Aunque Santiago fue fundada hace 530 años, rastrear la traza genealógica de sus pobladores en sus primeros siglos de existencia es más que difícil. La última gran catástrofe sufrida por la ciudad, el incendio que la destruyó  en 1863 durante la guerra de la Restauración, hizo que desaparecieran papeles familiares conservados desde el siglo XVIII, así como los archivos civiles, eclesiásticos y notariales, lo que dificultó en lo sucesivo la demostración de filiaciones, edades, estados civiles y la titularidad inmobiliar adquirida con antelación, del mismo modo en que venían afectando esos derechos el incendio de 1805, provocado por los “briganes” haitianos de Dessalines, al mando de Henri Christophe, y el terremoto de 1842, que derribó los edificios que resistieron el terremoto de 1751, el que a su vez había dejado en pie apenas cincuenta bohíos de tablas de palma cubiertos de yagua.

Para la historia familiar santiaguera, la pérdida resultante de aquel incendio fue irreparable. La memoria de la Primera República y la del resto de períodos antecedentes desapareció. La iglesia parroquial mayor, que atesoraba actas de bautismo y matrimonio y con seguridad de enterramientos eclesiásticos, quedó convertida en hospital de sangre por los españoles sitiados, de modo que fue interrumpida para siempre la posibilidad de ahondar en las generaciones previas al incendio de una cantidad ingente de personas.

¿Qué tanto se perdió? El terremoto de 1842 redujo Santiago a una masa de ruinas, no quedando en pie ninguna de las 700 casas que entonces tenía; con sus trepidaciones, la iglesia parroquial mayor se destruyó, con lo que la ciudad perdió así todo vestigio de su arquitectura colonial. Entretanto, en 1805, después de haber fracasado en el sitio de Santo Domingo, en su retirada hacia Haití, Henri Christophe convirtió en cenizas el reloj público, altares y archivos y con ellos la ciudad. De suerte que lo producido durante la colonia hasta 1805 desapareció entonces y en 1842 lo generado entre la Era de Francia y la Ocupación Haitiana. La documentación producida a partir del sismo de 1842 fue barrida en 1863.

¿Qué tan rico era el material abrasado por las llamas? El contenido de los documentos que muchas personas hicieron valer con posterioridad al incendio y el número de notarios mencionados en ellos permiten asegurar que lo consumido tenía un valor incalculable para la genealogía y la historia de la ciudad, como lo revelan actos correspondientes a la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX –incluso amparos reales del siglo XVIII y Dones Nacionales expedidos durante la Ocupación Haitiana–, protocolizados en archivos de notarios como Joaquín Dalmau, Sebastián Pichardo y Narciso Román; las dispensas matrimoniales otorgadas a vecinos de Santiago y su entorno a partir de 1765, que obran en el Archivo Histórico del Arzobispado de Santo Domingo, y los documentos disponibles en el Portal de Archivos Españoles (PARES) del ministerio de Cultura y Deporte de España.

Una pieza incunable anterior al siniestro restaurador es el conjunto de matrimonios y bautismos que ofició el Pbro. José Eugenio Espinosa durante una breve misión pastoral en 1859, recogidos en sendos libros foliados, que hoy se conservan encuadernados en un solo tomo de unas 45 páginas en el archivo de la Catedral Santiago Apóstol El Mayor.

Espinosa, cura de la parroquia San José de Las Matas desde 1844, fue requerido a fines de julio de 1859 por el arzobispo Fernando Arturo de Meriño para atender temporalmente la parroquia de Santiago, donde había nacido al filo del siglo XVIII. Espinosa entró en funciones en el mes de agosto siguiente y permaneció en la ciudad hasta fines del próximo mes de septiembre, cuando se le ordenó entregar la parroquia a los presbíteros Francisco Charbonneau y Anselmo Ramírez, designados como cura interino y teniente cura, respectivamente.  Espinosa retornó a la parroquia de San José de Las Matas, donde se desempeñó hasta su muerte en 1882.

