Imagen, sonido y su función codificadora en el discurso cinematográfico
(Análisis de contenido de Muerte en Venecia y Apocalypse Now)
Muerte en Venecia
Un testimonio irrebatible lo ofrece Muerte en Venecia de Visconti (Morte a Venezia, 1970). En esta obra, fragmentos de la Tercera Sinfonía de Gustav Mahler se despojan parcialmente de su impronta autoral para devenir música fílmica, subordinada al relato y a la arquitectura total del filme. Visconti no nos presenta la música como fin autónomo, sino que la funde con la subjetividad del protagonista y con la urdimbre dramática del celuloide. El espectador, al acompañar el periplo interior de Aschenbach, absorbe simultáneamente la textura sonora que lo envuelve. No cabe duda de que Visconti eligió a Mahler no sólo por sus virtudes musicales, sino porque la dimensión biográfica y existencial del compositor impregnaba la estructura significativa de la película.
Es como si Visconti se hubiera nutrido del viaje final de Mahler, cuando en la primavera de 1911 cruzó el Atlántico desde América, acompañado ya por el hálito de la muerte. Incluso sin conocer la biografía del músico, las imágenes iniciales del filme —barcos fantasmales emergiendo lentamente del gris, mecidos por los acordes de Mahler en una mar amenazante— evocan arquetipos célticos y germánicos donde el tránsito hacia el más allá discurre inexorablemente sobre las aguas.
Conviene asimismo considerar a Thomas Mann, autor de la novela original, cuya concepción de la música, influida por Schopenhauer y Nietzsche, la situaba en el epicentro de todas las artes. Muerte en Venecia se distingue por la unidad de su atmósfera musical: un continuum emocional que rehúye toda explicación racional y habla directamente a la sensibilidad. El Adagietto de la Quinta Sinfonía, tema axial del filme, comparece en seis ocasiones —cinco orquestales, una para piano—. Visconti confesaría más tarde que, desde el primer instante en que escuchó el Adagietto, comprendió que tejía con perfección absoluta la imagen, el movimiento, el montaje y el ritmo interior de su obra.
Junto al Adagietto resuenan un breve pasaje de la Cuarta Sinfonía y un segmento del cuarto movimiento (Misterioso) de la Tercera en re menor, que Mahler subtituló Lo que me cuenta la noche, inspirado en Así habló Zaratustra. Este fragmento acompaña una escena de plenitud artística y humana de Aschenbach, sentado en la playa, en la que la imperfecta belleza del adolescente dialoga con la perfecta belleza de la música.
También aquí es música del deseo, un deseo doloroso en el que se funden la aspiración a la belleza y la muerte. La melancólica meditación de esta frase (solo de viola), sombría y cargada de tonos de resignación dolorosa, recuerda a Mahler, autor de “Las canciones de los niños muertos”. Esta música nocturna, según palabras del propio compositor, debía ser “música para el ser humano”, y ese ser humano era, ante todo, un ser que padece.
Muerte en Venecia simboliza la pérdida: la pérdida del amor por la naturaleza, la pérdida del valor humano en la sublimación de la belleza absoluta, la del temor ambivalente ante la muerte concebida simultáneamente como esplendor y como espanto, emblema último de lo humano.
Apocalypse Now
Al igual que Visconti se sirvió de Thomas Mann, Coppola adaptó a Joseph Conrad en Apocalypse Now (1979), traduciendo a la pantalla la oscura travesía de El corazón de las tinieblas. En este filme, la música está también intrínsecamente imbricada en el discurso dramático y en su densa simbología, ofreciendo una de las representaciones más perturbadoras del conflicto de Vietnam con un tono que evoca al mismo tiempo el silencio ominoso y la brutalidad sonora.
La trama se articula en torno al capitán Willard, quien recibe la misión de eliminar al coronel Kurtz, atrincherado en la selva camboyana, donde ha erigido un feudo personal y es venerado como un dios cruel. El viaje fluvial de Willard deviene un descenso gradual hacia el abismo, narrado visualmente en tonos hipnóticos. Coppola fluctúa entre la desmitificación brutal de la guerra y su elevación estética, fusionando sátira con una orgía cromática: incendios de napalm, surfistas cabalgando olas en pleno combate, chicas de Playboy irrumpiendo en la jungla. Todo el filme se percibe como un delirio narcótico, donde el Apocalipsis palpita, siempre al acecho.
La simbiosis que establece Coppola entre la novela de Conrad y la Cabalgata de las Valquirias de Wagner recuerda el paralelismo viscontiano con Mann y Mahler. Mahler y Wagner, ambos compositores románticos y programáticos, compartían con Conrad y Mann la obsesión por la muerte, omnipresente en sus obras. Para Mahler, significaba el fin de toda belleza; para Wagner, podía sublimarse en un principio regenerador, donde la caída del héroe nutría la vida que emergía tras la devastación.
