En los márgenes de la historia donde aún sangran las heridas abiertas del siglo XX, la memoria se yergue como el último bastión contra el olvido. Auschwitz (1), 80 años después de su liberación, no es solo una palabra que condensa el horror: es una advertencia viva, una pregunta sin respuesta que interpela a la humanidad.
Desde las cenizas de aquel infierno, el doctor Tomás Kraus –director del Instituto Iniciativa Terezín (2) e incansable guardián de las voces que el exterminio quiso silenciar– nos acompaña en un diálogo donde cada palabra busca rescatar no solo los hechos, sino también el alma que se resistió a ser aniquilada.
Plenamar invita al lector a sumergirse en esta entrevista que no es solo testimonio, sino también un acto de resistencia: una conversación que atraviesa la historia, el dolor y la esperanza, en tiempos donde recordar no es un lujo, sino una forma de justicia.
Historia y Memoria
Como director del Instituto Iniciativa Terezín, ¿qué significado tiene para usted la conmemoración del aniversario de la liberación de Auschwitz en el marco de la memoria histórica checa y europea? ¿Cree que, después de más de 80 años, aún es necesario seguir investigando el Holocausto?
Esa es la pregunta que todos se hacen y me hacen. ¿Tiene todavía sentido investigar, descubrir algo nuevo, después de más de 80 años? ¿Acaso no está ya todo dicho?
La respuesta es simple. Si solo nos limitamos a los hechos históricos, la documentación existe. Cada evento ha sido registrado con precisión: qué sucedió, cómo y por qué. Contamos con archivos, protocolos de la época, documentos nazis que han sido conservados en distintos rincones de Europa. Hoy en día, todo esto está digitalizado y es accesible para quienes lo buscan.
Pero ahí no termina la historia. Porque una cosa es la historiografía, los grandes acontecimientos en su conjunto, y otra muy distinta es el destino individual de cada persona. Y es ahí donde todavía hay mucho por descubrir.
Nos siguen llegando historias. Hay quienes encuentran, después de décadas, rastros de sus propios familiares. A mí mismo me sucedió recientemente. Por pura casualidad, cayó en mis manos una carta que mi padre escribió en 1946. Y allí, entre sus líneas, descubrí cosas que ni siquiera yo sabía.
Así que sí, los eventos históricos están documentados. Pero los rostros, los nombres, las vidas individuales siguen siendo un misterio, y esa es una búsqueda inagotable.
¿Cómo podemos comprender la magnitud del Holocausto sin perder la humanidad en el volumen de los números?
Siempre lo digo: cuando hablamos del Holocausto, mencionamos seis millones de víctimas. Seis millones de judíos asesinados. Pero ¿qué significa realmente ese número? Es tan enorme que se vuelve casi abstracto, incomprensible. Lo mismo ocurre al hablar de los 80.000 judíos checos que murieron en el Holocausto. Es una cifra que, por su magnitud, pierde rostro, identidad. Es apenas un dato más en los libros de historia.
Pero cuando bajamos al nivel de una familia en particular, de un solo nombre, de un destino concreto, entonces la tragedia cobra sentido. Solo así podemos comenzar a comprender.
Esa es nuestra labor. Nuestra misión es devolverles los rostros a esos seis millones de judíos asesinados. Y ahora tenemos en nuestras manos algo extraordinario. Desde hace décadas, existía un archivo modesto, construido con esfuerzo y de manera casi artesanal por dos historiadores, un matrimonio. La mujer, por cierto, era pariente mía, prima de mi padre. Durante años, se dedicaron a reconstruir las historias de aquellos que fueron arrancados de sus hogares. No había bases de datos en ese entonces, ni registros sistematizados. Solo pequeños fragmentos de memoria que ellos recopilaban con una paciencia infinita.
Sus herramientas eran simples: fichas de papel con nombres escritos a mano, donde anotaban cada dato disponible. La fecha de nacimiento. La deportación a Terezín. Y, casi siempre, la última fecha: la de su traslado a Auschwitz o a otro campo de exterminio.
Un archivo de vidas silenciadas. Esa colección de fichas sobrevivió. Tras la Revolución de Terciopelo en 1989, comenzó el verdadero trabajo de rescate. Primero, se convirtió en un libro enorme, la Terezínská pamětní kniha (el Libro Memorial de Terezín), donde se registraron los nombres y las historias de aquellos que pasaron por ese campo de concentración. Y de ese libro, nació algo más grande: nuestra base de datos. Digitalizada. Accesible. Un mapa de la memoria.
Hoy, estamos haciendo algo único. Algo que nunca se había hecho. Estamos dándole un rostro a quienes lo perdieron todo. Y en cada nombre que recuperamos, en cada historia que reconstruimos, le arrebatamos al olvido un pedazo de la verdad.
¿De qué manera los archivos y documentos pueden devolverles el rostro a los desaparecidos?
Buscamos los rostros perdidos. Desde cualquier fuente posible, intentamos reconstruir la identidad de aquellos que desaparecieron en la oscuridad de la historia. Si hay un hilo, lo seguimos. Vamos a los archivos familiares, pero sobre todo exploramos los registros estatales.
No hay un único lugar donde todo esté centralizado. Debemos recorrer distritos, regiones, archivos dispersos por toda la geografía del país. Fue en el año 1920 cuando se estableció la obligación del domicilio, es decir, las personas tenían que registrar su residencia oficial en un lugar determinado como son las alcaldías. Más tarde, en los años treinta, comenzaron a aparecer las solicitudes de pasaportes, y esos datos están registrados en las oficinas estatales emisoras de esos documentos.
Y ahí, entre los documentos burocráticos, se esconden tesoros inesperados. Porque en los registros policiales de la época, junto a cada nombre, muchas veces hay una fotografía. Esa es nuestra mayor labor ahora: comparar nuestra base de datos con estos archivos locales, unir nombres con las imágenes, devolverles los rostros a esos nombres borrados de la historia.
Es un trabajo lento, meticuloso, pero cuando encontramos un rostro, cuando alguien vuelve a tener una identidad después de tantas décadas, sentimos que hemos ganado una pequeña batalla contra el olvido. Por supuesto, también nos apoyamos en los últimos testigos. Pero quedan muy pocos. Aun así, intentamos rescatar todo lo posible: dónde vivieron, qué profesión tenían, qué huella dejaron en sus comunidades.
Tomo un ejemplo: la familia Roubíček, de Choceň (3), un pequeño pueblo. Tenían una fábrica. Hoy, la chimenea de la antigua planta aún sigue en pie, con su nombre grabado en el ladrillo. Esas huellas materiales, esos rastros en la memoria local, son invaluables para nosotros.