El hecho de que se conserven los asientos de matrimonios y bautismos realizados entre agosto y septiembre de 1859 se explica, porque, sin duda, Espinosa los llevó consigo a su parroquia en La Sierra y en algún momento los retornó a Santiago. Ese hecho providencial nos legó un breve conjunto de actas, pero de un valor invaluable, pues resultan el único testimonio documental con que se cuenta en la ciudad anterior al incendio de 1863. Los matrimonios fueron apenas diez, pero los bautizos 122. Estos correspondieron a niños de meses o días de nacidos que fueron llevados a la pila bautismal por personas procedentes tanto de la ciudad como de la zona rural. Del total, 73 nacieron en la zona rural; 18 vieron la luz “en la Población” y 24 no tienen indicación de su lugar de nacimiento, pero habría que pensar que vinieron al mundo en la propia ciudad. El dato permite suponer una mayor población campesina que urbana y a la vez el influjo de la religión católica en las masas rurales, diligentes en purificar y santificar a sus nuevos miembros. Aparecen representados los lugares de Canabacoa, Jacagua, Gurabo, Hoya del Caimito, Matanzas, Licey, Los Amacelles, Sabana Grande, La Peñuela, Sabaneta, Pontón, Llabanal, El Ramonal, Arroyo Hondo, Amina, Quinigua, Quebrada del Jobo, Puñal, El Limonal, Pontezuela, Guazumal, El Egido, Palmar, Hato Mayor, Gurabito, Sabana Iglesia, Ortega, Babosico, Estancia Nueva y La Emboscada. Su ubicación permite establecer la extensión geográfica de la parroquia mayor de Santiago, que desde 1854 se había dividido, al crearse la parroquia de Nuestra Señora de la Altagracia, cuya línea limítrofe era la calle San Luis y que, conforme su documento de erecciٌón, se extendía “hasta los confines de esta población en la parte del Este, y lo que ella adelantare para los campos, se seguirá el mismo orden tomando el camino de Jacagua al Este hasta guardarraya con Puerto Plata y la común de Moca, y volver al camino real del Monte de la Jagua al arroyo de Anivage”.

Anteriores a los actos sacramentales de Espinosa son también las ya referidas dispensas matrimoniales expedidas desde 1765, cuyos expedientes se resguardan en el Archivo Histórico del Arzobispado de Santo Domingo, razón por la que se salvaron del incendio de 1863. La información que estos documentos muestran es muy limitada, ya que sólo llenaban esa formalidad los contrayentes que tenían algún grado de parentesco. Sin embargo, nos ofrecen la ventaja de que citan ancestros de varias generaciones anteriores.

Reuniendo y articulando los parientes citados en dichos legajos, es posible reconstruir en forma muy parcial la genealogía de una a tres generaciones de algunas familias de Santiago, remontándonos al siglo XVIII y a la primera mitad del XIX. Su compulsa permite concluir que muchos apellidos hoy comunes en esta ciudad tienen presencia allí y sus alrededores por lo menos desde hace 200 a 300 años. En específico, las dispensas permiten conocer la ascendencia de las familias Abréu, Acebedo (sic), Arias, Bautista, Beato, Blanco, Capellán, Castillo, Ceballos, Céspedes, De Bargas (sic), De León, De los Reyes, De Peña, Díaz, Domínguez, Estévez, Estrella, Fermín, Fernández, Gómez, Hernández, Jiménez, Liriano, López, Martínez, Mejía, Méndez, Morel, Núñez, Tavares y Tineo.

De otra parte, los protocolos notariales son filones riquísimos por la variedad de información genealógica que contienen, no solo de personajes o familias, sino de grupos humanos. Basta citar un ejemplo: en el protocolo del notario Joaquín Dalmau correspondiente a 1909 está inserto un contrato de venta de terrenos de 1786, el más antiguo documento vinculado a familias de la sección de Gurabo localizado hasta ahora. Este y otros actos notariales de los siglos XVIII, XIX y XX contenidos en los protocolos de Dalmau y otros notarios permiten sustentar la hipótesis de que los canarios habitantes de Gurabo fueron remanentes de los isleños que refundaron Puerto Plata en 1736, los que lograron tal arraigo económico que fueron adquiriendo terrenos en las estribaciones de la Cordillera Septentrional en su vertiente norte, proceso que se extendió hasta alcanzar su vertiente sur en la zona de Gurabo.

