Lo que presentamos ahora es apenas un prolegómeno de un asunto que concierne en una proporción importante, aunque no decisiva, a la narrativa de Mario Vargas Llosa: la presencia de Piura en su escritura. Mucha agua ha corrido bajo los puentes, desde el punto de vista teórico, desde que a principios del siglo XX los llamados formalistas rusos señalaron que la literatura es forma fundamentalmente. Y durante mucho tiempo esa afirmación ha ocupado un lugar central en las discusiones académicas en todo el mundo. Sin embargo, aquí y allá, los otros factores de la comunicación literaria han reclamado sus fueros; el psicoanálisis y la psicocrítica han reivindicado la importancia del autor, la sociología de la literatura ha marcado el lugar central de la sociedad en la obra literaria y lo que se llamó hace años “la hora del lector”, el valor de la recepción del texto, tiene un lugar central en las discusiones de hogaño. Es curioso como Mario Vargas Llosa, que es sin duda el escritor más representativo del Perú desde César Vallejo, expresa en su escritura todos los puntos de vista que la teoría ha discutido a lo largo de décadas. Por ejemplo, su teoría de los demonios interiores, ese fuego central que alimenta la creación pone en relieve la importancia del autor; ha creído, de modo predominante, durante varias décadas que la obra literaria contribuye de manera decisiva a la formación de la conciencia social del lector y es un devoto del cultivo de la forma, como lo dice y escribe a lo largo del tiempo. Particularmente la forma en la novela es, para decirlo en palabras cotidianas, una construcción, un armazón de palabras, de zurcido aparentemente invisible, pero de primera importancia en la elaboración del material literario. Sin ese dominio formal, la literatura no se comunica de manera adecuada con el lector. Esta convicción la tuvo Mario Vargas Llosa desde su juventud, cuando entrevistaba a los escritores peruanos de mayor edad que la suya y la mayoría de ellos no tenía clara conciencia de lo que hacían cuando escribían, pergeñaban sus escritos como escritores de domingo sin ninguna idea cabal de las formas que manejaban. Sin embargo, a pesar de todas las teorías, lo primordial, lo más antiguo en la comunicación literaria ha sido y es contar historias. Escribe Mario Vargas Llosa en el prólogo a sus obras completas:
Inventar y contar historias, es tan antiguo como hablar, un quehacer que debió nacer y crecer con el lenguaje, cuando de los gruñidos, los murmullos, la gesticulación y las muecas, nuestros antepasados, esos seres primitivos, ya no simios, pero todavía no humanos, comenzaron a intercambiar palabras y a entenderse de acuerdo a un código elemental que con los años se iría sutilizando hasta grandes extremos de complejidad. (…)
¿Por qué lo hacían? Porque inventar y contar historias era la mejor manera de enriquecer la miserable vida que tenían, de dar alguna respuesta a los millones de preguntas que los angustiaban, y porque dejarse hechizar por una historia era una magia que los distraía y sacaba provisionalmente del pavor, la incertidumbre de los infinitos peligros en que consistía su existencia. (1)
Contar historias es algo mágico, y escucharlas, dejarse llevar por el hechizo de las palabras es una experiencia inolvidable en la vida de los seres humanos. Los materiales de los contadores de historias son hechos que conoce y que va modificando con su enfebrecida imaginación.
Mario Vargas Llosa permaneció en la ciudad de Piura durante dos años en su vida: en 1947, cuando curso el quinto año de primaria en el colegio Salesianos, y en 1952, cuando fue alumno del quinto año de secundaria en el colegio San Miguel. Esas temporadas fueron decisivas en su escritura. Los espacios que conoció en esos años, las personas que frecuentó, los hechos que a él mismo le ocurrieron, aparecen con las galas literarias propias de un gran escritor, de un modo inconfundible en sus cuentos y novelas.
La presencia de Piura puede señalarse en distintos escritos del narrador: en Los jefes (1958), La casa verde (1963), El pez en el agua (1991), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El héroe discreto (2014). Tal hecho, perceptible por cualquier lector, incluso el más distraído, es percibido de distinta manera por quienes conocemos los espacios que describe, calles, plazas, colegios, y podemos distinguir, sin demasiado esfuerzo, inclusive los nombres de las personas que dieron origen a numerosos personajes. Indudablemente esto puede parecer un ejercicio inútil para quienes hacen de la literatura solo una construcción de palabras, un mundo autorreferencial, una realidad paralela al mundo que conocemos. Pero si pensamos en la teoría de la recepción, o en los escritos de Jorge Luis Borges sobre “Pierre Menard, autor del Quijote”, un escrito literario mueve las fibras más secretas de sensibilidad del lector, quien acude al encuentro de la página no solamente con su visión del mundo, sino también con las imágenes de realidades remotas o próximas que atesora en la memoria.