Porque la historia de estas personas no siempre se contó. Durante el comunismo, este pasado estaba prácticamente prohibido. No se hablaba de ello. Y si lo hacías, era peligroso.
Para entenderlo, hay que volver a 1945. Cuando terminó la guerra y llegó la liberación, la sociedad checa estaba en estado de shock. Nadie sabía realmente lo que había ocurrido en los campos de concentración. Lo que primaba era otra narrativa: la resistencia del pueblo checo contra el ocupante nazi, contra la brutalidad del régimen alemán.
Y en ese relato, los judíos no tuvieron espacio. Su tragedia, su sufrimiento, quedaron en un segundo plano, casi invisibles. Durante años, esa parte de la historia se silenció. No porque no existiera, sino porque no encajaba en la versión oficial del pasado.
Hoy, intentamos restaurar lo que se perdió. Cada fotografía encontrada. Cada nombre rescatado. Cada testimonio recuperado. Es nuestra manera de devolverles la dignidad. Es nuestra forma de decir: “Estuvieron aquí. Vivieron. Existieron”.
La narrativa oficial sobre la liberación de Checoslovaquia ha estado marcada por omisiones y silencios impuestos. ¿Cómo influyó la geopolítica de la posguerra en la memoria histórica del país y en la invisibilidad de la comunidad judía en el relato nacional?
La ciudad de Pilsen no fue liberada por los soviéticos. Allí llegaron los estadounidenses. De hecho, casi una cuarta parte de la antigua Checoslovaquia fue liberada por el ejército americano, mientras que el resto quedó bajo control de la Unión Soviética.
Pero tras la guerra, la historia se reescribió. Hubo un acuerdo, una decisión impuesta desde arriba, una orden silenciosa: no se hablaría de ello. Oficialmente, Checoslovaquia había sido liberada solamente por el glorioso ejército rojo, y punto. Así se trazó la geopolítica de la posguerra y así se dividió Europa.
En ese proceso, el destino de los judíos se desvaneció. Su historia quedó fuera del relato oficial sobre la lucha contra el nazismo. No encajaba.
Para los supervivientes, como mi padre, fue una herida abierta. Él no podía aceptar el silencio. Caminaba de un lado a otro, buscando dónde hablar, a quién contar su historia. Escribía, publicaba, intentaba hacer oír su testimonio. Pero los editores lo rechazaban. No era conveniente. Su verdad no encajaba en la versión oficial de la historia.
Así fue hasta 1968. Por un breve instante, se abrió una grieta. Un resquicio de libertad. Un window of opportunity, como dicen los ingleses. Parecía que, quizás, todo podría ser distinto.
Pero luego llegó la invasión soviética. Y con ella, otros veinte años de silencio. Todo lo judío quedó en la sombra. Pero esta vez, la razón era otra. Hasta 1948, la relación de Checoslovaquia con Israel había sido estrecha. La joven república había mostrado un apoyo decidido, heredado de la época de Masaryk (4), cuando aún existía un espíritu de apertura y solidaridad. Incluso tras la Segunda Guerra Mundial, hubo un fuerte respaldo a Israel, promovido esta vez por Stalin y la Unión Soviética.
Porque en aquel entonces, la URSS tenía un plan. Creían que Israel podía convertirse en un Estado comunista, un bastión del socialismo en Medio Oriente.
¿De qué manera afectó el giro político de Israel en los años posteriores a su independencia a la relación con Checoslovaquia y al tratamiento del legado judío en la región?
Israel tomó otro camino. A pesar de que en su núcleo existían corrientes colectivistas –los kibutz (5), la idea de una sociedad igualitaria–, el país no se alineó con el comunismo soviético. Bajo el liderazgo de DavidBen Gurión (6) y otros, Israel optó por ser una democracia parlamentaria, con una economía de mercado.
Y eso, para la URSS, fue imperdonable. El apoyo se transformó en enemistad. El relato cambió. Israel pasó a ser un Estado capitalista, un enemigo del bloque socialista. Y con ello, todo lo relacionado con los judíos en Checoslovaquia cayó en el olvido.
Fue una venganza política. Un castigo por haber elegido otro camino. Un nuevo silencio impuesto sobre quienes, una vez más, fueron condenados al olvido.
Y esta fue, ante todo, una venganza. Especialmente en Checoslovaquia, en la década de 1950, fue una gran venganza, porque en ese momento comenzaron de nuevo a perseguir a todos los judíos. Esto ocurrió alrededor de 1948-49, en el momento en que quedó claro que, si Israel no se convertía en un estado comunista, las represalias recaerían sobre los altos dirigentes checoslovacos de origen judío. Tal fue el caso de *Rudolf Slánský (7), quien en ese momento era el hombre número dos del país, secretario general del Partido Comunista de Checoslovaquia. Fue ejecutado simplemente por ser judío, y su caso fue la antesala de los “procesos monstruosos estalinistas”.
Stalin lo utilizó como experimento en Checoslovaquia, y cuando vio que era posible, extendió estas purgas a otros sectores. Masacró prácticamente toda la élite intelectual judía.
La atmósfera en este país se mantuvo así hasta 1989. Porque, además, aquí estaban los “asesores soviéticos”, que introdujeron en la vida política una fuerte carga de antisemitismo.
De ahí surgieron diversas acciones llevadas a cabo por la Státní bezpečnost (la policía secreta checoeslovaca), entre otras organizaciones. Así que, hasta 1989, hablar de estos temas en Checoslovaquia era extremadamente problemático y un tabú.
Durante mi época estudiantil en el régimen comunista en Checoslovaquia, tuve algunos profesores cuyos apellidos y rasgos sugerían un origen judío, pero al preguntarles sobre ello, evitaban responder. ¿Cómo se vivía la identidad judía bajo el comunismo y hasta qué punto se puede hablar de una forma de represión o asimilación forzada, comparada con otras épocas de la historia?
Si lo comparo con la represión de los judíos sefardíes en la península ibérica, no fue tan brutal como en España o Portugal. Sin embargo, durante el comunismo, aquí también existía un fenómeno similar al de los judíos marranos (8): personas de origen judío que eran conscientes de su identidad, pero cuyas familias mantenían sus tradiciones en secreto, sin hacerlas públicas.
Se trataba precisamente de eso: vivir su identidad en la intimidad, pero ocultarla ante la sociedad. Para ellos, sí, era parte de su vida privada, pero no algo que mostraran abiertamente. Por supuesto, no era como en España o Portugal, donde la represión significaba un peligro de vida o muerte. Sin embargo, con algunas excepciones, aquí también ocurrieron casos trágicos.
En términos generales, el resultado fue el mismo. Durante los 40 años de comunismo, esta identidad prácticamente desapareció, porque el objetivo de toda la ideología comunista era la creación de una sociedad en la que no hubiera espacio ni para la religión ni para ninguna identidad étnica.