Con respecto a la denominada “oligarquía de Santiago”, los genearcas o antepasados excepcionales de sus redes de parentesco, multiplicadas con el tiempo y el paso de las generaciones, fueron comerciantes que en el siglo XIX formaron parte de esa burguesía nacional constituida al amparo de la estabilidad política y los cambios económicos durante el régimen de Ulises Heureaux, en la que se amalgamaron miembros de familias respetables e inmigrantes e hijos de inmigrantes que habían prosperado como detallistas, importadores o exportadores, técnicos o profesionales y que resultó un grupo reducido.

Esteban Rosario, en su obra Los dueños de la República Dominicana, sostiene que ocho familias la integran: Espaillat, Tavares, Bermúdez, Batlle, Thomén, Vega, Pastoriza y Cabral, definiendo a esta última como la más oligárquica de todas, por sus múltiples enlaces con las demás, cinco de las cuales se remontan a ascendientes establecidos en el siglo XIX. Pero para nosotros, la que presenta esa característica más acusada es la Espaillat, por poseer la mayor cantidad de lazos sanguíneos a través de sus entronques, teniendo como tronco a uno de sus más distinguidos miembros: Ulises Francisco Espaillat Quiñones (1823-1878).  La unión con las familias denominadas oligárquicas se inicia en la tercera generación de sus descendientes, al entroncar sus nietos con las familias Vega, Pastoriza y Tavares. En la generación siguiente aparecen las relaciones por línea colateral igual (primos), continúan las uniones con los Tavares y surgen entronques con los Cabral, Bermúdez y Haché. Con los tataranietos, sólo dos casos representan la ligazón familiar cercana, mientras aparecen los enlaces con los apellidos Bonetti, León y Thomén. En estas generaciones, la línea femenina ha predominado, existiendo sólo cinco uniones de miembros masculinos descendientes del que fuera presidente de la República en 1876.

José María Cabral y Báez y Petronila Bermúdez Rochet podrán representar  “el binomio de la oligarquía más importante de la nación”, como expresa Rosario, su “tronco económico”, por los enlaces de sus hijos con los Vicini, Reid, Vega, Tavares, Espaillat y Arzeno Brugal, pero Ulises Francisco Espaillat es sin dudas el “tronco genealógico” (masculino) de la oligarquía santiaguera y dominicana.

Las principales familias generadoras de los vínculos oligárquicos, con un predominio matrilineal en su estructura, fueron, justamente, las de dos hijos del ex presidente Espaillat, Dolores Espaillat Espaillat, esposa de José Batlle Filbá, catalán, y Augusto Espaillat Espaillat, esposo de Felicia Julia Julia, nieta también de catalán, junto a las de Manuel de Jesús Tavares Portes y Julia Julia Julia –hermana de la anterior– y sus sobrinos Franco Tavares y Olavarrieta Tavares; las de los hijos de Rafael Vega Pichardo y Amalia Llenas Díaz y las de J. Armando, Manuel y Petronila Bermúdez Rochet de Cabral. De sus vínculos iniciales a partir del comercio importador y exportador, los clubes sociales y el gobierno local, estos clanes pasaron a trabar una compleja red de relaciones familiares sobre la base de patrones matrimoniales endogámicos y, en algunos casos, consanguíneos, que contribuyó a reforzar su cohesión interna y a sostener en pocas manos variados intereses económicos, políticos y sociales en el transcurso de dos siglos. 

Yoryi Morel y Hector Inchaustegui Cabral, de Natalio Puras Apeco

Endogámicos en su comportamiento biológico y acumulativos en lo económico, no cabe duda de que la realización de los enlaces matrimoniales en ese reducido grupo debió ser algo fuertemente relacionado con el mantenimiento, la adquisición y la transmisión de su estatus, sus ámbitos de poder, sus fortunas y su perpetuación económica y social, como lo hicieron sus antecesores desde la época colonial.

En ese sentido, hay que advertir que, a través de la madre de Manuel de Jesús Tavares Portes, María Altagracia de Portes Morell, descendiente por línea materna de los Morell de Santa Cruz, uno de los tres linajes principales –junto a los Pichardo y los Delmonte, Del Monte o De Almonte–  de la denominada “nobleza de Santiago” en el siglo XVIII  y el apellido tradicional de mayor realce en Santiago en las décadas finales de ese siglo, se vinculaban genealógicamente en forma directa e indirecta varios miembros de ese entramado. Las filiaciones a partir de ese nivel generacional más antiguo revelan que la oligarquía endogámica de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX era una extensión de las ligazones consanguíneas del Santiago colonial. 