En las reflexiones que presentamos, dada la múltiple existencia de un material amplio y de poderosa belleza, solo haremos referencia a la novela La casa verde de 1967. En ella se hace referencia, en el caso de Piura, a numerosos lugares y espacios, algunos existentes hasta hoy día como la Plazuela Merino, un pequeño espacio grato de árboles, jardines y bancas de madera, que no ha cambiado su fisonomía desde la época que la conoció Mario Vargas Llosa hasta hoy día. Dedicada a la memoria del pintor Ignacio Merino, es uno de los rincones más gratos de la Piura contemporánea. Flanqueando ese espacio ameno, había y hay dos iglesias que desafían al tiempo: la Iglesia de la Virgen del Carmen, pegada al colegio San Miguel, donde estudió Mario Vargas Llosa en 1952, y al frente de ella, cruzando la acera de la calle Libertad, está la iglesia de María Auxiliadora, regentada por sacerdotes salesianos. En el costado derecho de la Iglesia del Carmen, vivía el sacerdote que la representaba, Jesús Santos García, español, naturalizado piurano, por los muchos años de residencia en la ciudad. Fumador empedernido y profesor del colegio San Miguel, García era uno de los hombres más ilustrados de la ciudad y estimado por sus virtudes personales y su amabilidad. De primera impresión parecía hosco, su voz gruesa atemorizaba a los niños, pero de pronto abría su corazón y se mostraba como lo que era, un hombre simpático, excelente persona a carta cabal. García había escrito y publicado libros eruditos de teología en España, y aunque pocos piuranos los habían leído, saber que existían contribuía de modo decisivo a su fama en la ciudad.
Cuando apareció La casa verde, los piuranos que hojeaban la novela, antes de leerla, se sintieron gratificados de que apareciesen con sus nombres y apellidos gente que conocían como Jesús Santos García, o el hacendado José Seminario Morales, nacido en 1900 y conocido en toda la ciudad como “Chápiro Seminario”, pero pronto advirtieron, metidos en la trama de la novela, que Mario Vargas Llosa había cambiado de manera radical las características de los personajes. Había sí, tomado la figura, los gestos, la manera de hablar de estos personajes de la vida real, pero los había dotado de características simbólicas que no tenían en su diario quehacer.
Para un piurano que conocía a esos personajes en su diario trajín, era inimaginable que un sacerdote como Jesús Santos García quemase el prostíbulo de la ciudad llamado La casa verde que en verdad, por lo menos inicialmente, era un salón de baile en medio del desierto donde los parroquianos acudían en búsqueda de las féminas del placer, tenían que danzar primero con la favorita de sus sueños para después salir de la mano con ella para apaciguar sus ardores en las tibias ondulaciones del arenal. Solo con el paso del tiempo, esta lección práctica de teoría literaria fue asimilada por los primeros lectores piuranos de Vargas Llosa, y nadie objeta, ni siquiera en una conversación privada, al Santos García de la novela, personaje fundamentalista, portador de la ira de Dios, defensor de las buenas costumbres, enemigo del placer por el placer, pirómano, feliz incendiario del burdel de la ciudad. García, el de la realidad pura, era un cura unamuniano, predicador que, más que hablar de los infiernos, prefería desde el púlpito acercar a sus feligreses a la infinita bondad de Dios. Nadie supo de él, jamás, que hiciera visitas, ni furtivas ni abiertas al barrio del placer, en Tacalá, Castilla, en la zona que se llama Talarita, en el camino a Catacaos. Pero de haberlo hecho, sin duda hubiera ido en son de paz, tratando de encontrar un camino de buenas costumbres para esas mujeres de almas perdidas, obligadas por las circunstancias a vender sus carnes, prohibidas del verdadero amor. Inclusive, yendo más lejos, podemos imaginar a Jesús Santos García haciendo misas y rogativas en favor de esos pecadores que en su inconsciencia acudían, libres aparentemente de culpa, a la casa del placer. Pero, sin equivocarnos, podemos concluir que Santos García es, en la pluma de Mario Vargas Llosa, uno de los personajes memorables de la ficción en el Perú. Los lectores de Piura recordamos con verdadero placer intelectual a los dos Santos García, al de la ficción y al real, que era filatelista y en las noches de calor permanecía con la puerta de su casa abierta, inclinada sobre los sellos, con una lupa y una potente bombilla de luz. Afuera, las lechuzas en el campanario de la Iglesia del Carmen daban vueltas y vueltas, anunciado la partida de algún púber o algún valetudinario del valle de lágrimas al jardín del señor.