Todos debíamos ser obreros, campesinos o parte de una “inteligencia trabajadora”. Fuera de esas categorías, no había cabida para nada más.
Ese fue el resultado de la aplicación estricta del marxismo-leninismo en la práctica, donde simplemente no había lugar para otras identidades. La razón fue, en parte, histórica, pero sobre todo ideológica.
Durante el régimen comunista en Checoslovaquia, el acceso a la información sobre el judaísmo estaba severamente restringido y distorsionado por la propaganda estatal. ¿Cómo afectó esta represión a la identidad judía de las generaciones nacidas bajo el Telón de Acero y qué estrategias utilizaban las comunidades para preservar su herencia cultural y religiosa en un entorno de vigilancia y persecución?
Aquí, detrás del Telón de Acero, prácticamente no existía la posibilidad de acceder a información. Esto significaba que incluso nuestra generación, si quería saber algo sobre el judaísmo, no tenía ninguna oportunidad real de hacerlo.
Para obtener información, había que recurrir a fuentes muy extrañas o difíciles de encontrar, que a menudo provenían de escritos críticos. Los comunistas publicaban lo que llamaban “estudios pseudocientíficos” sobre el sionismo, distorsionando completamente la realidad. Así que, en muchos casos, la gente terminaba conociendo el judaísmo de una manera completamente tergiversada.
El acceso a los aspectos religiosos era prácticamente inexistente, a menos que alguien supiera hebreo o tuviera contacto con los círculos en torno a la sinagoga. Pero incluso allí, todo estaba vigilado: el lugar estaba infiltrado por informantes de la Státní bezpečnost (la policía secreta), había micrófonos escondidos y cámaras ocultas en todas partes.
La comunidad judía era vista, por definición, como un enemigo del régimen. A las personas ni siquiera se les explicaba por qué, simplemente eran consideradas automáticamente espías sionistas
En enero se cumplieron 80 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz. Como director del Instituto Iniciativa Terezín, ¿qué significado tiene para usted esta conmemoración en el contexto de la memoria histórica checa y europea, considerando Auschwitz como un símbolo del alcance de la crueldad humana?
Aquí tendríamos que enfocarnos de otra manera. La liberación de Auschwitz es, simplemente, un recordatorio imborrable. Como he dicho, en la historia del mundo, el 27 de enero de 1945 es un acontecimiento tan significativo como el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Es un hecho fundamental. No se trata exclusivamente de los judíos, aunque, por circunstancias, la mayoría de las víctimas civiles de la Segunda Guerra Mundial lo fueran. Este suceso tuvo un trasfondo histórico, unas raíces de odio de las cuales surgió todo. Pero lo esencial aquí es reflexionar sobre lo que un ser humano puede hacerle a otro. Ese es el verdadero alcance de este acontecimiento, su dimensión ética y moral: ¿hasta qué punto puede un hombre ejercer semejante brutalidad sobre otro?
Por supuesto, está ligado a la época. Hoy en día, la frase se ha convertido casi en un cliché, pero Auschwitz fue literalmente una fábrica de muerte. No me gusta decirlo, pero es así. Personalmente, no tengo odio hacia Alemania ni hacia los alemanes, a pesar de lo que vivieron mis propios padres. Al contrario, tengo un gran respeto por Alemania, su cultura y su sociedad. En su momento, era una de las naciones más avanzadas del mundo, cuna de premios Nobel. Curiosamente, muchos de ellos eran judíos, pero eso es otra historia. Quizás, si esos grandes intelectuales judíos hubieran nacido en otro país, no habrían logrado lo que lograron.
No soy alguien que condene a Alemania a priori. Sin embargo, su meticulosidad, esa misma precisión con la que construyen y organizan, también la aplicaron a la maquinaria del exterminio. Crearon un sistema de muerte perfectamente estructurado, una industria de la aniquilación humana. Es absurdo, pero fue real. En este sentido, Auschwitz es un recordatorio. Y sí, se trató de alemanes y judíos, pero eso es casi una coincidencia histórica. La cuestión de fondo es otra: Auschwitz es un recordatorio de hasta dónde puede llegar la crueldad humana.
El 27 de enero de 1945, cuando las puertas del campo se abrieron, el mundo por fin supo la verdad. Hasta ese momento, se rumoreaba que allí ocurrían atrocidades, pero nadie comprendía la magnitud del horror. Cuando llegaron noticias de dos prisioneros que lograron escapar (casualmente, ambos eran eslovacos), la gente se negó a creerlo. Decían: “Eso es imposible. Quizás en la Edad Media, pero no ahora”. Sin embargo, era real. Auschwitz es el ejemplo absoluto de la barbarie, un recordatorio eterno.
A lo largo de la historia, el antisemitismo ha adoptado distintas justificaciones, desde motivos religiosos hasta teorías raciales y narrativas políticas contemporáneas. ¿Por qué cree que esta ideología persiste a pesar de la evidencia histórica en su contra, y qué mecanismos podrían desmantelar su influencia en la sociedad actual?
Si analizamos por qué ocurrió específicamente en el contexto de la comunidad judía, llegamos al antisemitismo. Pero el antisemitismo es otra cuestión, un problema completamente distinto que debemos abordar desde otra perspectiva. Es una enfermedad, un virus que ha existido a lo largo de la historia de la humanidad, como una dolencia persistente en la sociedad.
Sus raíces se remontan a la antigüedad. Los judíos fueron los primeros en proclamar la existencia de un único Dios, lo que los hizo “diferentes”. En la Roma antigua ya se les veía como extraños: “No adoran a Júpiter, ni a Apolo, sino a un Dios invisible”. Ahí empieza todo. Con el tiempo, esto se transformó y se intensificó. Durante casi 2000 años, el antisemitismo se perpetuó a través de las enseñanzas cristianas, en particular de la Iglesia católica, que inculcó la idea absurda de que “los judíos mataron a Jesús”.
Esa afirmación no tiene sentido alguno, porque si Jesús era judío, entonces, según esa lógica, los judíos mataron a otro judío. Pero la narrativa caló hondo. Se convirtió en un dogma que influyó enormemente en la historia. Desde la Edad Media hasta la era moderna, en tiempos donde la mayoría de la gente era analfabeta y solo conocía historias transmitidas oralmente, esta mentira se propagó sin cuestionamientos. De hecho, podríamos decir que la Iglesia católica inventó una de las primeras fake news de la historia: una interpretación falsa de los hechos, si es que realmente ocurrieron como se narran.
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son amalgamas de relatos. Pero el mensaje que quedó fue claro: “Los judíos mataron a Jesús”. Y con esa frase, tan simple y sin fundamento, se justificaron atrocidades inimaginables a lo largo de los siglos.
