Los terroristas no sólo no pertenecen al globo; no están en la galaxia. No podemos aparearnos con ellos, como era costumbre de la dialéctica, que fallece en la historia, es decir, en los televisores. Nos han dividido en dos hemistiquios sin enmienda, escindidos por una cesura concluyente. Nos han arrebatado absolutamente los lenguajes y las retóricas. Nos han arrojado a la pureza de nuestra mismidad laberíntica como antes no había ocurrido jamás.

Enriquillo Sánchez

La imagen, es decir, el símbolo, es hija de la imaginación y de aquello que nos han impuesto imaginar; constituye la visión lacaniana, verdad mediática y, por ende, televisiva de la realidad observada. Sobre todo en tiempos como el presente donde el mito es la evanescente (líquida) expresión del existir humano. Enunciado de otra forma: las épocas son simples construcciones de la mirada y lo mirado, como la fotografía superior, a título de ejemplo, la cual, exceptuando al lector que la reconozca por intuición o experiencia previa, probablemente logrará provocar muy poco en el proceso neuro-cognitivo que asigna significados a lo observado. Este lector pensará que se trata acaso de líneas y trazos atrapando la silueta del sujeto perturbado. De un collage de enigmática naturaleza abstracta —lectura artística, tal vez— de la geometría de los objetos depositados en los confines del espacio.

Mas ninguna de las suposiciones anteriores se acerca a la verdad ya que esta imagen es la fotografía que captada por un testigo, revelará el trágico destino de una de las casi tres mil víctimas de los ataques a las Torres gemelas. El destino de un hombre anónimo que prefirió saltar al vacío a morir abrasado por las llamas en el interior de la Torre 2, el fatídico 11 de septiembre de 2001. Ese día, no quepa duda, anunciará la declaración de guerra contra las significaciones occidentales y no meramente la destrucción de una mole de hormigón y aluminio por pájaros mecánicos a manos de formidables y astutos asesinos dirigidos por el cavernario Bin Laden.    

A partir de aquella fecha, Nueva York —Occidente, quiero decir— y el resto del mundo, jamás serán iguales. El terror vivirá entre nosotros y nosotros haremos de él faz del modus vivendi tercer milenio: viajar se constituirá en la incómoda experiencia de movernos guiados por incansables medidas de seguridad; acosados por el constante registro de nuestros cuerpos y pertenencias; acompañados por el miedo temiendo a ese otro que no se parece a nosotros siempre bajo la sombra de la sospecha. Los gobiernos y la tecnología invadirán el entorno y harán del terrorismo la excusa que sostendrá un nuevo modus operandi en el que todas las esferas del ejercicio social estarán vigiladas. Es suma, todos seremos los vencidos en esta guerra de fanatismo versus razón. 

Isla capital del mundo

En Manhattan, casi dos millones de seres residen en un área de 59 kilómetros cuadrados haciendo de ella la ciudad más congestionada de Norteamérica que además acoge 65 millones de visitantes anualmente; capital global de las finanzas, de la cultura y el entretenimiento, es el espacio citadino y geográfico más caro del mundo (con un valor estimado de tres mil millones de dólares) cosa que aquellos indígenas americanos que en 1626 vendieron este territorio a los holandeses por el equivalente de US$1,038, jamás sospecharían.

Símbolo de libertad, migración y éxito, Manhattan es hoy hogar de nativos provenientes de decenas de países, incluyendo la concentración más grande de ciudadanos chinos en el hemisferio occidental, extranjeros que en conjunto constituyen la tercera parte de sus residentes 40% de los cuales son políglotas. Esta diminuta isla de la costa oriental estadounidense comparte la circunstancia de simultáneamente ser el área de mayor ingreso per cápita y la de mayor costo de vida en dicha nación. El florentino Giovanni da Verrazzano, primer europeo en visitarla en los primeros lustros del siglo XVI, de seguro no supuso que el segmento más rico de sus habitantes percibe ingresos cuarenta veces mayores que los de su segmento más pobre.  

Durante su corta vida (1973-2001), las Torres gemelas del World Trade Center, construidas por el japonés Minoru Yamasaki, constituyeron la estructura arquitectónica más alta del mundo la cual, tanto por su imponente porte vertical (alcanzando y venciendo los cielos) como por su icónico carácter de poderío financiero global, llegó a representar el epítome del capitalismo y del dominio de la cultura occidental. Las 472 películas donde aparecen así lo confirman.  