El otro personaje piurano inolvidable en La casa verde es Chápiro Seminario, que en la vida real era José Seminario Morales, hombre de campo y de buenos reales, cazurro, dicharachero, vestido siempre de pantalón y camisa blancos, con un sombrero alón y que solía sentarse en las verdes bancas de la Plaza de Armas, bajo la sombra de los grandes árboles de tamarindo, a conversar del río y las cosechas, de las lluvias y los temblores y a veces a “revesear” como se dice, de los piuranos, amigos o desconocidos. Cuando apareció la novela, Chápiro Seminario, hombre leído, como se dice, la devoró. Algún allegado le había advertido de la célebre escena en el burdel, donde el personaje, Chápiro Seminario como él, se había matado jugando a la ruleta rusa. Entrevistado en un diario local dijo que Mario Vargas Llosa era un escritor de porvenir, un buen muchacho, con el que había mantenido una conveniente amistad, pero que no le había gustado que lo matase en el burdel. Desconocemos si esta afirmación es un rasgo de inocencia de un hombre recorrido, o una afirmación de fina ironía de un cazurro piurano. En todo caso, este hecho se utiliza en los colegios de Piura para mostrar, de modo fehaciente, la distancia entre la realidad y la ficción.
Un ejemplo minimalista, que diferencia radicalmente la lectura de la novela por parte de los piuranos de la que pueden hacer los habitantes de otras ciudades, es la referencia a tres lugares, entre tantos otros que aparecen en la ficción. Se trata del “Tres estrellas”, el “Reina” y “El carro hundido”. El lector de la novela que conoció esos sitios los evoca de un modo intenso, con los detalles de su propia experiencia. El lector de otras ciudades los imagina con las palabras de Vargas Llosa. El piurano aumenta la intensidad de lo dicho en las páginas de la ficción con detalles personales difíciles de trasmitir.
El “Tres estrellas”, era un salón de té, panadería, pero principalmente una heladería, ubicada en la calle Arequipa, en esquina con la calle Ica, a pocas cuadras de la Iglesia Catedral, en el corazón de la ciudad. Muchos recordamos la sapidez de sus helados, la variedad de las frutas escogidas, sus esencias de lúcuma, de vainilla, de menta, de mango ciruelo, de algarrobo. Y esa combinación, esos sabores que se mezclan con la magia de la infancia, solo se dan en Piura, y en ningún otro lugar. La lúcuma, esa fruta prodigiosa del Perú, no se encuentra en cualquier parte, es escasa. Usted no puede ir a una heladería en París a pedir helado de lúcuma, probablemente no lo encuentre. Pero hallar helado de lúcuma, junto a un helado de mango ciruelo y a otro del sabor del algarrobo, solo ocurre en el centro del departamento de Piura, en esa ciudad, sofocada por los calores, asediada por el arenal. De modo que si un personaje de Mario Vargas Llosa entra al “Tres estrellas” ya sabemos a qué va. El “Reina” era un bar restaurante en la avenida Sánchez Cerro, a media cuadra de la plazuela Merino, frecuentado por algunas de las personas que conoció Mario Vargas Llosa, como Ramón Abásolo, quien aparece mencionado por su apellido en Los jefes; Max Silva Velázquez, padre de Javier Silva Tuesta, amigo del escritor; Carlos Robles Rázuri, mentor intelectual de la puesta en escena en 1952 de La huida del Inca, la primera obra teatral de nuestro autor. El bar restaurante “Reina” aparece mencionado algunas veces en Los jefes y en La casa verde, pero esas referencias, que son fugaces y carecen de una descripción, despiertan diferentes reacciones en quienes sí conocieron el lugar. El “Reina” estaba administrado por una señora de ascendencia china que solía conversar con sus clientes y ser, igual que los camareros, amable con los parroquianos. Era una construcción de material noble, de un solo piso, junto a una tienda de abarrotes, de puertas a la calle. A diferencia de otros locales similares en la ciudad, el lugar tenía mucha luz. Desde las primeras horas de la mañana era un local agradable, verdadero refugio para el viandante. Cuando el calor arreciaba, al mediodía, los comensales y los bebedores se guarecían en las mesas más alejadas de la calle. Las mesas eran pequeñas y solían tener cuatro sillas de madera. Que muchos de los asistentes se conocían, se prueba porque alguno, sin que nadie se sorprendiese, se trasladaba de una mesa a otra para alternar con diferentes amigos.