En el siglo XX, sin embargo, esa explicación ya no bastaba, porque estaba claro que los hechos eran otros. Pero apareció una nueva narrativa: en el siglo XIX, con la teoría de la evolución de Darwin, se empezó a considerar que, al igual que había distintas especies en el reino animal, también había diferencias fundamentales entre los grupos humanos. A partir de ahí, no tardó en surgir la ideología racial nazi. De repente, los judíos ya no eran “los que mataron a Jesús” ni “los que creen en un Dios distinto”, sino una raza completamente ajena. Sobre esta base se construyó toda la ideología nazi, que terminó en los campos de concentración.
En el contexto actual del conflicto entre Israel y Palestina, ¿cómo podemos diferenciar la crítica legítima a un gobierno de la propagación de discursos de odio que perpetúan estereotipos históricos y fomentan nuevas formas de antisemitismo?
Si miramos la actualidad, vemos que esa justificación tampoco basta. Hoy, con el conflicto entre Israel y Palestina, ha surgido una nueva narrativa: ahora los judíos son presentados como los que “matan niños”, una versión moderna de los mitos medievales sobre los supuestos rituales de sangre. En la historia de Checoslovaquia, la llamada “aféra Hilsner” (9) fue un episodio que abrió los ojos de muchas personas, y uno de los primeros en denunciar el antisemitismo que la rodeaba fue Tomas Masaryk, quien más tarde se convertiría en el primer presidente de Checoslovaquia.
Pero en el mundo actual, la simplificación del conflicto es peligrosa. Combatir este tipo de narrativas llevará mucho tiempo, porque la historia se está repitiendo: la gente cree en algo que no es cierto. Lo que está ocurriendo es un conflicto bélico, pero el modo en que se presenta en la opinión pública responde a los mismos patrones históricos que hemos visto antes.
El 7 de octubre de 2023, cuando Hamás atacó Israel, los primeros lugares que asaltaron fueron los kibutz de la frontera con Gaza, comunidades que promovían la paz y la convivencia con los palestinos. Estas personas habían acogido a palestinos en sus hogares, y fueron asesinadas por quienes consideraban sus amigos. Esto no tiene una explicación racional. Es el resultado de décadas de odio inculcado, de generaciones enteras deformadas por una ideología extremista. Y así como en el pasado la narrativa antisemitista justificó crímenes atroces, hoy estamos viendo cómo se reciclan esos mismos discursos, con las mismas consecuencias devastadoras.
Terezín es un símbolo único dentro del sistema de campos de concentración, con su doble función de gueto y centro de tránsito. ¿Qué cree que diferencia a Terezín de otros campos como Auschwitz y qué desafíos implica transmitir esa historia?
Es una muy buena pregunta. Yo suelo enfatizar que Terezín, dentro del sistema de campos de concentración y exterminio, ocupa un lugar único en el sentido de que es el único sitio donde existía algo parecido a una cultura. Esto surgió, por supuesto, por casualidad, pero no es una casualidad absoluta. En primer lugar, las personas que fueron enviadas a Terezín, inicialmente deportadas desde el llamado Protectorado de Bohemia y Moravia, y más tarde también desde Alemania, Austria y muchas otras nacionalidades durante la guerra, solían pertenecer a la élite de sus países. En su mayoría eran artistas, científicos, e incluso políticos; personas que estaban profundamente integradas en la sociedad y que, de repente, se encontraron encerradas en un solo lugar. Estaban acostumbradas a expresar su creatividad, lo que al principio no les fue permitido, pero con el tiempo, y no tardó mucho, ya en 1942, el mando nazi se dio cuenta de algo que habían aprendido en otros campos de concentración: la amenaza de rebeliones.
Los prisioneros en los campos nazis planeaban levantamientos, el más famoso, por supuesto, fue el del gueto de Varsovia. Y mientras tanto, en la Conferencia de Wannsee (1942), ya se había decretado oficialmente cuál sería el destino de esas personas: la “Solución Final” significaba simplemente la muerte. Así que el mando nazi tomó una decisión sin precedentes: permitirles cantar, pintar, hacer teatro, escribir libros y componer música sin restricciones. ¿Por qué no?, si al final, de todos modos, los matarían a todos.
Eso es lo que hace a Terezín único: de repente, allí se produjo una explosión de creatividad que no se vio en ningún otro campo. Y con esa creatividad, con ese arte, con todo lo que surgió allí, se generó una enorme esperanza. Los prisioneros recuperaron, al menos en parte, su identidad. No solo lograron mantener su cultura internamente, sino que intentaron mostrar al mundo exterior que no eran solo números. Cuando llegó la Cruz Roja, los prisioneros cantaron ante sus representantes, en un acto de tremenda ironía.
El delegado de la Cruz Roja era un joven en su primera misión y no entendió en absoluto lo que estaba sucediendo. De repente, vio que un coro cantaba el Réquiem de Verdi, una misa cristiana por los muertos. ¿Cómo podían los judíos cantar una misa cristiana? “Jesús, Cristo”, repetían en latín una y otra vez. Él no lo comprendió en absoluto, ni se acercó a entenderlo.
Ese es precisamente el fenómeno único de Terezín, que sigue resonando hasta hoy. En lo que respecta a la música, estamos intentando dar a conocer esta historia y lo hemos logrado. Por ejemplo, hemos reconstruido este Réquiem de Verdi, e incluso se ha creado una fundación independiente en Estados Unidos que ha tenido gran éxito con varias representaciones basadas en esta historia.
También está la literatura y, sobre todo, la música compuesta en Terezín, donde destaca la llamada “Gran Cuarteta”: Viktor Ullmann, Hans Krása, Erwin Schulhoff y Pavel Haas. En Terezín, componían música como una forma de seguir creyendo en la esperanza, lo cual es absolutamente único. Por ejemplo, Haas fue alumno de Leoš Janáček y fue asesinado en Auschwitz. Si no lo hubieran matado, hoy sus obras serían tan reconocidas como las de Janáček.
También surgió un arte visual extraordinario. En parte, porque algunos prisioneros recibían órdenes de pintar obras que se utilizarían para otros trabajos de construcción en el campo. Entre ellos estaba Zelenka, un famoso escenógrafo del Teatro Liberado y arquitecto de formación. Hubo planes para muchas construcciones, y parte de ese arte fue utilizado para fines prácticos dentro de Terezín. Sin embargo, cuando los artistas tuvieron acceso a materiales y la posibilidad de expresarse, comenzaron a pintar lo que veían a su alrededor, algo que no ocurrió en ningún otro campo de concentración.