Posmodernidad renacida

Hacemos referencia a tiempos renacidos en tanto que lo surgido a partir de los lustros decimonónicos resultado de las sacudidas en el ejercicio artístico y científico occidental—la desaparición de los metarrelatos que en 1994 describía el francés Lyotard—, se transformará en toda su esencia tras los ataques del fundamentalismo islámico contra las Torres y contra la cara del dominio político-militar norteamericano representado en el Pentágono y la Casa Blanca. Ciertamente, aquellos símbolos habían sido sustituidos por paradigmas que perseguían definir al nuevo hombre; mas, dos de ellos fueron irremediablemente sacudidos con el 911 inaugurándose así el averno versión siglo XXI. 

El primero en desaparecer fue la idea de la Historia como relato único. Ella dejó de ser espejo de todo lo alcanzado por el hombre, de lo acumulado durante su devenir por el mundo para narrar a partir de entonces lo que vendrá; el ejercicio de una única batalla: El Bien contra el Mal como construcción universal. Las Cruzadas medievales, antiguas campañas de similares características, representaron la más compleja manifestación de la búsqueda de poder adornada de portentosos misticismos cuyas aberrantes expresiones no perdonaron fronteras ni escatimaron recursos. Después harán lo propio los musulmanes en el Al-Ándalus y por supuesto, también arribarán las heridas del catolicismo colonizador en los confines de nuestro continente. Mas estas gestas, a excepción de la última, no impactaron las civilizaciones con una dimensión y complejidad tan amplia como lo hicieron los eventos del 911

El hombre moderno nunca imaginó la afrenta de un puñado de radicales que se aprovecharían de eso que algunos han llamado “la ingenuidad del coexistir occidental” a fin de fabricar una guerra santa potencialmente interminable, donde las armas serán aviones comerciales y la victoria, huella permanente del terror y el miedo que nos invadió la piel.      

El ideal de orden y progreso, por su parte, fue enrostrado telúricamente por el caos de la maldad ciega del fanatismo islámico; nos atacaron para destruirle bajo la premisa de que representaba una exclusividad inherente al Primer mundo y excluyente del resto. Nosotros, los infieles, y ellos, propietarios de la verdad inscrita en un distorsionado Corán. Hablamos de “nosotros” en concreta referencia a Occidente y hablamos de “ellos” asumiendo el abismo que su alteridad maléfica zanjó entre los habitantes del planeta. Aquel rasgo del ethos del hombre contemporáneo que tras los dos grandes holocaustos fue asumido por sendos sistemas sociales (comunismo y capitalismo, hoy transmutados en uno), se verá invadido y permanentemente amenazado por la presencia del Mal, real y virtual, en cada rincón de nuestro cotidiano existir.

La intemperie del sujeto posmoderno

El académico Carlos Mendoza Álvarez ha escrito que los eventos del 911 hirieron la raíz de la civilización occidental que, inspirada en el judeocristianismo, abogaba por la primacía de la razón, la técnica y la defensa de los derechos humanos. Ella fue herida por una alteridad extrañaque cuestionó, por una parte, la imposición del capitalismo brutal mientras alardeaba sobre la necesidad de rescatar a los “olvidados” históricamente excluidos del festín, a través de una lectura que pretendía validar la Yihad que aliada al Mal, representaría el Bien.  

Atrapado (y confundido) por la respuesta inicial contra Al-Qaeda dirigida mentirosamente hacia Iraq y sus armas que de destrucción masiva poco tenían, ese sujeto se encontró sin horizonte, sin razón a qué aferrarse; despojado de toda lógica, aturdido por las imágenes de muerte y desolación entregadas por la televisión, de pronto se halló a la intemperie. Y en tal desolación perdieron la inocencia millones de niños del mundo hoy adultos que no recordarán la caída de esa otra construcción pilar del ejercicio humano de los últimos 60 años —el Muro de Berlín— pero sí conservarán las imágenes live que CNN, oráculo del siglo XXI, les estrujó en sus ojos jóvenes rotos por las pantallas televisivas. 

