No podría afirmar con certeza cuántas veces he viajado. Aquí estoy de todas maneras frente a la piedra. Me llegan noticias: la piedra es lo que uno haga de ella, puede ser trampolín u obstáculo, pero nunca espectáculo. Ahora te toca elegir. Elecciones, decisiones. La vida se le va a uno en viajes. Pero, ¿dónde empieza el viaje? La única vez que traté de hacer un recuento de ciertos viajes fue durante el papeleo necesario para obtener la ciudadanía norteamericana. “¿Cuántas veces ha estado en Cuba? ¿Cómo ha olvidado una estadía de 15 días en Venezuela?” La mayor respuesta sería que sí, que he viajado tanto de la isla al más allá que los trayectos y las travesías fácilmente se pierden y confunden, pero nunca en la memoria. ¿Cómo se viaja? ¿Cuáles son las maneras de viajar? Escribo esto y siento tremenda envidia de aquellos viajeros que no se han movido de sitio. Mi abuela contaba tantas historias, viajaba tanto, y la primera vez que se montó en un avión fue después de los sesenta. Abuela, ¿porqué me cuesta tanto viajar a ti? ¿Será que tendré que esperar la muerte para viajar a ti? La de extraños que somos los seres humanos. Aquí un niño abre una puerta y las antípodas una abuela muere. Ese es el nombre de nuestra historia, de nuestra memoria. Trayectos breves que se convierten en largas estadías. Largas travesías para pasar solamente dos días en el lugar de destino. He viajado de la ciudad al campo, del barrio a la montaña o a la playa. He viajado como estrategia de escape o para encontrar algo o para perder a alguien, he viajado de manera eufórica, extasiado o aburrido a muerte, lleno de felicidad y en agonía, aunque es quizás ansiedad el sentimiento omnipresente que ataca a la hora de empacar.

Cuba, foto tomada por José Pantaleón Inoa.

El primer viaje que recuerdo es mi primera orilla. Estoy con mi madre a la orilla del río Ozama. Mi madre me muestra la ciudad amurallada mientras esperamos la yola que ha de cruzarnos al otro lado. Me cuenta que se ganó un concurso de pintura en el bachillerato y que de primer premio le dieron el libro La guía romántica de la Ciudad Colonial firmado por el mismísimo Balaguer. Mi abuelo tenía el libro en la casa con varias velas, balas y medallas, allí se le adoraba como una especie de Aleph. Yo crecí muy seguro que lo era. Todavía en ciertas noches, ya lejos de los apagones y el miedo, me cuesta dudarlo. Santo Domingo es un nombre de herencia española, me dice mi madre frente al marrón del río. Ozama quiere decir desembocadura y míralo ahí mismo, el Caribe. Esos indios eran unos sabios. La yola llega, se acerca por las mismas aguas por las que llegaron los descubridores del viejo mundo. Si el río es el mismo, ¿es el agua la misma? No. Quizás no en lo práctico pero sí en lo metafórico. Nadie pasa dos veces por el mismo río. Pero, ¿quién en verdad quiere pasar? Viene la yola, todas tienen nombre, esta puede llamarse Quaronte. Subimos. Nos salpica la corriente marrón golpeada a fuerza de remo. Hay lilas. Hay también un documental nuevo sobre el Ozama, una fantasía tropical. En aquella tarde de la primera orilla recuerdo la explosión, los disparos, los gritos, el reperpero. Tengo miedo. Es 1984 y el país se revela ante las sanciones económicas impuestas por el FMI. Golpe bajo y salvaje. Mi mamá me mima. 

Todo este recuerdo es inventado salvo los brazos del hombre que manejaba la yola. Decir que estaban curtidos por el sol sería un cliché, pero no sus venas, el timbre del músculo bicépio, la congestión de su pecho al mover los remos, de loco puro apresurado, para que la guerra no nos cogiera en medio del río.