Los mismísimos Manuel de Jesús Tavares Portes y Augusto Espaillat Espaillat, cuya descendencia entroncó con la de otros destacados comerciantes y munícipes del Santiago del siglo XIX, representados, entre otros, en los apellidos Vega, Cabral, Bermúdez, Viñas, Malagón, Olavarrieta, Franco, Valverde, Pastoriza, Thomén, Penzo, Antuña, Morel, Perelló y Álvarez,  eran parientes entre sí y a la vez de sus esposas: María Altagracia de Portes Morell de Santa Cruz, madre de Manuel de Jesús Tavares Portes, era bisnieta de Mariana Morell de Santa Cruz y Lora, mientras que Eloísa Espaillat Rodríguez, madre del segundo, era su tataranieta. Julia y Felicia Julia Julia eran a su vez cuartas nietas por línea materna de dicha señora, hija de la mulata Catalina de Lora, unida y luego casada con el militar Pedro Morell de Santa Cruz de Mena y San Miguel (1646/47-1723).

“El blanco que tuvo abuela / Tan prieta como el carbón, / Nunca de ella hace mención / Aunque le peguen candela”, escribió certeramente Juan Antonio Alix –descendiente, por demás, de Catalina de Lora– en “El negro detrás de la oreja”. La condición de mulata de Catalina de Lora es expresión de este verso: es la abuela prieta que no se menciona en múltiples genealogías, pese a representar el timbre de la negritud de muchísimas familias dominicanas que la tienen como ancestro común.

En efecto, no es solo la mulata que dio origen a la oligarquía santiaguera, sino que también es la responsable de que ese “negro detrás de la oreja” aparezca en una sobresaliente nómina de personajes desde el siglo XVIII hasta la actualidad.Su descendencia, extensa y variopinta, alcanza doce generaciones, con miembros nacidos en el siglo XXI; es decir, sus tataranietos han sido a su vez tatarabuelos y los hijos de estos a su vez han sido tatarabuelos de otro bloque generacional. Las diferentes líneas familiares que descienden de ella no se desarrollaron paralelamente en el tiempo, de manera que es posible encontrar personas pertenecientes a una misma generación entre las que existen notorias diferencias en cuanto a sus años de nacimiento.

Un elemento resaltante es la dispersión geográfica de su descendencia, compartida entre el país, naciones de Europa y Estados Unidos. Aquí, sus ejes dimanantes son Santiago, Puerto Plata, Moca y Santo Domingo, donde en el curso de cuatro siglos se vincularon a su linaje familias criollas y extranjeras y entre cuyas diferentes generaciones y líneas se han verificado entronques que han dado lugar a subestirpes y matrimonios consanguíneos, gestando sus propios enclaves consanguíneos, siendo frecuente que incluso muchas parejas no sospechan que son parientes entre sí y que la tienen como tronco común.

Frank Moya Pons ha afirmado que la mayoría de los habitantes de República Dominicana desciende de mujeres que alguna vez fueron esclavas. No sabemos si Catalina de Lora nació esclava y fue manumitida acaso por el propio Pedro Morell de Santa Cruz de Mena y San Miguel, tal como sucedió con Teresa Méndez (Mai-Teresa o Camateta), dejada en libertad por su antiguo amo Pablo Altagracia Báez después que en 1812 procreó a su primer hijo, Buenaventura Báez Méndez, futuro presidente de la República, pero la constatación de que una mulata sea la genearca de miles de dominicanos –entre ellos dos presidentes de la República (Ignacio María González Santín (1838-1915), su tataranieto, y Rafael Estrella Ureña (1889-1941), su séptimo nieto), jueces de la Suprema Corte de Justicia y el Tribunal Constitucional, nuestra única Miss Universo (Amelia Vega), el fundador del banco privado más importante del país (Alejandro Grullón Espaillat) y el cardenal de su Iglesia Católica (Nicolás de Jesús López Rodríguez)– es un hecho excepcional.

Imagen en portada, créditos: Retrato de Apeco, de José Antuñano

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Edwin Espinal Hernández es abogado, miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia, Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes, Premio Anual de Historia José Gabriel García y expresidente del Instituto Dominicano de Genealogía.