Los capitalistas, usualmente tenidos por nefastos herederos de aquellos ricos de los que se dijo que apegados a sus riquezas más que al prójimo difícilmente entrarían al reino de los cielos, son buenos o malos dependiendo de qué valoran y quieren más:  

  • ¿La generación de riqueza material con el solo fin de acumularla, como en las lomas de dinero del Rico Mac Pato de Disney?; 
  • ¿La perpetuación de un simulacro de capitalismo de compadres y allegados, en el que se incrementa la injusta desigualdad social mientras se entorpece y evita el buen funcionamiento de la competencia y efectiva equidad de oportunidades?; o bien, 
  • ¿La generación de riqueza, pero para su posterior distribución al resto de la población bajo el arbitrio de la legítima autoridad pública? 

Las posibles respuestas a ese conjunto de interrogantes siguen siendo objeto de encendidos debates. En lo que se llega a alguna respuesta satisfactoria en términos democráticos, me parece incuestionable que a través de las generaciones humanas los ricos no son los mismos. Ni siquiera sus familias son herederas eternas de las respectivas acumulaciones originales.

Hace 50 años, por ejemplo, no sonaban los apellidos de Bezos, Gates, Ma, Ortega, Jobs y otros tantos incluso más notables que esos nuevos actores. Está fuera de dudas que en lo que canta un gallo tecnológico seguirán siendo reemplazados los sustitutos de los emblemáticos Ford, Carnegie o Rockefeller de hace apenas un siglo. Y en breve, en menos de lo que se pestañea en algún laboratorio científico, volverá a cantar ese gallo y serán reemplazados los últimos capitalistas enriquecidos por su propio talante -incluso sin la ayuda de la IA (inteligencia artificial). 

Por consiguiente, una primera conclusión a este ensayo sobre Marx, Piketty y Smith.  Parafraseando el trabalenguas de “ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá”, “ni lo uno”: la igualdad simple y llana es inalcanzable. La desigualdad continúa y todo indica que continuará a partir de quienes renuevan las fuentes de riquezas de cada una y de todas las sociedades del mundo contemporáneo. 

Segunda conclusión, “ni lo otro”: no se avizora el fin catastrófico del capitalismo. Ese final no se vislumbra en ninguna de sus recurrentes crisis económicas o revoluciones sociales, -a no ser que se refiera a las transformaciones asociadas al cambio climático, pues éste sí está presente en el horizonte. 

Y tercera, “sino todo lo contrario”: vivimos en una civilización bajo el influjo capitalista del continuo salto hacia lo desconocido, pues la realidad estructural e institucional de la sociedad contemporánea evoluciona sin cesar. 

La riqueza cambia de manos con tanta frecuencia como la de los artículos intercambiados en el comercio. Las instituciones y organizaciones mutan sus formas, incluyendo algunas tradicionalmente tan conservadoras como la familiar y la eclesial. Y la desigualdad es tan ambivalente como la no igualdad: unas veces objetable por excluir y desintegrar a los grupos sociales en sí mismos y las otras censurable por querer reducir talentos y méritos desiguales a su menor potencialidad.

Tan elíptica conclusión no justifica el orden de cosas que rige en la actualidad. Recientes estimados por ejemplo dan razón de que la riqueza del escaso número de multibillonarios que hay en el mundo se incrementó en 900,000 millones de dólares sólo en el 2018, lo cual equivale a un incremento aproximado de 2,500 millones de dólares diarios, según el informe “¿Bienestar público o beneficio privado?” publicado por Oxfam en enero 2019. 

De modo que ni siquiera pensar que deban seguir existiendo privilegios para el minúsculo grupo que más tiene, si no por otras razones, porque“los súper ricos ocultan a las autoridades fiscales al menos 7.6 billones de dólares, eludiendo el pago de aproximadamente 200,000 millones de dólares en concepto de impuestos”, según precisa el mismo informe.

Sin embargo, reconocida esa realidad -contra moneda de las condiciones de pobreza en el mundo contemporáneo- lo relevante es que si bien la desigualdad resta méritos a los hacedores de fortuna, no obstante cuánto se les enfrente, objete y critique, esos mismos actores no dejan de beneficiar al resto de la población empobrecida. Si cupiera aquí una parábola, tal y como evidencian los teléfonos celulares, incluso los desposeídos se benefician de lo que cae de la mesa de los grandes y todopoderosos señores en el reino de este nuevo mundo. 

Con razón Amartya Sen reconoció que “la idea de la desigualdad es a la vez muy simple y muy compleja”.

Si lo interpreto bien, la desigualdad es de simple concepción si se trata de combatir la segregación, exclusión y desunión que ocasiona en el seno de cada pueblo y entre las más distintas poblaciones del mundo. Sin embargo, es más difícil discernirla cuando se desconoce la equidad que la ampara o la represión que implica restringirla a los límites potenciales de los más retrasados.  

En definitiva, en su complejidad, la desigualdad pudiera ser comprensible e insuperable, mas no así en la simplicidad de su inequidad, indignidad y corrupción.

Es por ello que es necesario e impostergable velar -como hubiera dicho Aristóteles- por el justo equilibrio de la riqueza. Equilibrio que implica inevitablemente institucionalizar el ágora pública o estatal para salvaguardar el bien común y no solo el de algunos privilegiados. 

De ahí la necesidad de dejar atrás la dimensión moral del capitalismo y prestar atención a su vertiente ética, es decir, objetiva en tanto que explícita en un Estado político de derecho. Lo decisivo en un Estado nación -mejor si es de formación democrática- es que corrija las consecuencias del omnipresente capitalismo de compadres, comadres e “intereses creados” (Jacinto Benavente) que son los que están a la base de tanta amarres ocultos y falta de competitividad en los mercados criollos. Pero eso, como he de tratar en un escrito posterior, es harina de otro costal.

Finalizo afirmando, por tanto, que no sé si la revolución capitalista que conocemos hoy nos conduce al reino de la libertad y la belleza (Hölderlin), pero sí sé que en su insuperable tráfago constructivo nos acerca al dominio de crecientes expectativas e ilusiones perdidas. Ni las promesas de los profesionales de la política y de sus partidos son capaces de satisfacerlas. Por eso fijo la atención en el Estado como tal. Necesariamente queda por discernir la cuestión del poder político y cómo intervienen -en una economía de libre mercado capitalista- dicho poder y la inefable “mano invisible” a la que in extremis apeló el mismísimo Adam Smith.

“Cada individuo en particular pone todo su cuidado en buscar el medio más oportuno de emplear con mayor ventaja el capital de que puede disponer. Ninguno por lo general se propone primariamente promover el interés público, y acaso ni aun conoce cómo lo fomenta cuando no lo piensa fomentar. Cuando prefiere la industria doméstica a la extranjera sólo medita su propia seguridad; y cuando dirige la primera de modo que su producto sea del mayor valor que pueda, sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste y en otros muchos casos es conducido como por una mano invisible a promover un fin que nunca tuvo parte en su intención”.

Solo así, descubriendo la labor oculta de dicha mano, atisbaremos otros nombres de los que como diría Keynes seguimos siendo esclavos.

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Fernando I. Ferrán es profesor-investigador del Centro de Estudios P. José Luis Alemán, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Santo Domingo.