El sistema de la literatura en español en el Perú se vio sacudido por uno de los aspectos que han sido menos estudiados en la poesía de Vallejo: el uso de elementos verbales pertenecientes a una formación discursiva que podríamos llamar norma lingüística “popular”, en oposición a una norma lingüística “culta” o formal. Si bien esta carencia se origina en buena medida en que los estudios de sistematización y establecimiento de un corpus sobre las normas lingüísticas existentes en el español del Perú aún están en desarrollo, también obedece a que muchas escuelas críticas asumen el análisis de textos desde una concepción del objeto de estudio como ubicable dentro de un modo de producción ajeno a la complejidad cultural en que originalmente apareció. Al vincular a Vallejo únicamente con el desarrollo de la poesía occidental y al estudiar principalmente su aporte como fundador de la modernidad en Hispanoamérica (subrayando sus semejanzas más que sus diferencias con la vanguardia europea) se olvida casi siempre el valor de las palabras en contexto y en lo que –hurtando una expresión de las ciencias exactas– resulta ser su peso específico dentro de cada poema.

La importancia de la norma popular coloquial, en sus aspectos fonológicos, morfológicos, sintácticos y, sobre todo, semánticos, se hace más visible a la luz de las mismas explicaciones que hizo Vallejo y de la revisión de su materialidad verbal, penetrando de manera más efectiva en el análisis y explicación de los mecanismos de significación presentes en sus obras. Sobre todo en aquellas zonas en que la referencia a la realidad extraverbal se encuentra densamente elaborada y, en apariencia, no existe o se reduce al empleo de recursos vanguardistas per se. Es lo que ocurre con numerosos poemas de Trilce, y que por eso mismo son los menos recogidos en antologías, los menos examinados o, simplemente, los más tildados de ininteligibles.

Por ahora solo puedo limitarme a hacer referencias generales a las investigaciones sobre el español del Perú y a la importancia de éste en el lenguaje de Vallejo. Los trabajos de Alberto Escobar, Rodolfo Cerrón Palomino, Rocío Caravedo, E. Foley Gambetta, Andrés Chirinos, Inés Pozzi-Scott (en la Bibliografía) y otros investigadores no llegan a cubrir, pese a sus méritos innegables, la ciclópea tarea del atlas lingüístico del Perú y mucho menos, por supuesto, el de todas sus formaciones discursivas (no hablemos ya de las por lo menos cuarentaiocho lenguas originarias aún supervivientes, que en la época de Vallejo serían sin duda más). Para nuestro caso la situación es más grave aun: necesitaríamos, para una evaluación rigurosa y sistematizada, una visión diacrónica y diastrática del español de Vallejo y –lo que realmente interesa– su presencia en los textos escritos. 

Afortunadamente, algunos críticos ya han advertido, aunque no desarrollado plenamente, la presencia y función de algunos elementos de la norma coloquial popular en Vallejo. Por ejemplo, Julio Ortega afirma sobre Los heraldos negros que “la tradición literaria que puede señalarse como modernista es quebrada por ese debate, que es un lenguaje: lenguaje que la persona poética confesional impone como norma coloquial” (La imaginación crítica 48). Alberto Escobar, por su lado, apunta (refiriéndose a la función de una palabra en Trilce LXXIV): “Convéngase en que la palabra travesura es un término clave para discernir el doble nivel en que se desarrollan las acciones narradas, las mismas que coinciden con el significado doble que dicha palabra posee en la lengua coloquial del Perú” (Cómo leer a Vallejo 121). Pero más importante todavía es el inventario de peruanismos que César Ángeles Caballero publicó en 1958 (Los peruanismos en César Vallejo), y que incorporó luego en César Vallejo, su obra (1964) como un capítulo completo. En el estudio de Ángeles se señala y describe un total de setenta peruanismos en la poesía y ochentaitrés en la prosa de Vallejo, entre nombres propios, toponimias y otros términos. Lo que no se llegó a registrar es el uso de expresiones coloquiales (no solo peruanismos) y la aparición de personajes populares (sea como emisores de discurso dentro de los textos, sea como elementos de referencia de la voz poética o narrativa representativa del autor) dentro de la obra vallejiana. También son importantes el estudio sobre Las palabras de Trilce (1989), de Marco Martos y Elsa Villanueva, si bien es mucho más abarcador que el recuento de peruanismos, y la edición comentada de Trilce poema por poema (2022) por Víctor Vich y Alexandra Hibbett, aunque no se enfoca en el tema de manera específica.

