los que utilizó en Cerca del corazón salvaje, o en Aprendizaje o el mundo de los placeres, como también de otras búsquedas, yo diría que obsesivas, en su interior unidas a un caudal de reflexiones íntimas, algunas desconocidas hasta por ella misma, y que utilizó en obras como La pasión según G. H. publicada en 1964. Asimismo, aquí escoge distanciarse del naturalismo social, tipo Zola en sus novelas Thérese Raquín y Le Roman Expérimental y La desheredada de Benito Pérez Galdós. En efecto, La hora de la estrella refuta el sentimentalismo contemporáneo que solemos encontrar en muchas otras obras de nuestro tiempo escritas por mujeres. Con toda honestidad, la escogí, no solo por considerarla una obra maestra, sino también para mostrar una novela de Clarice Lispector más fácilmente analizable que la intrincada y llena de reflexiones íntimas La pasión según G. H., la cual recomiendo, muy a pesar de las dificultades que podría presentar para su comprensión, porque es realmente apasionante, sorprendente y muy diferente.
Veamos cómo logra realizar todo lo antes dicho en la novela que nos incumbe:
En primer lugar, el inicio es una dedicatoria que no es sino un manifiesto estético y autobiográfico de sí misma. Aquí percibimos, desde ya, su propósito de expresarnos la obsesión que siempre mostró en buscar, en escudriñar en su interior hasta alcanzar “el alarido eterno”, cuando, al citar a sus compositores preferidos nos expresa el efecto que su música causaba en sus adentros: “…hasta el punto de que en este instante estallo en: yo. Ese yo que son ustedes porque no aguanto ser más que yo, necesito de los otros (la alteridad como necesidad) para mantenerme en pie, tonto que soy, yo torcido, en fin, qué hacer sino meditar para caer en aquel vacío pleno que solo se alcanza con la meditación”. Y, más adelante prosigue: “Medito sin palabras y sobre la nada. Lo que me confunde la vida es escribir”. Y, para terminar este folio con unas palabras donde se confiesa, sorpresivamente, como todo un católico y, en la que, además, procura redimirse, al decir: “Es una historia en tecnicolor, para que tenga algún adorno, por Dios, que yo también lo necesito. Amen, por todos nosotros.” Palabras éstas que se identifican con la última confesión que tiene lugar, comúnmente, durante la ceremonia de la administración del sacramento de la Extrema Unción de los moribundos en el ritual de la Iglesia Católica. Y he aquí el cuestionamiento del sincretismo de creencias de Clarice. A sabiendas de que nació en el seno de una familia judía, en esta obra demuestra interés sobre sus orígenes al dar el nombre de Macabea a su personaje con el cual evoca fidelidad a una creencia, a un pueblo, a una familia (Macabeos es un libro del Antiguo Testamento de la Biblia, aceptado igualmente por judíos y cristianos desde al siglo XIII). Y, justo en esa joven despojada de toda fe, de toda protección, de toda comunidad, y que proviene del vasto Nordeste seco y brutal de Brasil: el Sertao o Sertón, que no es sino la tierra a la llegó desde Ucrania la propia Clarice. No en vano, la joven ucraniana, desde su temprana edad se apegó a la tierra y a la cultura brasileñas en la que predominaba la religión católica. De ahí el sincretismo de creencias religiosas y el germen de su libertad para no sentirse atada a una tradición cultural; razón y característica fundamental de la originalidad que marcó tanto su vida como su obra. Esta dedicatoria es seguida por un juego hiperbólico de catorce posibles títulos de la obra, que representan episodios de la novela y que no insertó allí por pura casualidad, sino con un propósito determinado: el de sorprender y hacer reflexionar al lector, rasgo notorio en toda su obra.
En varios aspectos formales también, esta novela difiere de casi todas sus otras obras novelísticas. Haciendo excepción de la “la lengua menor” en la que siempre escogió escribir porque la prefería. “Y la palabra no puede ser adornada y artísticamente vana, tiene que ser solo ella”. Aun cuando una escritora dotada de su gran cultura era muy capaz de escribir en “lengua culta”, como bien dice su personaje Rodrigo S. M: “…solo consigo la simplicidad con mucho esfuerzo”. Aquí, sin embargo, escoge la estructura clásica en la redacción de un discurso que es la que consiste en Introducción o exordio, exposición o narración, argumentación y epílogo o peroración. En otras palabras, sigue un orden lógico y racional, lo que se opone a su usual manera irrazonable de narrar. En La hora de la estrella, por lo demás, Clarice (Rodrigo S.M) nos sitúa una vez más en un plano de metaobservador o “voyeur”, de esta manera añadiendo a la relación entre autor y los personajes un dominio absoluto que transmite también al diálogo constante entre autor y lector.
Reitero con otros muchos analistas, que, detrás de una trama aparentemente simple, esta novela esconde todo un cúmulo de consecuencias semánticas y psicológicas que la han puesto bajo la mira de estudios de toda índole. Entre estos, el psicoanálisis, estudios marxistas, antropológicos, culturales, poscolonialistas, feministas y sociológicos. Ha sido sometida, además, a análisis sincrónicos y diacrónicos, arqueológicos y hasta genealógicos cuyos resultados la han colocado en un sitial en el canon de la literatura latinoamericana.
