Aquí en Chicago, la ciudad de los inviernos fríos y las primaveras caprichosas, septiembre es el mejor mes del año. En septiembre, el verano, ya sin calores ni tormentas, se nos va lentamente, abrazándonos cada día con sus brazos tibios, regalándonos sol y aires calmos y apenas un aliento de frío en las noches, un aliento didáctico (como si dijera memento mori, recuerda que vas a morir). En este esplendor del estío rezagado, sentimos la nostalgia más aguda, la de lo no vivido, sentimos la pena de haber perdido las cosas que el verano y, desde siempre, la juventud, prometían: amores, placeres, aventuras. Por mejor que hayamos vivido el verano, septiembre se empeña en entristecernos, cada año, por lo no vivido: tal es la malignidad de su belleza. Es en ese momento de postrimerías cuando yo oigo, o sueño que oigo, la voz del ruiseñor que, en las noches de verano, canta al amor con toda su alma, a veces hasta morir, como quieren las fábulas y como recuerda el poema de Borges:

Quizá nunca te oí, pero a mi vida

Se une tu vida, inseparablemente.

Ruiseñor de la arena y de los mares

Que en la memoria, exaltación y fábula

Ardes de amor y mueres melodioso.

En la “Oda a un ruiseñor” de John Keats, el canto del ruiseñor causa el deseo de morir: ahora más que nunca, dice la voz joven y exaltada del poema, morir es plenitud, riqueza; cesar en la medianoche, sin sentir dolor, mientras la avecita nocturna, enamorada, derrama su alma en éxtasis, cantando:

Now more than ever seems it rich to die,

To cease upon the midnight with no pain

While thou art pouring forth thy soul abroad

In such an ecstasy!

En los ocasos frescos de septiembre, el ruiseñor que quizá yo tampoco oí nunca canta escondido entre los árboles del parque. Las flores brillan intensamente, como si supieran que van a extinguirse pronto, cuando caigan las primeras heladas. Es el mejor momento, sin duda, para morir, oyendo al ruiseñor invisible, que canta al amor.  

Una noche luminosa de septiembre, hace unos años, estuve paseando por la playa, mirando cómo rielaba la luna en el agua quieta del lago Michigan. Había una pareja sentada en las rocas, apretándose uno contra el otro. La luna tenía los cuernos límpidos. Los antiguos latinos creían que las lunas limpias y puntiagudas presagian buen tiempo, y yo no lo dudo, si es septiembre. Yo creía en septiembre. Todavía, creo, a veces, lo confieso.

Cuando entré en mi casa, de vuelta de mi paseo, me encontré con mi vecino el patólogo, un hombre amable y triste. Tomamos el ascensor juntos. Se le notaba en la cara, en el bigote caído como los ojos, que se había pasado el día mirando tejidos cancerosos. Le aseguré que el buen tiempo iba a continuar, porque la luna lo anunciaba. Me dijo que esperaba al menos un buen fin de semana, para salir a navegar en su velero. A principios de octubre cerrarían los muelles. Quedaba poco, y nos íbamos a despedir pronto de la luz y de las naves. ¿Por qué serán las despedidas la mejor parte del amor? No se lo pregunté al patólogo, cuyo trabajo es anunciar a otros que tienen que despedirse de la salud o de la vida. 

Al llegar a casa me senté a trabajar. Debía entregar una columna a una revista, la Agenda del Sur: 600 palabras. Elegí, como tema, el mes de septiembre. Mencioné al ruiseñor, por supuesto. También recordé a la pareja abrazada mirando el agua y la luna. Estaba escribiendo cuando noté algo. Fui al baño, me quité la blusa delante del espejo, y vi un tumor grande, rojizo. Noté su forma de cangrejo. Me pareció que se movía, horriblemente, sobre mi cuerpo. Terminé el artículo y lo mandé, sabiendo que tenía un cáncer en el pecho.

Freud escribió que nuestro inconsciente se cree inmortal: desconoce la muerte. Por eso, supongo, los humanos somos felices tantas veces en la vida, olvidados de la enfermedad y la muerte, la propia y la de los seres queridos. Vivimos alegremente en una ignorancia falsa, y buscamos alcohol, drogas y escapes para intensificarla. Los que hemos pasado por la inminencia de la muerte, sentimos cómo nuestra conciencia salía de su habitual pereza y complacencia. Nos volvimos penosamente lúcidos. Quizá por eso algunos digan que una enfermedad mortal los hizo mejores, más alertas a la verdad de la condición humana. Yo no encontré sabiduría en la enfermedad, sino dolor y penuria de vida. 

Septiembre, que deleita y acaricia, es el mes más traidor. Qué engaño fue, para mí, el cielo profundo, la luna rielando en el lago, el aire suave, los amantes abrazados. Pero no me engañó el canto, aunque solamente soñado, del ruiseñor, no me engañaron los poetas: Now more tan ever seems it rich to die… Aquella noche morí un poco, como cada vez que la muerte se acerca, y ahora desconfío aún más de septiembre, septiembre el mes traidor.

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Graciela Reyes, lingüista, poeta y narradora argentina. Profesora emérita de la Universidad de Illinois en Chicago. Autora de Palabras en contexto. Pragmática y otras teorías del significado (Madrid, Arco Libros, 2018).