En mi tesis de 1984 El personaje popular en la poesía peruana del 70 (no me queda más remedio que citarme) dedico un capítulo a ubicar los antecedentes del uso de la norma popular dentro del circuito de la poesía “culta” y “oficial” del Perú antes de la irrupción de la llamada Generación del 70. Entre estos antecedentes figura principalmente Vallejo, quien, precedido por Manuel González Prada (aunque solo en Baladas peruanas, libro que no sabemos si Vallejo conoció, aunque lo más probable es que no, pues se editó por primera vez en Chile, en 1935, diecisiete años después de la muerte de González Prada y tres antes de la de Vallejo en París), incorpora desde Los heraldos negros los giros coloquiales y el léxico popular peruano como recursos de expresión poética. Un total de veintitrés apariciones de norma coloquial y popular en Los heraldos negros, trentainueve en Trilce, siete en Poemas humanos y seis en España, aparta de mí este cáliz dan cuenta de la voluntad del enunciante Vallejo de otorgar a su discurso no solo legitimidad temática e ideológica, sino también lingüística, como perteneciente a la primera promoción de intelectuales provincianos que asume la modernidad en términos dialécticos: fundando una literatura “nacional” al interior de una institucionalidad literaria que hasta entonces solo representaba una adscripción ideológica, estilística y lingüística al gusto de los sectores dominantes.

Ahora bien, ¿qué importancia puede tener que hacia la aparición del postmodernismo se utilizara el recurso coloquial como forma de expresión poética? ¿Cómo podemos entender eso en el desarrollo de la poesía occidental contemporánea y en la búsqueda de una identidad literaria hispanoamericana? Mucho se heredó del romanticismo europeo, es cierto, pero mucho también de la experiencia de los poetas llamados postmodernistas ante el desasosiego causado por la inminencia del poder norteamericano sobre América Latina y la impotencia del positivismo y el cientificismo de fines del siglo XIX y principios del XX para resolver algunos misterios del más allá, tan caros a los poetas del momento. Ángel Rama explica esto último suficientemente bien en su prólogo a El mundo de los sueños de Rubén Darío. Por su lado, Octavio Paz, en relación con el uso del coloquialismo, se expresa de esta manera:

El modernismo había poblado el mar de tritones y sirenas, los nuevos poetas [postmodernistas] viajan en barcos comerciales y desembarcan, no en Citeres, sino en Liverpool; los poemas ya no son cantos a las cosmópolis pasadas o presentes, sino descripciones más bien amargas y reticentes de barrios de clase media; el campo no es la selva ni el desierto, sino el pueblo de las afueras, con sus huertas, su cura y su sobrina, sus muchachas “frescas y humildes como humildes coles”. Ironía y prosaísmo: la conquista de lo cotidiano maravilloso. Para Darío los poetas son “torres de Dios”; López Velarde se ve a sí mismo caminando por una calleja y hablando a solas: el poeta como un pobre diablo sublime y grotesco, una suerte de Charlie Chaplin avant la lettre. Estética de lo mínimo, lo cercano, lo familiar. El gran descubrimiento: los poderes secretos del lenguaje coloquial. Ese descubrimiento sirvió admirablemente a los propósitos de Lugones y de López Velarde: hacer del poema una “ecuación psicológica”, un monólogo sinuoso en que la reflexión y el lirismo, el canto y la ironía, la prosa y el verso, se funden y se separan, se contemplan y vuelven a fundirse (Paz, Los hijos del limo 84-85). 

El empleo del paisaje al que Paz alude nos lleva a encontrar, en Los heraldos negros, algunos intertextos que nos remiten a composiciones de Herrera y Reisig, pero aporta, sin embargo, por medio de la coloquialidad popular, un elemento hasta entonces desconocido en el espectro de la poesía oficial peruana de la década del 10, y que haría reaccionar a algunos poetas ajenos a dicha formación discursiva, como el mismísimo José María Eguren, de esta forma:

– Vallejo es un hombre de gran sensibilidad, –dijo por fin Eguren franqueándose–, pero no traduce esa sensibilidad de manera poética. Cuando yo leo versos suyos en los que dice “poto de chicha” o algo por el estilo, me desconcierto. Eso no es poesía. Es difícil imaginar nada menos poético. ¡“Poto de chicha”!, ¡“poto de chicha”! Suena vulgar e inclusive es antipoético. Si no siempre dice cosas como “poto de chicha”, por ahí van las otras. La verdad es que no entiendo a Vallejo (en Ciro Alegría 436). 