Veamos pues, el orden particular, el elemento clave del discurso que establece la autora para dar forma a esta, su última obra de ficción.
Un narrador identificado como Rodrigo S. M. (Clarice), un demiurgo que impone, desde el inicio, las condiciones de orden ficcional de la novela. Este narrador que, en otras instancias podría ser omnisciente, deja de serlo tan pronto entra a jugar un rol de personaje actuante, narrando, al mismo tiempo, también los detalles de cómo concibe a Macabea y todas las circunstancias que la hacen lo que es. Es decir, nos explica con lujo de detalles el proceso de la creación de sus personajes.
“El material del que dispongo es poco y demasiado sencillo, las informaciones sobre los personajes son pocas y no muy reveladoras, informaciones estas que penosamente llegan desde mí para mí mismo: es un trabajo de carpintería. Sí, pero no olvidar que para escribir no importa qué mi material básico es la palabra. Así es que esta historia estará hecha de palabras que se agrupan en frases de las que se volatiliza un sentido secreto que sobrepasa palabras y frases”, escribe.
¿Cómo no percibir aquí el método secreto, intimista, interiorista de nuestra autora? Después de todo, es indudable que la obra de Clarice está marcada por sus emociones y sentimientos personales hasta la más mínima expresión, dejándonos, generalmente, en un estado de deslumbramiento y,aun de seducción, ante el juego de “anacolutos conceptuales” que ningún otro escritor ha podido asemejar.
Continúo y cito: “Rodrigo S. M. es un escritor agriado y hastiado, misógino (“lo que escribo podría escribirlo cualquier otro…pero tendría que ser hombre porque una escritora mujer puede lagrimear sentimentalidades”), que proyecta su creación sobre una colección de muñecos de trapo (Macabea, Olímpico novio de Macabea, Gloria, la compañera de cuarto que quitó el novio a Macabea, Madame Carlota, la cartomante que le predijo un sino equivocado conducente a su destino final, y demás personajes) que lo hastían con sus miserias, su insustancialidad y su mal gusto (todo lo cual han traído de la miseria del sertao –sertón– o pueblo del Nordeste, de donde provino la misma Clarice. “Mi perro tiene más comida que la nordestina”, dice quien llegaba a colmar su hambre dolorosa masticando un pedazo de papel y tragándolo para poder dormir sin esa horrible sensación de vacuidad fisiológica que es la necesidad de alimento. “Mi caballo libre y suelto en el pasto”, escribe Rodrigo para demostrar el sentimiento de libertad jamás sentido por Macabea en su infortunada existencia de privaciones tangibles e intangibles. Rodrigo muestra, asimismo, su sensibilidad artística, adoptando pose de marginado, que ha venido a decir las cosas como son, aun a costa del rechazo y el desprecio de su obra…
Es imposible evitar el elemento tragicómico, burlesco de los diálogos de Macabea y Olímpico. Vacuos, sin sentido; la una que no piensa, que no comprende nada en su ingenua incultura; el otro, “un macho de riña”, o sea, “un tíguere” en “español dominicano”, mas con la astucia y la malicia que adquieren los hombres pueblerinos con ínfulas de llegar a ser alguien en la “política”, siempre en la política. Como vemos, en todos nuestros países cuecen habas:
“Él: –Pues sí.
Ella: –¿Pues sí qué?
Él: –¿Yo dije pues sí?
Ella: –¿Pero “pues sí” qué?
Él: –Mejor cambiemos de conversación, porque tú no me entiendes”.
No obstante, esos diálogos tan directos, que creemos excesivamente vacuos, traslucen unos conceptos de gran relevancia para la comprensión del texto. Veamos: Cuando Macabea pregunta a Olímpico el significado de palabras tales como “mimetismo” o “cultura”, demuestra que está más cerca de filosofar que el sabiondo Olímpico, cuando este responde con nimiedades totalmente divorciadas del verdadero significado:
“Ella: –En esa radio hablan de eso de la “cultura”, y dicen palabras difíciles, por ejemplo, ¿qué quiere decir ‘electrónico’?
Silencio.
Él: –Lo sé, pero no quiero decírtelo”.
Por otro lado, y para abundar sobre la sensualidad que exhibía la joven, observamos el deseo carnal en sus exploraciones solitarias y en sus explosiones involuntarias de deseo carnal como rasgo característico del instinto animal-humano que ella es capaz de experimentar. Es decir que, aunque Macabea no sabe, quiere saber y, además, sabe preguntar, lo que demuestra que no es una “idiota” al estilo Dostoievsky: “No se trataba de una idiota, pero tenía la felicidad pura de los idiotas”. Empero, su deseo de aprender también lo vemos en todo lo que le interesa escuchar en su estación favorita. Hasta llega a inventarse un dolor de muelas para poder ausentarse de su trabajo de mecanógrafa y así lograr quedarse “sola”, a sus anchas, bailando y dándose el lujo de aburrirse, en la habitación de la calle Acre en los muelles de Río de Janeiro en el barrio del submundo del Mangue, que comparte con cuatro compañeras que llevan como primer nombre el de María. Así pues, su sensibilidad la llevó a deslumbrarse al oír la canción una furtiva lacrima, que, cito: “había sido la única cosa bellísima de su vida” y empezó a llorar. “Lloraba porque a través de la música, adivinaba que quizá había otros modos de sentir, que había existencias delicadas y hasta con cierto lujo del alma”. Todo lo cual demuestra que Macabea siempre luchó por no dejarse vencer por los deseos del escritor de denigrarla, de ningunearla, de hacer de ella un ser indigno de ser tomada en cuenta, de ser considerada, junto al cretino de Olímpico, como “seres semiabstractos”.
