Dicen los estudiosos que el Cine, ese que se escribe con mayúsculas, es posible a partir del apropiado manejo del lenguaje de los sueños. David Lynch descubrió muy temprano que las pesadillas tienen un mayor provecho dramático.

Quiero imaginarlo en su escritorio, fumándose el enésimo cigarrillo del día, disfrutando su taza de café orgánico, escribiendo el guion de su próximo filme. Quiero imaginarlo dirigiendo su guion y dejándose llevar por su sobrenatural intuición para los detalles que nos perturban y llenan nuestra alma de preguntas. En contraposición, ninguna de sus películas ofrece una sola respuesta. 

“Hacer películas –dijo Lynch– es casi todo cuestión de sentido común. Basta con mantenerse alerta y pensar las cosas”. A partir de sus palabras, comprendemos su primer objetivo: desafiar nuestra capacidad de asombro y sacarnos de nuestra zona de confort, más allá del contacto de las redes sociales y otras formas de alienación.

Con Lynch no hay medias tintas: una vez compras el boleto para el Club Silencio entras a un mundo donde se pondrán a prueba tus niveles de incredulidad y se disparará tu esquizofrenia. Creer o no creer, esa es la cuestión. Lynch creó mundos surreales donde las abstracciones y los absurdos te esperan detrás de cualquier esquina, donde las dudas te toman por asalto y no hay policía intelectual que ponga el orden. Algunos nunca lo entendieron: Lynch no está para someterlo a la lógica simple de los postulados de Vigotsky: su propuesta dramática conecta de manera inmediata con la bestia que mantenemos cautiva en los espejos, salvaje y sin amaestrar. 

Creer en Lynch es dejarnos devorar por la ansiedad de llegar y luego darnos cuenta de que lo importante es el viaje. Bueno, no es tan simple. En realidad, el viaje es un maratón emocional al que accedemos perfectamente conscientes de que no hay vuelta atrás y de que nunca seremos los mismos. No vendemos el alma, pero la dejamos en una bóveda y extraviamos el recibo de empeño.

Creer en Lynch es entregarnos a la aventura de desafiar las fases de la luna sin temor a mostrar las cicatrices del cuerpo. El mundo de Lynch es la noche y como tal, todos los fantasmas están invitados a la fiesta de los sentidos, entre ambientes completamente mundanos y elementos absolutamente siniestros. En honor a ese mundo, el Diccionario de Oxford incluyó la palabra “Lynchian”.

Creer en Lynch es dejarnos seducir por este tipo de hablar pausado, que transmite confianza a pesar de su peinado estrafalario. Un tipo agradable que nos invita a una copa de vino, a lo que accedemos encantados. Luego, descubrimos que, en la pantalla gigante del bar, se reproducen los peores miedos almacenados en nuestra memoria, pero no podemos dejar de mirar. Y no hay marcha atrás.  

Posdata: crédito especial para la música que se concibió para sus películas. Un nombre a quien dedicó un capítulo en su libro “Atrapa el pez dorado”: Angelo Badalamenti. “Conocí a Angelo Badalamenti en Terciopelo azul y desde entonces ha compuesto la banda sonora de todas mis películas. Le considero un hermano. Trabajamos así: a mí me gusta sentarme a su lado en el banco del piano. Yo hablo y Angelo toca. Toca mis palabras. Pero a veces no las entiende y toca muy mal. Entonces le digo: ‘No, no, no, no, Angelo’. Y cambio un poco las palabras y él toca de otra forma. Y de algún modo mediante este proceso acaba dando con algo y le digo: ‘¡Eso es!’. Y entonces sigue con su magia por el camino correcto. Es muy divertido. Si Angelo fuese el vecino de al lado, me gustaría hacerlo a diario. Pero él vive en Nueva Jersey, y yo en Los Ángeles”.

(Especialmente escrito para Plenamar)

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José D’Laura nació en Santiago, República Dominicana. Fue profesor de las cátedras “Cine Latinoamericano” y “Hombre y sociedad latinoamericanas a través de su cine”, en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. En 2023, fue incorporado como votante en la Asociación de Prensa Extranjera de Hollywood (HFPA, por sus siglas en inglés). En la actualidad produce el programa “El sonido de la imagen” y dirige el Cine Club del Centro León.