Puerto Rico es una de mis orillas y es también la ansiedad de mi primer viaje en avión. Yo tendría que tener ocho años. Bueno, digamos: el niño tiene entre 8 y 10 años, juega béisbol pero no es bueno. Mito número uno: los dominicanos y dominicanas somos locos con la pelota. Al niño le hacían bullying en el play. El niño fue al viaje aunque sus habilidades no eran dignas de participar en una selección, pero porque su mamá hizo las diligencias para que el niño fuera, para que el niño viajara, se educara, conociera. Recuerdo filas, diligencias, negociaciones. El mismo día que me sacaron el pasaporte me dieron la visa. Ya el viaje había empezado: viajes al Huacalito, los buscones, el consulado norteamericano, lágrimas pero sobre todo esperanza. Ya están montados en el avión, nos dijo el cónsul que nos entregó el pasaporte privilegiado, tocado por su mano, sus manos sobre el pasaporte como un llanto, como un santo. El miedo, ya en Puerto Rico, porque aunque me había enamorado del lugar, desde que alguien decía, “Yo me quedo con este nene”, se me apretaba el corazón al extrañar a mi madre y en cierto modo a Santo Domingo. ¿La tierra me reclama? ¿Qué sientes cuanto aterrizas en el AILA? ¿Y esa primera cerveza en Las Américas o en la Avenida España? ¿Son éstos los gestos inútiles de tu llegada? ¿En qué orilla guardo, helado, el germen de lo fatal? Mucho ha llovido desde aquella estancia en Puerto Rico que empezó a multiplicarse año tras año. El viaje más bello que hice a Puerto Rico fue aquel en donde perdí la virginidad de manos de una muchacha llamada Altamira originaria de Canóvanas. Dije virginidad así que es inútil que entre en detalles, solo diré que fue durante el Festival Playero del 1991. Allí estaban Vico C y Toño Rosario. Así que Altamira si estás por ahí piensa que esto es un mensaje dentro de una botella que esto es para ti, y luego busca la manera de encontrarme en Facebook o en algún lugar en alguna parte. En Puerto Rico trabajé años después para McDonald’s, allí me hice gente, aunque muchas de las verdades de la isla se me eran negadas ya que solamente jangueaba en Isla Verde, Condado, San Juan y Miramar. Nunca nadie me habló de Santurce o del Barrio Obrero y no fue sino hasta muchos años después, siendo ya escritor, que Manuel Clavell Carrasquillo y Carlitos Vázquez Cruz me llevaron Puerto Rico adentro, Piñones, Humacao y esas cosas, y entre Medallas y bacalaítos me explicaron la tesitura de la Isla del Encanto y las pasiones que por sus orillas desborda. Escribo esto hoy, sentado en el sillón verde en donde últimamente me sentado a escribir, para decir que escribir Puerto Rico en estos días es llenarse un poco de orgullo claro está. No soy un guillao. Ojalá todos fuésemos boricuas aunque sea por un año.

Chicago, finales de invierno. Esta ciudad es como vivir en un multiverso. Corro el medio maratón de primavera de la ciudad. Pero todo es una excusa para correr en el frío porque aquí el frío no acaba nunca. Está el verano pero yo estoy aquí, ahora en mi ciudad, pensando en el invierno. Me acabo de hacer ciudadano y mi primer viaje es a Santo Domingo, pura coincidencia. Este año la feria se celebra, coincidencia también, en la Zona Colonial. Recuerdo la orilla de mi madre y su Guía Romántica y mi incapacidad de articular las formas que requiero del recuerdo. Las formas necesarias para escribir, para conversar. Pero quiero hablar con mi madre, mi hermana o mi abuela y lo que llegan son cosas locas, algarabía de calores, y otra vez. Llego a Santo Domingo y me doy cuenta que la vida tiene maravillosas simetrías y que uno de mis defectos como escritor es ofuscarme en replicar esas grandes simetrías. Llego a Santo Domingo de noche y me recibe un aguacero que limpia el aire, que lo hace más peligroso y a su vez más melancólico. Dos años sin pisar la media isla. El último viaje como siempre es el peor, y aquel viaje fue mi fracaso más grande. Cuando me invitan de escritor a los sitios hago el ridículo. Debo cambiar este personaje que tira para viejo, que se deja apretar por un deseo de arrodillarse y besar la tierra pero sabe que ser dominicano no es eso. Llego al hotel derrotado por los acontecimientos. Una noche en la Ciudad Colonial. Me pongo a bailar solo en la habitación a oscuras, por horas bailo, me toco el pecho, tiemblo de miedo ante el aire de una ciudad que me parió. Tropiezo al fin con una luz, ya empapado del sudor más agridulce, y antes de dormir atarantado por mi propia danza, doy con que en la gaveta del buró, junto a la biblia y el libro de los mormones, descansa una Guía Romántica de una orilla que no me pertenece.

Rey Andújar, escritor dominicano residente en Chicago.