No puedo negar que, como mujer que soy y perteneciente a una raza que no supo despojarse del sentimentalismo romántico de una época hasta cierto punto bastante retrógrada, confieso que le he tomado un profundo cariño y hasta admiración a mi querida y desdichada Maca, quien, como resultado de buenas intenciones de parte de su amiga Gloria para resarcir su maldad por haberle distraído a Olímpico, aconsejó a nuestra curiosa nordestina visitar a Madame Carlota, la cartomante que le diría “su destino, como nunca antes lo había hecho”. Madame Carlota era una ex prostituta, obesa y obsesa con Jesús y los santos, como acostumbran todas las santeras que, tal vez para endulzarle la azarosa vida de su pasado, le predijo un destino en lo sumo venturoso. Solo que era el equivocado. Obviamente, Rodrigo (Clarice) trataba de retrasar el final de la obra haciendo todo tipo de reflexiones sobre la muerte. Es preciso señalar que Clarice moriría sorpresivamente solo un mes después de terminar esta novella.
A decir verdad, esta última parte de la obra, entre sendas dudas del escritor y mías, me produjo una sensación de profunda belleza conmovedora. Después de aprender que, por vez primera en su azarosa vida, tendría la esperanza de un futuro feliz, Macabea se lanza a la calle eufórica, anestesiada de felicidad y, al poner un pie sobre la calle (explosión) recibe el golpe letal de un enorme Mercedes Benz que ella –en su eterna ingenuidad anhelante– llega a relacionar con la bonanza de su destino. Tirada sobre el asfalto con un hilillo de sangre que brota de su golpeada cabeza, sin dar importancia a lo sucedido y grotesca como había sido siempre, piensa: “era tan grande como un caballo muerto”. En su delirio que no comprendía, alucina con el Recife de sus orígenes, con sus animales, el águila, el caballo y la gallina que nunca faltan en la obra de Clarice. Obviamente, Rodrigo se resiste a dejar morir a la estrella de cine que siempre soñó ser Macabea (Marilyn Monroe era su preferida), a sabiendas de que, si ella muere, él también debe morir. Imposible no evocar los instantes antes de la muerte de Lispector, cuando agonizante, se identificó con uno de sus personajes. Pero, las circunstancias determinan el destino. Ya exangüe, Macabea toma la posición fetal y “se abrazaba a sí misma con la voluntad de la dulce nada”. Y prosigue: “Se agarraba a un hilillo de conciencia y se repetía mentalmente, sin cesar: yo soy, yo soy, yo soy. Quién era es lo que no sabía. En su propio, hondo y negro núcleo había ido a buscar el soplo de vida que Dios nos da”: “allí tumbada tuvo una húmeda felicidad suprema, porque había nacido para el abrazo de la muerte. LA MUERTE, que en este relato es mi personaje predilecto. ¿Se daría el adiós a sí misma?”.
Y, más adelante dice: “¿Habrá sentido añoranza del futuro? Oigo la música antigua de palabras y palabras, si, es así. En esta hora exacta Macabea tuvo una náusea profunda y casi vomitó, quería vomitar lo que no es cuerpo, vomitar ALGO LUMINOSO. UNA ESTRELLA DE MIL PUNTAS”.
“Y entonces…, entonces un repentino grito y estertor de gaviota, de repente un águila voraz que se lleva a los aires altos la oveja tierna, el gato suave que despedaza el sucio ratón cualquiera, LA VIDA QUE SE COME LA VIDA.”
“¿Y tú también Bruto?”
Palabras que nos sorprenden:
“Sí, de este modo he querido anunciar que…, QUE MACABEA HA MUERTO. Venció el Príncipe de las Tinieblas. Por fin la coronación. ¿Cuál fue la verdad de mi Maca? Basta descubrir la verdad para que ya no exista: pasó el momento. Pregunto: ¿qué existe? Respuesta: no existe.”
Es necesario recordar que en el inicio de la obra escribe: “Todo en el mundo comenzó con un sí”.
“Y ahora…, ahora solo me resta encender un cigarrillo e irme a casa. Dios mío, ahora mismo he recordado que la gente muere. Pero… (¿y yo muero?)
No olvidar que, pese a todo, estamos en el tiempo de las fresas. (ANACOLUTO CONCEPTUAL)
Sí.”
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Lisette Vega de Purcell. Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.