Terezín sigue siendo, hasta el día de hoy, un fenómeno cultural absolutamente excepcional. En 1944, los nazis convencieron a la Cruz Roja Internacional de que el campo de concentración checo de Terezín era un agradable asentamiento para judíos. ¿Qué impacto tuvo esa visita de la Cruz Roja en la percepción internacional de lo que realmente ocurría en el campo de concentración de Terezín y en los demás campos nazis?
Lo terrible fue que, antes de aquella visita, tuvieron que deportar a muchas personas mayores para que no pareciera que había solo gente enferma o en condiciones deplorables. Al principio, allí estaban principalmente personas en peor estado, así que se realizaron deportaciones masivas –sobre todo hacia Auschwitz– justo antes de aquella visita, pero lamentablemente también después, para deshacerse de los testigos. Todo fue parte de un gran engaño. Allí se filmaron películas de propaganda, por lo que Terezín sirvió también a los nazis como herramienta propagandística.
Sin embargo, para las personas que estaban allí, aquello tuvo cierto significado, porque al menos por un momento podían olvidar dónde se encontraban. Lamentablemente, hoy sabemos –aunque en aquel tiempo no se sabía– que todo acabó trágicamente, porque la llamada “solución final” ya estaba decidida. Los nazis sabían desde el principio que a los judíos de Terezin los iban a exterminar.
La capacidad de Auschwitz para recibir y procesar grandes masas humanas no parece fruto del azar, sino de una planificación meticulosa. Desde la rampa de trenes construida expresamente para las deportaciones, hasta cada detalle del funcionamiento interno del campo. ¿Cómo se llevó a cabo esta planificación? ¿Qué nos revela sobre la intención detrás de esa infraestructura?
Auschwitz no nació como fábrica de exterminio. En un principio, fue construido en 1940 por las SS como un campo de concentración y prisión para prisioneros políticos polacos, y más adelante, como campo de prisioneros de guerra soviéticos. Su ubicación estratégica, cerca de la ciudad de Oświęcim en la Alta Silesia –entonces anexada por la Alemania nazi– y su conexión ferroviaria, lo convirtieron en un lugar ideal para la expansión de la represión. Pero lo que comenzó como un campo carcelario pronto se transformó en la culminación más perfecta y perversa de la ingeniería del exterminio.
Auschwitz fue creciendo y mutando. Con el tiempo, se convirtió en un complejo que incluía Auschwitz I (el campo original), Auschwitz II-Birkenau (el principal centro de exterminio), y Auschwitz III-Monowitz (campo de trabajos forzados al servicio de empresas como IG Farben). Esta metamorfosis no fue casual, sino resultado de una planificación meticulosa, al servicio de un propósito monstruoso: el genocidio.
Uno de los testimonios más impactantes sobre esta fase final del horror menciona cómo la infraestructura misma fue adaptándose para facilitar el crimen a escala industrial: “… luego se amplió aún más esa vía del tren, que pasaba directamente hasta el interior –hasta donde hoy en día llegan camiones– pero en ese entonces se planeaba incluso una sección posterior, una ampliación aún mayor. Especialmente en el año 1944, cuando comenzaron las deportaciones masivas de los judíos húngaros, todo eso fue una tragedia desde el principio.”
Los números no mienten: entre mayo y julio de 1944, en menos de tres meses, fueron deportados a Auschwitz más de 430,000 judíos húngaros, la mayoría asesinados al llegar. Fue el momento más letal del campo. “Lo peor fue al final. Con la deportación desde Budapest llegaron unas 340,000 personas, tal vez hasta 410,000. Pero todo eso acabó de la manera más horrenda. Solo tenemos fotografías de esos últimos transportes, las imágenes tomadas a fines del año 1944. Antes de eso, nunca se había fotografiado nada. Ni en secreto. Ni siquiera los propios alemanes. Nadie sabe por qué. Las imágenes que existen –de las llegadas, de los barracones, del atardecer– son todo lo que quedó.”
Esta afirmación encierra un hecho escalofriante: los únicos documentos fotográficos que han sobrevivido del proceso sistemático de exterminio son del final, del llamado “Álbum de Auschwitz”, tomado por las SS, que registra paso a paso la llegada y selección de los judíos húngaros. Antes de eso, hubo silencio visual. Ni los mismos verdugos quisieron dejar constancia. La cámara se activó justo cuando la maquinaria estaba por colapsar. Como si la historia, en su último acto, se hubiera obligado a sí misma a conservar al menos un eco visible del infierno.
Auschwitz no fue un accidente. Fue un proyecto, una red ferroviaria conectada a la ideología de la muerte. Desde el trazado de las vías hasta la disposición de los barracones, todo respondió a una lógica precisa: hacer del asesinato un procedimiento eficiente, repetible, silencioso y sin nombre.
Pero las imágenes, como los fantasmas, reaparecen. Y es gracias a esas últimas fotografías, a esas secuencias de sombras descendiendo de los vagones, que aún podemos mirar –sin comprender del todo– lo que allí ocurrió. La historia no dejó testigos vivos en muchos casos, pero sí una prueba muda. Y esa prueba habla y grita.
Cuando el tren se detenía en la rampa de Auschwitz y los vagones se abrían, comenzaba la selección: una decisión inmediata entre la vida y la muerte. ¿En qué se basaban los oficiales nazis para decidir quién vivía unas horas más y quién era enviado directamente a las cámaras de gas? ¿Cómo se ejecutaba ese acto brutal de “clasificación” humana?
“Vida a la izquierda, muerte a la derecha”: la selección en la rampa de Auschwitz. Era el destino de los seleccionados.
Cuando el tren se detenía en la rampa de Auschwitz, los prisioneros eran obligados a bajar de los vagones de ganado. Todo lo que llevaban consigo les era confiscado de inmediato. Luego, se los alineaba en filas para ser sometidos a la temida selección. Tenían que presentarse ante un oficial de las SS, casi siempre un médico, aunque el más tristemente célebre fue el Dr. Josef Mengele.
Mengele, conocido por su porte impecable –guantes blancos, uniforme perfectamente planchado diseñado por Hugo Boss, una elegancia tan meticulosa como inhumana– decidía, con apenas un leve gesto de la mano, quién vivía y quién moría. A un lado, los que eran considerados “aptos para el trabajo”, generalmente adultos jóvenes en buen estado físico; al otro, los niños, los ancianos, los enfermos… es decir, todos aquellos que eran enviados directamente a las cámaras de gas, aunque ellos no lo sabían.
La mayoría se formaba en las filas con disciplina, convencidos por los discursos engañosos de que iban a ser alojados y luego trasladados a trabajos. No sabían que aquel sencillo gesto –a veces apenas un movimiento del dedo índice– sellaba su destino: a la izquierda, la vida; a la derecha, la muerte.