Décadas atrás, Jean Baudrillard había advertido que la nueva base del orden social no era la producción —ese irrevocable fundamento de la filosofía marxista— sino el consumo, y con él la adquisición de signos (y no objetos). Los medios, caldo de cultivo del modelo a imitar-asimilar, asumirán entonces el sacrosanto poder de crear la hiperrealidad; estamento en el que el espectáculo ya no será necesario porque todo puede y, de hecho, ocurre en tiempo real, tal cual vimos en la televisión-oráculo como comentamos anteriormente. Televisión, lo digital, por ende, adquirió tras el 911 una connotación jamás sospechada; el espectáculo se hizo realidad dejando en los espacios de sus rincones la huella de una tragedia hecha pública a más no poder, deconstruida gracias al rigor de los pixeles.      

Collage del antes, el durante y un después

En el luminoso ensayo El terror como espectáculo. Antes y después del 11/S, el desaparecido escritor Enriquillo Sánchez reflexiona sobre las implicaciones semióticas provocadas por los atentados del 11 de septiembre estableciendo que la posmodernidad había concluido en unos cuantos segundos atroces “en los que el objeto absoluto dio paso al significante total sin significado”. Esta suerte de abismo semiótico, a juicio de Sánchez, puso en juego por primera vez en nuestra contemporaneidad todo lo que éramos, todo lo que somos, y todo lo que seremos. “Un sacudimiento cósmico que nos hizo ver —aturdidos a más no poder por la magnitud de aquel evento— que podíamos no ser (…) De hecho, no fuimos; (porque) somos una cultura que no es si le hurtan o si pierde el significado”.       

En las páginas de esta obra, el autor también medita sobre el concepto razón vs. irracionalidad indicando que, así como la fiesta de la razón era aristocrática y excluyente y se esfumó con el 911, la fiesta de la irracionalidad (representada en los atentados) ocupó su lugar tomando la palabra al poner contra nosotros nuestras propias armas y la “civilización”, apelando precisamente a lo irracional —al miedo y al terror—, triunfantes expresiones del exitoso diario de guerra que nos impusieron. 

Quizás sin saberlo, Sánchez alimentó aquella vieja idea de la Sociología que establecía que tanto el objeto como el espacio que el hombre ha hecho suyos persiguen —y alcanzan— una significación de complejísimos rasgos; una asignación de certeza al pensamiento simbólico que, según Cassirer, “pauta la diferencia entre la naturaleza humana y el resto de los seres vivos”. En otras palabras: El hombre es y siempre será animal simbólico que construye un mundo que lo separa de su condición natural; y nunca habrá espacio más simbólico y cierto para él que la ciudad. Desde la revolución urbana parida en la cuenca babilónica del Tigris y el Éufrates, hasta las fundacionales Atenas y Roma grecorromanas.  

Es de rigor establecer como colofón a estas lucubraciones que el Nueva York de hoy es el entorno simultáneamente agreste y mágico que siempre fue; la ciudad global que acoge los universos de sus decenas de nacionalidades bajo la mirada de una estatua símbolo que, antítesis de los indeseables muros fronterizos al grito de la moda, sobrevive en los vecindarios del maltrecho American Dream. Nueva York continúa siendo la urbe cuya tragedia catapultó la globalización de Occidente dirigiéndole hacia una nueva forma de espiritualidad a manos de un pancapitalismo voraz que ya no necesita de símbolos ni nacionalidad. Su cosmogonía está por doquier, y el dólar, —lo saben los que hablan mandarín, alemán, árabe o castellano— hace tiempo es el tótem de todos nosotros y de todos nuestros sueños.  

Insisto, tras la reconstrucción del Ground zero casi dos lustros después de los atentados, hemos arribado a una posmodernidad renacida representada ya no por dos torres, sino por una fantasmagórica mole de acero y cemento erigida como dueña y señora de aquel lugar bautizada, no por casualidad, One World Trade Center. Un espacio donde la memoria existe trastocada por tiendas y restaurantes en los que visitantes oran consumiendo y consumen orando al espíritu del mercado, consumado rey del mundo alojado en sus rincones; tal como sugiere el cartel fluorescente de Macy’s en la avenida Broadway que, con centelleantes luces multicolores anuncia en plena temporada navideña, la mágica palabra Believe. Nueva significación de la acepción cree, de creer, no en la ciudad sagrada sumeria ni en la polis helénica, sino en las reglas del espíritu mercadológico que al parecer nos salvará.  

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Jochy Herrera es ensayista y cardiólogo, autor de Estrictamente corpóreo (Ediciones del Banco Central de la República Dominicana, 2018).