Te llamé tantas veces, Minerva del Risco. Colección del Banco Central de la República Dominicana, Serie: Arte y Literatura, 2021.

 

Basta hacer así. Alargar los dedos de las manos, y la sombra proyectada en la pared, que al principio representaba un oso, se transformará en la de un conejo: es sorprendente. La protagonista del relato epónimo –“Te llamé tantas veces”– intentará confiárselo a Ercilia, la sirvienta, nacida y criada en el batey, de piel oscura y ojos enormes en busca del cielo.

Bien lo dice Mallarino, en el prólogo del volumen publicado en 2021 en Santo Domingo: estamos ante una escritora “dueña de su música”; el lenguaje de la colección, sus estructuras, corren por la página como “una niña sobre el suelo de vidrio de una infancia recordada”; un poco más adelante escribirá: “una niña a la que nunca ha podido dar la espalda”. Líneas significativas que, si se comparan con la imagen que abre esta breve nota, indican cómo Minerva del Risco (Puerto Rico, 1961) nos introduce no en un mundo, sino en la percepción de la que brota la escritura. Una percepción que, prestada a una pluma brillante, se revela inmersiva, e impregna las descripciones de los lugares y personajes que, en el relato, habitan –como escribía Walter Benjamin– en los “días del recuerdo”, y se encuentran observados con lentes distintas; la autora lo dice mejor, al inicio de “Momito”: La casa tenía un pasillo largo y ancho, como suelen ser los pasillos de los niños. Con el tiempo comencé a percibirlo menos largo y mucho más pequeño, pero seguía siendo el pasillo de mis aventuras.

No estamos, sin embargo, ante una colección dedicada a la infancia, aunque varios relatos tengan como protagonistas a niños; no es necesario invocar los dictámenes del psicoanálisis ni delinear el arquetipo del eterno niño. Aun así, es fundamental detenernos en ellos y, de estos personajes, analizar sus aspectos más frágiles, tanto como los más auténticos: el asombro ante la exploración y el descubrimiento, pues desempeñan un papel central en la comprensión de la búsqueda lingüística de del Risco, basada en una contraposición no conflictiva entre un yo-narrante y un yo-narrado; y la mirada retrospectiva la orienta hacia la recuperación de palabras que se colocan junto a aquellas que en el pasado faltaban. Palabras que sacan a flote sonidos y olores, detalles capaces de devolver valor a lo insignificante, de reanimarlo, haciendo resurgir y destacar sus formas y colores; de otorgar la posibilidad de acceder a habitaciones de la memoria aisladas, prohibidas, como lo eran las habitaciones de la infancia, siempre cerradas con llave, donde los abuelos escondían tesoros, al final del pasillo, incrustadas en las paredes de casas más o menos grandes. Lugares (y momentos) a los que, quizá, nunca se ha vuelto.

Ahí está el centro y, al mismo tiempo, el hilo conductor: los lugares, respecto a los cuales –trivial, pero no tanto– se está dentro o fuera. No se trata de una mera cuestión de ubicación, sino de experiencia; en concreto, de la experiencia del cuerpo, y como sostenía Wilhelm Reich, el cuerpo tiene su propia memoria, conserva huellas de las sensaciones y emociones vividas. Las paredes con arabescos, los jardines, algún callejón. Sherwood Anderson, en Los cuentos de Ohio, escribía: “[…] es una historia de manos”, para sellar el vínculo profundo entre el cuerpo y el lugar que habita. En del Risco, leemos: “Una niña, vestida con pantalones cortos y con el cabello recogido en una coleta alta, miraba hacia el mar desde el balcón de su casa. La observé a través de mi ventana”: las ventanas de la casa son los ojos a través de los cuales se observa el exterior, los ojos son nuestras ventanas al mundo. Las manos permiten establecer el contacto efectivo: “Ya había aprendido a presionar con fuerza la manija hacia abajo para que, según yo, ocurriera la magia”. Participar activamente –y no de forma contemplativa– en la realidad, un niño, a su manera, lo sabe: implica infringir las prohibiciones, y así accede a esos lugares; del Risco parece decir –sus elecciones verbales y léxicas lo demuestran– que esa infracción es el inicio del crecimiento, y que el crecimiento incluye un larguísimo proceso de reescritura de los lugares, para redescubrirlos, años después, como producto de las palabras de otros, y así tener prueba de su poder evocador.

Los refrigeradores ovalados, las fruteras, las bebidas azucaradas, los muros donde colgaba un retrato de Trujillo. Imágenes limpias que logran abrir fisuras sutiles en las historias de la cotidianidad y en la Historia, por donde se cuelan también la violencia, el dolor, la muerte, pero nunca lo suficiente como para anticipar la única cosa que el yo-narrante no podrá recordar ni determinar con certeza: el momento en que el exterior vino a buscarlo, a barrer toda pareidolia, a derribar las paredes del juego, mostrando la realidad tras las fachadas, cambiando el rumbo de los caminos recorridos a ciegas, los que llevaban al mar.

Los adultos que desaparecieron y nunca respondieron, las casas demolidas, las calles de Manhattan; la geografía compleja de Minerva del Risco cubre distancias insalvables, colmadas por la nostalgia expresada en el relato de un mundo ahora a sus espaldas –su tierra, las personas allí encontradas, los familiares– y aquel que se presenta delante, para el cual no estamos ni estaremos nunca del todo preparados; por eso buscaremos refugio en la memoria del cuerpo, donde se custodian los lugares y las experiencias que hemos mantenido a salvo de todo invasor, de toda crisis, esperando que, llegado el momento, “lancen sus gritos de esperanza, y todos olvidemos el miedo”.

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Claudia Putzu es traductora de literatura y antropóloga.