La conversación que Ciro Alegría rememora en 1960 tuvo lugar en 1938, justamente el año de la muerte de Vallejo. Tampoco es inútil reproducir los testimonios que recoge Espejo Asturrizaga de algunos conspicuos contemporáneos de Vallejo: 

Trilce fue recibido con desconcierto con unos y con una hostilidad cerril por otros. Así, Luis Alberto Sánchez en la revista Mundial (número 129 del 3 de noviembre de 1922) expresaba, al iniciar su comentario sobre Trilce: “y he aquí ahora a un poeta brujo. A un poeta con cuyo libro lucho en vano, pues cada línea me desorienta más, cada página aumenta mi asombro. ¿Por qué ha escrito Trilce Vallejo?”. En otro de sus párrafos dice: “después de haber gustado el sabor de la prisión, por obra de una calumnia infame, después de haberse emborrachado de exotismo, de amargura y de vino, César Vallejo ha lanzado un nuevo libro incomprensible y estrambótico: Trilce. Pero, ¿por qué habrá escrito Trilce Vallejo?”, vuelve a preguntarse.
	

En el colegio de Guadalupe, donde trabaja César, el poeta de Rumor de almas (1911), Alberto J. 
Ureta, hace mofa de los poemas de Trilce y el profesor de literatura del mismo plantel, doctor Julio Montoya, enarbolando en varias de sus clases un ejemplar de Trilce expresa conceptos injuriosos del libro ante sus alumnos. José Santos Chocano, el poeta de América, habría expresado a alguien que le preguntó su opinión sobre Vallejo: “Ah, el poeta sin poemas” (Espejo Asturrizaga, Vallejo, itinerario del hombre 109-110).

El lenguaje del yo confesional en Los heraldos negros asimila la norma coloquial y el léxico popular (no “poético” para entonces) en coincidencia con lo que Paz explica luego como recurrencia al lenguaje del origen. Naturalmente, la acepción de “poto” en Vallejo y en su espantado comentarista Eguren es la de una vasija de calabaza para tomar la cerveza de maíz que en quechua se conoce como aqha y en castellano general chicha (a partir de un vocablo de la lengua kuna, importado por los conquistadores desde el Caribe en el siglo XVI). “Poto” en el Perú y en otras partes es también metáfora del trasero humano (por su forma redonda), pero es claro que Vallejo no usa la palabra en ese sentido, si bien la resonancia puede haber jugado algún papel en la reacción visceral de Eguren.

Será recién con Trilce, sin embargo, que se desarrolla de manera plena la multiplicación de las fuentes verbales hasta hacer del libro un muestrario de recursos que incluyen desde la neologización, la arcaización, la ruptura morfológica y el coloquialismo de diversos tipos hasta el desmembramiento gramatical propio del habla esquizoide (con su propia lógica interna) y de los estados previos a la etapa créstica en la adquisición del lenguaje, propios de infantes en proceso de ser hablantes competentes de un idioma, según explica la psicolingüística contemporánea. Tampoco debe olvidarse la recurrencia a quechuismos y cullismos, que le dan a su poesía un inconfundible sabor local, como ha demostrado Íbico Rojas. La pluralidad de fuentes, es decir, esta riqueza de formaciones discursivas insertas en Trilce, es un conjunto de estrategias verbales que testimonian no solo la ruptura con una institucionalidad literaria incompatible con la visión moderna, sino, precisamente, como quería el mismo Vallejo, una “nueva sensibilidad”: una sensibilidad que, contradictoriamente, según señala Paz, es moderna en tanto que antimoderna. El arte de vanguardia podrá ser la expresión más auténtica del apogeo de la sociedad burguesa en su fase imperial, pero al mismo tiempo es su negación inherente más radical. 