Algunos decidían marchar hacia la muerte voluntariamente. Madres que no querían separarse de sus hijos, esposas que se negaban a dejar a sus maridos atrás, padres que abrazaban a sus niñas con la firmeza de los que ya no esperan milagros. Querían morir juntos. Y lo hicieron.
Pero también hubo casos excepcionales en los que la astucia y el amor dieron una oportunidad: niñas que se hicieron pasar por mayores para unirse a sus madres en la fila de los “aptos para trabajar”, logrando así escapar del exterminio. Algunas sobrevivieron para contarlo. Otras, simplemente para recordarlo.
La selección en la rampa de Auschwitz no fue un procedimiento administrativo, sino una coreografía milimétrica del horror, ejecutada con precisión clínica por hombres que llevaban guantes blancos mientras decidían el destino de millones.
En la entrada de cada campo de concentración nazi, destacaba un portón de hierro con la inscripción en alemán “Arbeit macht frei” (“El trabajo libera”). ¿Qué simbolismo ocultaba realmente esta frase en el contexto del Holocausto? ¿Y cuál es el significado, si lo tiene, de que en Auschwitz la letra “B” de Arbeit aparezca invertida?
El significado original de esa frase es, en apariencia, diferente: si uno escucha “el trabajo libera”, podría no encontrar en ella nada particularmente siniestro. Pero en el contexto de los campos de concentración nazis, formaba parte de una estrategia propagandística brutal. El régimen utilizó esa consigna como herramienta de engaño, en particular contra las comunidades judías, a las que redujo a la condición de esclavos, explotándolos hasta el límite de la muerte.
Dentro del macabro guion de la llamada “Solución Final”, existía incluso un término específico: el “aniquilamiento por trabajo”, donde los prisioneros eran destinados a morir lentamente, consumidos por la extenuación.
El famoso letrero “Arbeit macht frei”, colocado sobre la entrada de Auschwitz, fue confeccionado por prisioneros. Y ahí surge un detalle revelador: la letra B de “Arbeit” aparece invertida. Aún hoy se debate si fue un accidente o un acto deliberado. Personalmente, me inclino a pensar que fue intencionado. Era, a su manera, un gesto de resistencia silenciosa. Un pequeño acto de desafío en medio del horror: quienes sabían perfectamente qué sucedía allí se negaban, aunque fuera simbólicamente, a ser reducidos a meros números.
Podría parecer, superficialmente, un acto humorístico. Pero no lo era. En Auschwitz, cada pequeño gesto de desobediencia podía costar la vida. Y, con toda probabilidad, quienes se atrevieron a torcer esa letra pagaron ese gesto de dignidad con su existencia.
En medio del infierno que era Auschwitz, se sabe que una orquesta de prisioneros tocaba música mientras los nuevos deportados cruzaban la entrada. ¿Qué propósito siniestro tenía esta puesta en escena musical, y qué efecto psicológico buscaban lograr sobre las víctimas en esos últimos momentos de engañosa esperanza?
Otra pieza clave de la maquinaria propagandística nazi consistía en mantener –al menos superficialmente– una cierta “moral” entre los prisioneros, o más bien, en preservar una calma aparente. La intención era que los recién llegados ingresaran al campo de concentración en un estado de engañosa serenidad, creyendo que no les ocurriría nada terrible.
En algunos de estos lugares, como en Auschwitz, había incluso una orquesta permanente formada por prisioneros. Su tarea era tocar música –principalmente piezas que agradaban a Hitler, como “El bello Danubio azul”– mientras los deportados llegaban o eran obligados a marchar. También se interpretaban marchas militares mientras los prisioneros eran forzados a caminar interminablemente alrededor de los barracones donde serían “alojados”, en la macabra jerga del campo.
Se sabe que existieron varias de estas orquestas de internos. Un ejemplo conmovedor es el del prisionero checo Otto Sattler, un virtuoso violinista. Si hoy revisamos películas checas de los años 60, filmadas en los estudios cinematográficos checos de Barrandov, y vemos a un violinista interpretando en un bar, ese es Otto Sattler. Él sobrevivió a Auschwitz tras pasar por la puerta de hierro forjado y atravesar el infierno.
En una de las escenas más estremecedoras de su vida, Sattler fue obligado a formar parte de la orquesta que tocaba frente a la cámara de gas. Allí, mientras veía a su propia familia conducida a la muerte, tuvo que tocar para ellos.
¿La sistematización del exterminio en Auschwitz no fue acaso el acto más siniestro de la modernidad: convertir el asesinato en una rutina, la masacre en una tarea de oficina, y el exterminio en un problema logístico? Lo pregunto pensando en las palabras cínicas de Adolf Eichmann, quien, frente a sus interrogadores del Mossad, se atrevió a decir sin un atisbo de remordimiento: “Cuando se matan cientos de miles, ya no hablamos de asesinato… hablamos de una estadística”.
Ellos tenían una tarea: liquidar al mayor número de personas en el menor tiempo posible. Se han conservado cartas de oficiales de las SS en las que se quejaban de que la ejecución directa –es decir, mediante disparos u otros métodos– les causaba problemas, no solo a ellos mismos sino también a sus subordinados. Incluso aunque escribían en los registros y documentos, que sabían que estaban tratando con “subhumanos”, reconocían que esas personas se veían como seres humanos, y que disparar a mujeres y niños era, después de todo, algo que provocaba rechazo, incluso en ellos.
Era necesario, por tanto, idear un método más anónimo de asesinato. De ahí surgió el uso de las cámaras de gas. No se trataba de un gas ordinario: era, en esencia, un insecticida. Todo comenzó casi por casualidad. Durante unas pruebas, se descubrió que este insecticida –el llamado Zyklon B– tenía efectos letales también en otros seres vivos.
Fue Karl Fritzsch, subcomandante del campo de Auschwitz, quien propuso su uso. Reportó que, si el Zyklon B servía para exterminar piojos, también podía emplearse para eliminar a “plagas humanas”. Así fue como empezó todo. Las primeras víctimas fueron prisioneros de guerra soviéticos. Luego, al ver que este método era aún más rápido que otros –como el uso de monóxido de carbono, empleado en lugares como Chełmno, donde se utilizaban camiones de gases–, el sistema fue adoptado a gran escala.
Se ampliaron así las cámaras de gas en el complejo de Birkenau. El propio comandante del campo, Rudolf Höss, lo dejó registrado en su diario: “Debo admitir abiertamente que el gaseamiento me produjo una sensación de alivio, porque en breve debíamos comenzar la exterminación masiva de judíos. Era una tarea que debía cumplir.”
Para él, el asesinato en masa había dejado de ser un problema logístico. Lo inverosímil –y espeluznante– es ver cómo todos los involucrados en esta maquinaria desarrollaban la operación como si de una simple tecnología industrial se tratara. Como si no se tratara de seres humanos, sino de unidades de producción defectuosas en una fábrica.