En los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX, el consumo de la chicha de jora en el Perú era mayor que el de la cerveza. Piura no era la excepción; la chicha de la localidad era muy apreciada más allá de los linderos de la región y los distintos distritos y caseríos se vanagloriaban de la calidad de la suya. En un pasado más remoto, en el siglo XIX, exactamente en 1893, el presidente Nicolás de Piérola había dispuesto la creación de un impuesto al consumo de chicha en el departamento de Piura, cuyo destino final se dispuso fuera para el Colegio San Miguel, que se había fundado en 1825 por disposición de Simón Bolívar.
En las chinganas y las chicherías de la región, la chicha se vendía todos los días, pero especialmente los sábados y domingos a partir del mediodía. El salón principal de la chichería solía tener piso de tierra bien afirmado, mesas con manteles y tapetes, algunas veces de tela y en otras de hule. Las chicherías anunciaban sus menús, simples pero deseados, a través de pequeñas banderas que ondeaban en techos y ventanas. Si la banderita era blanca, eso era señal de que había chicha, la espesa, más conocida, que llevaba una cantidad apenas perceptible de chancaca; o la ligera que flotaba en la parte superior de las tinajas y que se llamaba clarito y que solía servirse como aperitivo en unos pocillos de calabaza bautizados como cojuditos. A veces, en las chicherías de mayor rango, la banderita blanca era acompañada de otro gallardete, rojo, y ese era el anuncio de la venta de carne o de pescado en platos que casi siempre eran también de calabaza y que eran suficientemente grandes como para aplacar el hambre de varios comensales.
Había un ambiente de fiesta en las chicherías de Piura o de Catacaos, que era el lugar más famoso para libaciones y festines. Unas muchachas muy hermosas llevaban y traían potos o platos, conversaban con los clientes, les daban falsas esperanzas. Aturdían por su belleza y les llamaban privadoras. Había un ambiente de fiesta y a eso de la una de tarde aparecía un conjunto criollo con sus guitarras y sus cantantes de voces estentóreas y entonaba canciones de la tierra, de Patorro Rojas, de Roberto Vásquez, de Adrián Flores: Por campos desolados cubiertos de abrojos iré peregrinando… sé pues tú la samaritana, calma mi sed de amor, había escrito Patorro, el más famoso de todos, perennizado en la voz de Juan Aguirre, mi Juan, para todos los que lo conocieron. Este es el clima, que un lector de Piura moviliza en su fuero íntimo cuando Mario Vargas Llosa dice en una línea de La casa verde, ¿Dónde vamos, al “Reina”, al “Tres estrellas” o al “Carro hundido”? El “Carro hundido” era, sépanlo damas y caballeros, la chichería más famosa de la región del norte. Para los de Catacaos era una joya, lo mejor que podían ofrecer al forastero; había tal distancia con las otras chicherías que los piuranos lo admitían y los lugareños de Sechura, Narihualá, La Unión, Bernal, Chusís. Todos los varones querían ir, por lo menos una vez en su vida, al “Carro hundido” y hasta las blanquitas piuranas que pasaban sus vacaciones en Inglaterra o Alemania tenían esa inocente curiosidad. Los que iban al “Reina” eran hombres de mediana edad, abogados, médicos, vendedores; al “Tres estrellas” concurrían las familias con sus hijos y los enamorados en flor; el “Carro hundido” era un lugar mágico, un paraíso terrenal cuyo nombre todos sabían y se tejían leyendas sobre el origen de ese nombre inexplicable.
