Hablemos del cine que está y del que todavía no ha llegado, el cine del presente y del futuro como una promesa y no una mera repetición formal. Evidentemente, hoy esa situación se ve amenazada por fuerzas incontrolables. Por lo menos en las salas de cine, que esperamos que sigan de pie cuando todo termine, porque tenemos la certeza de que la creatividad no se ve afectada sino impulsada por el caos. Borges decía que todo lo que nos sucede, incluyendo nuestras desgracias y nuestras vergüenzas, todo nos es dado como materia prima para que podamos dar forma a nuestro arte. Las pandemias seguro que están incluidas. 

Podemos afirmar que el cine de las grandes audiencias se ha diversificado para dar voz a nuevas y necesarias figuras. Además del propio paso del tiempo, el universo de las aplicaciones ha funcionado como un reloj despertador para la industria millonaria: adaptarse o morir. La aparición de otros espacios con una oferta más actual ha obligado a los estudios de Hollywood, reticentes al cambio, a diversificarse y actualizarse, aunque la proporción todavía sea minúscula. Algunos ejemplos representativos podrían ser Jordan Peele (Get Out), Greta Gerwig (Lady Bird, Frances Ha), Barry Jenkins (Moonlight), Olivia Wilde (Booksmart) y los directores mexicanos que están (felizmente) conquistando el mundo. Aun así, sabemos que falta mucho por hacer en la industria cinematográfica. Y que hay muchísimo más cine del que llega a estas pantallas. 

Aquí, sin embargo, no vinimos a hablar sobre el cine de la Academia. Nos vamos más lejos, directo al sur, a una menor distancia emocional para la autora y siguiendo el hilo del “otro cine” actual. Empezaremos con una voz vital y ya reconocida en la escena argentina. Se trata de la directora y guionista de las sensaciones, de la sexualidad y los sonidos dentro y fuera de pantalla, de las perspectivas de clases en Latinoamérica. Se llama Lucrecia Martel y viene de Salta, Argentina, que es también el escenario de su ópera prima “La ciénaga” (2011). Esta película de Martel gana el premio Alfred Bauer en el Festival de Berlín, varios premios en el Festival de La Habana, y el premio al mejor guion en Sundance. La argentina llega a presidir el jurado del Festival de Venecia en 2019, y es hoy una de las realizadoras contemporáneas más importantes del mundo independiente.

En “La ciénaga”, Lucrecia Martel llega al cine argentino del siglo XXI con fuerza de tormenta tropical. Con un relato evocador y a veces oscuro, Martel nos enseña la inmensa Argentina que no es el Buenos Aires que vemos en las guías turísticas. En su primer largometraje, la directora navega a través de las vicisitudes de una familia de clase media en La Mandrágora, una suerte de hogar-escape de la ciudad en el verano pegajoso del sur. A su vez, la casa en medio del campo que pierde valor y capas de pintura, se lleva consigo otras estructuras como la propia familia, las relaciones, la inocencia. 

Lucrecia dibuja imágenes y sonidos que podemos casi tocar, como las manitas del niño presionadas sobre el vidrio en el carro, las niñas que cantan frente a los abanicos de metal, la amenaza de bombas de agua, sillas de aluminio que se arrastran en pantalla, hojas secas flotando en la pileta sucia. “La ciénaga” no tiene música y parece no necesitarla. La corporalidad de la trama demuestra que Martel escribe y después filma: guioniza, luego (la película) existe. En una entrevista para la Film Society del Lincoln Center, Martel cuenta hacer cine no fue nunca su meta. Le interesaban las oralidades, los cuentos que le hacía su abuela para que se quedase dormida a la hora de la siesta, las historias de terror que escuchó cuando pequeña. Así conseguían que los niños se quedasen quietos y no despertasen a los mayores; la siesta, institución sagrada. 

La película también nos muestra las dinámicas extrañas (los prejuicios y el racismo, sí) que se generan con los hijos de nuestros empleados. Una foto muy común en Latinoamérica como para no reconocerla a primera vista. Alfredo Dillon, investigador argentino, explica que en el cine de Martel los pobres son mestizos y pertenecen a un mundo distinto del de los protagonistas blancos. Estos mundos apenas se tocan y, al final, la única que logra escapar es Isabel, hija de la empleada, quien huye con su novio y rompe el círculo vicioso de la servidumbre. 

Lucrecia también nos dice: “Lo que hace ver que la familia de La ciénaga está viva es precisamente lo perverso, la sexualidad incestuosa, todo eso que provoca angustia. ¿Eso constituye una declaración política? Hay que evitar las formas de autoengaño: ésa es mi posición política”. El relato de Martel tiene de sociológico, de imaginativo y de recuerdo. Con sudor, fueras de foco y ángulos tan cercanos al espectador, Lucrecia nos deja ser parte del grupo. Nos sentimos rozar con la provocación del hermano en la ducha, nos vamos descalzos por el campo en el hemisferio sur, siempre al borde del peligro, y pescamos con las manos en las aguas turbias del aquel río.