Recapitulando: la inserción en el texto poético de formaciones discursivas extrañas al discurso oficial de la República Aristocrática peruana (esa etapa de auge gamonal entre 1884 y 1919) procede, pues, no solo de la visión de uno de los primeros escritores modernos del Perú, sino, precisamente, en tanto que peruano y mestizo neocolonial, del conocimiento de un conjunto de formaciones discursivas diferenciables en el plano del sistema lingüístico y de la identidad étnica, tal como describe José María Arguedas, escritor ligeramente posterior a Vallejo pero no menos entrampado en los conflictos sociales y culturales que implica la modernización:

Vallejo marca el comienzo de la diferenciación de la poesía de la costa y de la sierra del Perú. Porque en Vallejo empieza la etapa tremenda en que el hombre del Ande siente el conflicto entre su mundo interior y el castellano como su idioma. El cambio violento que hay entre Los heraldos negros y Trilce es principalmente la expresión de ese problema. Ya José Bergamín lo dijo: observó que el estilo oscuro de Trilce es consecuencia de la lucha entre el alma del poeta y el idioma. Aunque Bergamín no conoce la causa íntima de este conflicto, nosotros lo sabemos. Y este conflicto explica, además, el retraso de nuestra poesía de tema y de inspiración mestiza.
	El quechua es la expresión legítima del hombre de esta tierra, del hombre como criatura de este paisaje y de esta luz. Con el quechua se habla en forma profunda, se describe y se dice el alma de esta luz y de este campo, como belleza y como residencia. 
	Pero vino otra gente con otro idioma, expresión de otra raza y de otro paisaje. Con este idioma hicieron, tanto tiempo, mala literatura los hombres nacidos en este lado del Perú (Arguedas, “Entre el quechua y el castellano” 187) 

Si bien Vallejo no hablaba quechua, sí hablaba un castellano andino que le resultaba fundamental para la escritura de toda su obra, pero particularmente de Trilce. El testimonio de Ciro Alegría, que fue alumno de Vallejo en Trujillo en 1917 en la escuela primaria, es muy revelador. Cuenta alegría que Vallejo solía decir “Niñosh… la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta mishma Tierra en que vivimos y vemos como shi fuera plana, esh redonda”. Y añade el autor de El mundo es ancho y ajeno: “Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región” (Alegría, “El César Vallejo que yo conocí” s. p.).

La imbricación profunda entre la vida personal del poeta y algunos aspectos de Trilce conlleva la expresión a través de términos que le resultaban a Vallejo sumamente familiares. Estos términos corresponden a la propia experiencia de Vallejo en un Perú desgarrado entre procesos sociales en que asoma una modernidad incipiente dentro de un tinglado de prácticas escriturales de otra época. Miguel Pachas Almeyda ofrece una convincente explicación de algunos poemas de Trilce según las circunstancias vitales y los modismos de su autor, en que es posible identificar algunos significados oscuros. A eso hay que añadir la cercanía de Vallejo en los años de composición de Trilce a los movimientos anarquistas (inspirados por su maestro Manuel González Prada), lo que alienta una actitud de ruptura del orden establecido, más allá de las posibles filiaciones dadaístas que se pueden trazar en el libro.

Las por lo menos treintainueve apariciones de la norma coloquial y popular en Trilce (en vocablos como guano –en Trilce I–, chirotaTrilce XX–, concha en su sentido sexual –Trilce XLII–, cabe en su función antigua de preposición en el castellano andino de la época –Trilce XLII–, etc., etc) abren una ventana para delinear un Vallejo que no pierde sus vínculos con el terruño verbal. 

Naturalmente que hay muchos otros aspectos de la escritura de Vallejo que dejo de lado por ahora, pero me parece importante localizar Trilce en su contexto de producción (“telúrico y magnético”) para no perder de vista algunos de sus más interesantes sentidos.

(Este breve artículo adapta para Plenamar un fragmento de un trabajo anterior, “Hacia una lectura sociocrítica de Trilce”, publicado en Sociocriticism 11-12 (Montpellier, 1990), pp. 149-176.)

Bibliografía citada

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—. Trilce. Lima: Talleres Gráficos de la Penitenciaría de Lima, 1922.

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Vich, Víctor, y Alexandra Hibbett, editores y comentaristas. Trilce poema por poema. Lima: Pesopluma, 2022.

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José Antonio Mazzoti, poeta y crítico, profesor de literatura latinoamericana, director del Departamento de Lenguas Romances en Tufs University y director de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (RCLL). Premio de poesía “José Lezama Lima” 2018 por su libro El zorro y la luna, poemas reunidos (1981-2016).