Como era inexplicable el origen del hipocorístico de José Seminario Morales, el Chápiro, para todos. ¿Qué significa chápiro?, pregunto a un piurano. Gua, nadie sabe, nuestro chápiro Seminario tiene un hijo que está en Lima, pero ya muy viejito, tal vez ni se acordará. Chápiro es una voz española que ha entrado en franco desuso, pero que queda para expresar enojo en frases como “voto al chápiro”, pero es también sinónimo de “capirote” que es una res que tiene la cabeza de distinto color al resto del cuerpo. José Seminario Morales, el chápiro Seminario de la realidad, era blanco, colorado, pecoso, de cabeza cana, sin un solo cabello negro; en la época en que lo conoció Mario Vargas Llosa, tenía poco más de cincuenta años y solía pasearse por la Plaza de Armas o la avenida Grau de Piura con un sombrero alón de paja toquilla, de los mejores de Catacaos, que eran desde principios del siglo XX exportados a Inglaterra por la familia Romero, que con el andar de los años se convertiría en una de las pudientes del país.
Hablando de La casa verde, Mario Vargas Llosa ha escrito:
Es la historia de un burdel que había en Piura, que recuerdo mucho de cuando yo estaba en quinto año de primaria. Era una casa verde, una cabaña, en medio del arenal en las afueras de la ciudad, en pleno desierto, al otro lado del río. Para nosotros los niños, eso tenía un carácter fascinante. Naturalmente yo no me acerqué jamás allí… Pero es una cosa que se me quedó muy grabada. Cuando volví a Piura en quinto año de media, o sea, seis años después, existía todavía. Entonces ya fui allí… Era un burdel muy especial, un burdel de ciudad subdesarrollada. Era simplemente una sola habitación muy grande donde estaban las mujeres, y había una orquesta de tres personajes, un viejo ciego que tocaba el arpa, un guitarrista al que le decían El Joven y un hombre muy fuerte que parecía catchacanista, un camionero que tocaba los platillos y el tambor que se llamaba Bolas. Como son personajes un poco míticos para mí los he conservado en la novela con sus nombres. Entonces entraban allí los clientes y salían a hacer el amor en la arena, bajo las estrellas. Es una cosa que no he podido olvidar nunca. (2)
Este testimonio, seco, hasta cierto punto notarial, contrasta con la presencia de Piura en la prosa de la novela:
Al cruzar la región de los médanos, el viento que baja de la cordillera se caldea y endurece: armado de arena, sigue el curso del río y, cuando llega a la ciudad se divide entre el cielo y la tierra como una deslumbrante coraza. Allí vacía sus entrañas: todos los días del año, a la hora del crepúsculo, una lluvia seca y fina como polvillo de madera, que solo cesa al alba, cae sobre las plazas, los tejados, las torres, los campanarios, los balcones y los árboles y pavimenta de blanco las calles de Piura. Los forasteros se equivocan cuando dicen “las casas de la ciudad están a punto de caer”: los crujidos nocturnos no provienen de las construcciones, que son antiguas pero recias, sino de los invisibles, incontables proyectiles minúsculos de arena al estrellarse sobre las puertas y las ventanas. Se equivocan también cuando piensan: “Piura es una ciudad huraña, triste”. La gente se recluye en el hogar a la caída de la tarde para librarse del viento sofocante y de la acometida de la arena que lastima la piel como una punzada de agujas y la enrojece y llaga, pero en las rancherías de Castilla, en las chozas de barro y caña brava de la Mangachería, en las picanterías y chicherías de la Gallinacera, en las residencias de principales del malecón y la plaza de Armas, se divierte como la gente de cualquier otro lugar, bebiendo, oyendo música, charlando. El aspecto melancólico y abandonado de la ciudad desaparece en el umbral de sus casas, incluso las más humildes, esas frágiles viviendas levantadas en hilera a las márgenes del río, al otro lado del camal.
Es cierto que la literatura es forma, como pensaban los formalistas rusos, pero es verdad también que cuando se llena de contenidos que son gratos al corazón, parece más hermosa y deslumbrante. Los lectores nacidos en todos los lugares de Piura celebramos a Mario Vargas Llosa, porque ha sabido, como pocos, expresar la entraña de nuestra región.
NOTAS
(1) Mario Vargas Llosa. Narraciones y novelas. Tomo I. Galaxia Gutemberg. Madrid 2014 p 9.
(2) La frase está tomada de Parnaso, Diccionario Sopena de Literatura. I autores españoles e hispanoamericanos. Barcelona 1972. P. 749.
(3) Mario Vargas Llosa. Ibídem p.539-540.
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Marco Martos Carrera (Piura, Perú, 1942) es un escritor, poeta y periodista perteneciente a la Generación del 60. Presidente de la Academia Peruana de la Lengua en varias ocasiones, catedrático de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y exdecano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de dicha casa de estudios.