De Dioses y Hombres
La Cabalgata de las Valquirias forma parte central del ciclo operístico wagneriano El anillo del nibelungo, basado en leyendas nórdicas. El personaje de Siegfried (o Sigurd) fue fuente de inspiración para Richard Wagner al componer esta tetralogía. Gracias al resurgido interés por estos mitos, los germanos profundizaron su patrimonio cultural operístico, dotando a estas leyendas de un carácter nacionalista e identitario. Al emplear esta música para coreografiar un ataque aéreo en la jungla, Coppola ofrece una alegoría feroz: las valquirias descienden con sus cascos alados para recoger a los muertos y llevarlos al Walhalla, transformando la incursión militar en un simulacro de epopeya divina, teñido de ironía crítica hacia las fantasías de superioridad aria.
Los rasgos del Parsifal wagneriano emergen cada vez más teñidos por un nacionalismo alemán autoritario y, como en otros escritos teóricos de Wagner, por un idealismo místico-religioso.
El revolucionario de antaño se convierte en portavoz del tradicionalismo político, propagando teorías pseudocientíficas sobre razas dominantes. Así, el ataque aéreo en la jungla vietnamita, musicalizado por la Cabalgata de las Valquirias, adquiere el carácter alegórico de una incursión divina, como si las propias valquirias arriándose para recoger a los guerreros muertos y conducirlos al reino de los dioses.
El coronel Kurtz, encarnado por Marlon Brando, aparece como un Siegfried contemporáneo: hijo simbólico de Odín, dios de la guerra, modelado por los mitos que la humanidad arrastra desde el alba de su conciencia.
El periplo de Willard es una odisea infernal, donde Coppola lo guía —y con él al espectador— a través de un corredor dantesco, saturado de imágenes que evocan a El Bosco: orgías violentas devoradas por llamas y humo, gritos ahogados bajo el estrépito de ametralladoras y el staccato de helicópteros que sobrevuelan aldeas indefensas al compás majestuoso y fúnebre de Wagner.
Apocalypse Now relata un viaje de expiación, una odisea infernal del capitán Willard, quien, acompañado por una patrullera y su tripulación, se interna en territorio vietnamita rumbo a las montañas fronterizas de Camboya, con la misión de localizar y eliminar al renegado Kurtz. Coppola lo conduce por el más infernal de los corredores de la muerte, con el objetivo de escandalizar al espectador mediante la sordidez y la banalidad extática de la guerra.
Desde sus primeras secuencias, desfilan ante los ojos del espectador escenas extraídas, casi literalmente, del infierno dantesco. Aparecen imágenes evocadoras de El Bosco, en las que orgías violentas se disuelven en humo y llamas de napalm, arrasando todo ser viviente. Los gritos de los heridos y moribundos son ahogados por el estruendo bárbaro de ametralladoras, explosiones demoledoras y el staccato atronador de una cabalgata de helicópteros que, al ritmo majestuoso y patético de la música de Wagner, sobrevuelan impunemente una aldea vietnamita indefensa.
La cámara se detiene en el centro de este epicentro ígneo para luego descender con la perspectiva y enfocar detalles atroces. El mal, envuelto en llamas, extiende sus garras allí donde pisan los soldados estadounidenses, saqueando y matando con total desdén.
Willard, en su fuero interno, reflexiona sobre Kurtz, antaño un orgullo del ejército americano. ¿Qué impulso lo llevó a desprenderse de sus galones, adentrarse en la selva y erigirse en juez, dios y verdugo de sus compatriotas? Se dice que enloqueció. Todos los signos así lo indican. Pero la curiosidad de Willard anhela descubrir la verdad.
Solo al llegar al final de su errancia —como un Jacob moderno— Willard se enfrenta personalmente al autoproclamado emperador de la selva. Su cuerpo robusto, envuelto apenas en una túnica, y su rostro demoníaco bajo la luz intermitente, recuerdan a una estatua mitológica tallada en marfil. Contribuyen a esta impresión su voz hipnótica de sabio y su discurso a medio camino entre la revelación filosófica y el delirio místico.
Las palabras que pronuncia Kurtz no son las de un demente, sino que poseen una lógica pura y una hondura metafísica:
“He visto cosas horribles… horribles…”
(Texto adaptado de la tesis de grado del autor en la Academia Cinematográfica FAMO, en la República Checa, donde explora los vínculos entre sonido, imagen y dramaturgia fílmica)
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Ariosto Antonio D’Meza es escritor en español y checo, además de cineasta. Reside en Praga.