Y, de hecho, Auschwitz se convirtió en eso: una fábrica de muerte, un engranaje eficiente cuyo único “producto” era el exterminio humano. Los que participaron en ello cumplieron su “tarea” con la frialdad de quien fabrica autos o piezas de maquinaria. Solo que aquí, el producto final era la muerte.
¿Hasta qué punto fue deliberada la estrategia de engaño –de conducir a los prisioneros pasivamente a la muerte– para minimizar la resistencia de las víctimas en sus últimos momentos? ¿Cree usted que esta teatralidad macabra revela algo aún más siniestro sobre la psicología de los verdugos?
Primero, hay que entender que ellos no sabían en absoluto hacia dónde los llevaban.
Se les decía que, como parte del proceso de admisión al campo, era necesaria una desinfección completa. Muchos creían realmente que iban a ser conducidos a unas duchas para ser aseados antes de ser asignados a distintos trabajos. El sadismo del engaño era abrumador: les entregaban un trozo de jabón y les pedían que memorizaran el lugar donde colgaban su ropa, “para cuando regresaran después del baño”. La realidad, sin embargo, era brutalmente distinta.
Tras ser separados, eran llevados a una sección trasera del complejo, donde se abría ante ellos un largo corredor. Todo estaba diseñado para mantener la ilusión: las cámaras parecían auténticas salas de baño, con falsas duchas instaladas en el techo y puertas selladas herméticamente.
Pero en lugar de agua, lo que caía era gas.
En el momento en que las puertas se cerraban, se liberaba el Zyklon B, ese mortal insecticida reconvertido en arma de exterminio.
El proceso era atroz y despiadado: entre quince y veinte minutos bastaban para que todos los que quedaban atrapados allí murieran asfixiados.
Y así, en medio de un engaño cuidadosamente construido, miles de vidas eran segadas sin que siquiera supieran que estaban caminando hacia su propia muerte.
Su padre, en su libro Gas, gas… y luego fuego, escribió estas palabras estremecedoras, cito: “Sobrevivir a este huracán de furia nazi me parecía ya imposible. ¿Quién pedirá cuentas por ellos? Yo no. Ellos ya no están. ¿Y quién más? ¿Mi hijo? Pero él no los conoció, ni imagina lo que su padre vio aquí fuera. Y si lo supiera, se desesperaría. Es mejor que no sepas, hijo mío. Así podrás seguir viviendo sin cargar con este peso. Porque si supieras cómo desaparecieron, cómo fueron aniquilados, sentirías vergüenza de llamarte ser humano.” Aunque su padre sobrevivió, deja planteada una cuestión brutal: ¿Cree usted que, ante el horror vivido, nosotros, como humanidad, deberíamos sentir vergüenza de llamarnos seres humanos?
Es difícil expresarlo de manera general. Para los que sobrevivieron, aquello no fue solo una tragedia: fue una herida eterna que nunca llegó a cicatrizar. Muchos de ellos arrastraron ese dolor hasta el último de sus días, incapaces de reconciliarse con un mundo que había permitido semejante barbarie.
Nosotros, los que venimos después, tenemos el deber de mirar este horror desde otra perspectiva: como una advertencia urgente, una alarma encendida para toda la humanidad.
Para los sobrevivientes, esa advertencia fue más que un deber; fue una misión vital. Se convirtieron en portadores de una memoria que no podía desaparecer.
Mi padre fue uno de ellos: escribió varios libros, recorrió escuelas en los años sesenta –cuando aún hablar del Holocausto era casi un acto de resistencia– y contó su historia a generaciones que ni siquiera sabían que una vez la oscuridad había reinado tan cerca.
No estuvo solo. Muchos, como él, entendieron que su sobrevivencia llevaba consigo una responsabilidad sagrada: la de contar, la de advertir, la de recordar en voz alta.
¿Lograron evitar que se repitiera? Quizá en parte, en algunos rincones del mundo. Pero el olvido es un adversario silencioso y tenaz. Cada generación nueva olvida un poco más.
Por eso debemos repetirlo una y otra vez: la lucha entre el bien y el mal no termina nunca. Cambian los rostros, cambian los nombres, pero el drama se repite, como una obra maldita en un escenario que nunca se vacía.
La historia enseña, sí. Pero solo si hay quienes estén dispuestos a escuchar.
Y ese, creo yo, sigue siendo nuestro desafío más urgente: no dejar que la memoria sea solo un eco en un desierto de indiferencia.
Su padre, tras sobrevivir a los horrores del Holocausto, dejó testimonio en palabras que estremecen por su crudeza y honestidad. En Budapest, escribió: “Mi vida ya está perdida. A veces me avergüenzo, sí, me avergüenzo de haber sobrevivido mientras tantos mejores que yo perecieron. Aunque respiro, estoy muerto en espíritu, torturado hasta lo más profundo.” ¿No es esta confesión, desgarradora y lúcida, el retrato más feroz de la culpa del superviviente? ¿Hasta qué punto el peso de la memoria puede ser tan insoportable que incluso el acto de seguir viviendo se convierte en una carga insoportable?
Encontrar fuerzas para vivir después de aquello fue terriblemente difícil. En nuestro caso, aún más. Mis padres lograron, contra toda lógica, hallar dentro de sí mismos el impulso de comenzar de nuevo, pese a las inmensas dificultades que enfrentaron al regresar a Praga: no tenían hogar, habían perdido todas sus pertenencias, y muchos de los objetos que dejaron en custodia habían desaparecido.
Mi padre, sin embargo, encontró consuelo al poder volver a su verdadera pasión: el periodismo. Regresó a escribir en su querida redacción y a trabajar en la radio. Pero no tardaron en llegar nuevos tiempos oscuros. Tras la llegada al poder de los comunistas en febrero de 1948, y especialmente con los procesos de Slánský (10) en los años 50, la comunidad judía sufrió otra oleada de persecución, distinta en forma, pero igual de brutal. El régimen comunista reemplazó al nazismo: menos masivo, sí, pero más prolongado, porque duró más de cuarenta años.
Mi padre no llegó a verlo todo: falleció en 1967. Y aunque no diría que he “cerrado” su historia, sí he continuado su legado. Durante treinta años he trabajado en diversas instituciones judías, luchando por preservar la memoria de los que sobrevivieron y por darles un otoño de vida digno: conseguimos indemnizaciones, restituciones de bienes y, sobre todo, justicia moral.