En un mapa virtual se ven muy cerca, pero nuestro otro escenario está a casi dos mil kilómetros de Salta, en esa franja oriental que es Chile. Allí tenemos a otra de las voces contemporáneas dignas de escuchar. Hablamos de una mujer todavía más joven y con una trayectoria incipiente pero prometedora: Dominga Sotomayor. La directora y guionista de Santiago de Chile captura relaciones familiares (“De jueves a domingo”, 2012), unidas al plano amoroso (“Mar”, 2014), pero aquí hablaremos sobre su último largometraje, un mix de todas las cosas. En 2018, Sotomayor dirige y escribe “Tarde para morir joven”, un coming-of-age latinoamericano en una comuna cerca de la capital chilena en 1990, después de que se derrumbase la dictadura de Pinochet. Por este tercer largometraje, Sotomayor gana el premio a la mejor dirección en el Festival de Róterdam y se convierte también en la primera mujer en ganar el Leopardo a la mejor dirección en el Festival de Locarno. Una distinción que han recibido anteriormente firmas como Stanley Kubrick y Claude Chabrol.

El despertar de una nación coincide con la apertura a la sexualidad de Sofía (interpretada por el actor Demian Hernández), una joven de dieciséis años a la que seguimos en su reticencia al formato de vida-comuna hippie, y en sus intentos de marcharse a la ciudad para vivir con su madre. Esta última nunca aparece. Su amigo Lucas, también de dieciséis, sueña con acompañar a Sofía en la fiesta de año nuevo, pero ella tiene otros planes, más serios (evidentemente, con un chico mayor). La joven silenciosa reflexiona sobre su futuro por encima del de la nación, con la rebeldía personal primero. Sin electricidad, teléfonos ni tecnología, se avecinan cambios. Los adolescentes viven sus primeras decepciones y desamores. También llega la música pop norteamericana al sur: con Sofía cantamos una versión desgarradora de Eternal Flame de The Bangles, y aplaudimos por no dejarnos llorar. 

En “Tarde para morir joven”, las casas de Sotomayor apenas se sostienen, y la sequía nos recuerda que esta también es otra Latinoamérica. Hay muchas. El mismo paisaje brusco provoca un incendio que reúne a todos los habitantes de la comunidad. El fuego se abre sobre el cerro mientras Sofía huye de sí misma y se lava los pensamientos con la fuerza natural de una cascada. Debe ser la versión de la comuna de cerrar la puerta dando un portazo, gesto clásico del escapismo adolescente. Todos los fuegos el fuego, el Eternal flame que cantábamos. Sofía no quiere rendirse ante una vida planificada, la quiere crear ella misma: quiere conducir, vivir ciudad y experiencias, subirse a la moto con el veinteañero y despeinarse. Pero a los dieciséis años todo es más complicado de lo que parece, por lo menos para los que no han vivido todos los años que vienen después de los dieciséis. El cuento cambiará después de año nuevo, un mundo de posibilidades. Para los chicos, para la nación. Vencimos el fuego, nos hicimos mayores, y ya es tarde para morir joven.

¿Cómo afecta el tiempo a los adolescentes? Viven otra historia que no es la que se escribe en los libros, una propia. Buscándose, Sofía reflexiona en la bañera fumándose el cigarrillo que ya no es moda, es costumbre. Así se lo deja saber a sus padres, marcando su territorio en la adultez. La propia Sotomayor señala que esta historia tiene algo de autobiográfica: ella también vivió en una comunidad ecológica y sobrevivió a un incendio la mañana después de año nuevo. En una entrevista cuenta que volvió a ese lugar y escribió allí el guión, partiendo de la fascinación por el fuego y de una idea de película en la que lo importante fuese lo insignificante, las relaciones, los momentos, la historia en pequeñas partes. El resultado es una película “dispersa” o difusa, con un orden libre y personajes que aportan pero no se imponen. Es una disposición narrativa que tiene mucho que ver con la nostalgia y la estructura del recuerdo. 

Con estas dos directoras del séptimo arte en Latinoamérica buscamos dar un respiro. Dos perspectivas frescas y contemporáneas, que se apartan de un cine revolucionario o moralista para enfocarse en la vida de los personajes sin escapar de los escenarios que son plenamente nuestros. Según Paul Schroeder, investigador puertorriqueño, el cine latinoamericano actual ya no es épico ni espectacular, sino íntimo, realista y, en última instancia, reformista hacia dentro. Son las micropolitics of emotions. El cine más innovador de los últimos veinte años incorpora una multiplicidad de prácticas cinematográficas para poner de relieve el “realismo afectivo”: la “política de las emociones” y sus razones, que se encuentran siempre en las relaciones informales de la vida cotidiana. El cine de las emociones es el cine que nos gusta, el que desentraña grandes momentos en pequeñas expresiones, que se ahorra las palabras que puede enseñar. Y es el que después de la cuarentena y sus múltiples implicaciones seguirá existiendo. Tendremos, como el Chile de Sotomayor, nuestra renovación colectiva. Ojalá que esa historia también la escriba una mujer del sur.

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Giselle Villeta nace en Santo Domingo a principios de los noventa. Emigró a España a los dieciocho años, y en la Universidad de Navarra se hizo historiadora y periodista. Actualmente cursa un máster de Cultura Contemporánea en el Instituto de Investigación Ortega y Gasset, en Madrid. En sus ratos libres consume literatura, música, cine y arte, y en ocasiones logra escribir sobre ello.