Hoy seguimos enfrentando otro desafío: las nuevas generaciones no tienen esa experiencia viva. Lo veo en los estudiantes: hay que empezar desde el principio, explicar lo más básico. Por eso, visitar Auschwitz, ese lugar auténtico de horror, tiene un valor insustituible. Leer libros, ver películas, puede conmover. Pero estar allí, pisar ese suelo, sentir ese vacío, confronta al visitante con una verdad que ningún relato puede transmitir. Antes, escuchar directamente a los supervivientes era lo más valioso. Hoy, nuestro deber es mantener esa voz viva, aunque ya no estén.
Finalmente, doctor Kraus, le pido que complete esta frase: El Holocausto es…
…el capítulo más trágico en la historia de la humanidad y, al mismo tiempo, la mayor masacre jamás perpetrada en la era moderna mediante métodos industriales.
Muchas gracias por estar aquí con nosotros, Plenamar, y por ser parte de esta memoria que la civilización no puede permitirse olvidar.
Gracias a ustedes por brindarme la oportunidad de, al menos, acercar un poco a la comprensión de una tragedia tan compleja.
Posdata del autor
El doctor Tomás Kraus no solo resguarda la memoria de quienes fueron silenciados, sino también el legado de su padre, František Kraus, periodista, comunicador y escritor esencial de la Primera República Checoslovaca. Hombre de palabra y conciencia, František fue amigo cercano de Max Brod y conoció en su infancia a Franz Kafka, sobre quien escribió un cuento que hoy, con respeto y asombro, estoy traduciendo al español.
Tras la II Guerra Mundial, František Kraus se convirtió en una de las voces más firmes en defensa de las víctimas del Holocausto, mientras su madre –símbolo de otra forma de resistencia– se encerró en un silencio absoluto hasta su muerte, incapaz de regresar con palabras a aquel abismo.
Entre la voz que luchó por recordar y el silencio que eligió olvidar, nació un testimonio que hoy todavía respira entre nosotros.
NOTAS
(1) Auschwitz no fue solo un campo de concentración: fue la mayor fábrica de muerte jamás creada por el ser humano. Situado en el sur de Polonia, cerca de la ciudad de Oświęcim, Auschwitz se convirtió en el epicentro de la maquinaria de exterminio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Compuesto por varios complejos –Auschwitz I, Auschwitz II-Birkenau y Auschwitz III-Monowitz, entre otros–, el campo combinaba trabajos forzados, experimentos médicos atroces y el asesinato sistemático de judíos, gitanos, prisioneros de guerra soviéticos y otros perseguidos. Entre 1940 y 1945, más de 1,1 millones de personas fueron asesinadas allí, la mayoría en cámaras de gas. Hoy, Auschwitz permanece como un símbolo universal del horror, la barbarie y el abismo moral al que puede descender la humanidad.
(2) Terezín –también conocido como Theresienstadt– fue un campo de concentración nazi atípico, ubicado en la antigua fortaleza militar de Terezín, en la actual República Checa. Diseñado como un gueto-modelo para engañar a la opinión pública internacional, Terezín sirvió de escenario de propaganda donde los nazis intentaron ocultar la brutal realidad del Holocausto. Allí fueron confinados principalmente intelectuales, artistas, músicos y científicos judíos, muchos de los cuales continuaron creando obras en condiciones infrahumanas. Aunque no fue un centro de exterminio como Auschwitz, las condiciones de hambre, hacinamiento y enfermedad provocaron la muerte de decenas de miles de prisioneros, y la mayoría de los sobrevivientes fueron deportados posteriormente a campos de exterminio. Hoy, Terezín es un símbolo de la resistencia espiritual frente al horror, y un testimonio silencioso de la dignidad arrebatada.
(3) Choceň es una localidad del distrito de Ústí nad Orlicí en la región de Pardubice, República Checa. Se encuentra ubicada al noreste de la región, en la zona sur de los Sudetes centrales, cerca del río Orlice –un afluente izquierdo del curso alto del río Elba–, y de la frontera con Polonia
(4) Tomáš Garrigue Masaryk (1850–1937) fue un filósofo, sociólogo y político checo, considerado el padre fundador de Checoslovaquia. Defensor de los derechos humanos, la democracia y la verdad como principios políticos, lideró la independencia checoslovaca tras la Primera Guerra Mundial y se convirtió en su primer presidente. Su legado es el de un estadista humanista que luchó contra el autoritarismo y el antisemitismo, apostando por una Europa basada en la dignidad de la persona.
(5) Kibutz es una forma de comunidad colectiva surgida en Israel a principios del siglo XX, basada en principios de igualdad, trabajo compartido y propiedad común. Nacidos del ideal sionista socialista, los kibutzim combinaron el trabajo agrícola con una vida comunitaria austera y solidaria, donde el bienestar colectivo primaba sobre los intereses individuales. Fueron un pilar crucial en la construcción del Estado de Israel.
(6) David Ben Gurión fue el principal fundador del Estado de Israel y su primer primer ministro, símbolo de la independencia y el liderazgo visionario del pueblo judío en el siglo XX.
(7) Rudolf Slánský fue un político comunista checoslovaco de origen judío y una de las principales víctimas de los juicios políticos estalinistas, ejecutado tras ser acusado en un proceso antisemita en 1952.
(8) Judíos marranos fueron aquellos judíos en España y Portugal que, durante la Inquisición, se vieron forzados a convertirse al cristianismo en apariencia, mientras mantenían en secreto sus prácticas y fe judía, viviendo entre el miedo y la clandestinidad.
(9) “aféra Hilsner” fue un célebre caso de antisemitismo en la Bohemia de fines del siglo XIX, donde Leopold Hilsner, un joven judío, fue falsamente acusado de asesinato ritual en 1899. El caso desató una ola de odio antijudío, y su injusticia movilizó a figuras como Tomáš Masaryk, que defendió públicamente su inocencia en un acto de gran valentía moral.
(10) Ver nota 7.
Tomáš Kraus (1954, Praga) es director del Instituto de la Iniciativa de Terezín y representante del American Jewish Committee en la República Checa. Entre 1991 y 2022 fue secretario de la Federación de Comunidades Judías, donde impulsó su renovación institucional y promovió la restitución de propiedades judías y la compensación a víctimas del Holocausto.
Historiador literario, se ha especializado en autores judeochecos de lengua alemana como Kafka y Brod. Tras la caída del comunismo, fue figura clave en la revitalización de la comunidad judía checa. En 2025 recibió la Medalla de Oro de Austria por su labor en las relaciones checo-austríacas.
Hijo del escritor y resistente antinazi František R. Kraus, estuvo vinculado desde joven a la vida cultural de Praga, en especial a la Sección de Jazz, donde organizó festivales y escribió para diversas publicaciones. Estudió Derecho en la Universidad Carolina.
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Ariosto Antonio D’Meza es escritor en español y checo, además de cineasta. Reside en Praga.