Las canciones de Pablo Milanés constituyen una parte indisoluble de mi –de nuestra– educación sentimental y emocional y –más importante aún–, de una educación sobre los “modos de mirar” los sentimientos y las emociones que fueron conformando nuestra impronta vital, eso que íbamos camino a ser, en nosotros y en los otros, los que éramos entonces niños, adolescentes, estudiantes y luego adultos pegados con nostalgia a las bocinas del ayer. Es natural que esas composiciones se quedaran con nosotros cuando crecimos, como era natural que transmitiéramos (como una secta, de oído a boca) las buenas nuevas de la nueva canción latinoamericana, que tanto influjo tuvo y tiene.

Nosotros nacimos en los 60 y crecimos en los 70, en coincidencia con la Nueva Trova cubana, el tropicalismo brasileño, y y concurrencia con el apogeo de Bob Dylan, Joan Báez, Serrat y Leonard Cohen, por ejemplo, de manera que aquella ola de poesía sobre pentagrama nos equilibraba la percepción de música e interpretación, sirviendo de contrapeso y complemento a los boleros almibarados y las baladas pop de la radio y los conciertos, y a los aturdimientos trepidantes del rock, la música disco y su bola giratoria y el llamado del tambor de los ritmos tropicales. Es verdad que solíamos dejar la piel con el “cuero nada más” de la salsa de la Fania, lagrimear con Sandro y Raphael, echárnoslas de crooners a lo Tom Jones o Engelbert Humperdinck, y remedar los bailes apocalípticamente epilépticos de los Recuerdos del Club del Clan. Pero uno recalaba, sí o sí, en el remanso de una canción llena de imágenes literariamente evocadoras. Y uno entonces se decía: “esto no puede ser no más que una canción, ¡todavía quedan restos de humedad!”.

El venero lírico de Milanés es una fuente directa de valores como la solidaridad, el compañerismo, la entrega pura, la reflexión sobre la decadencia de las cosas y de las relaciones entre las personas, la amistad, el tiempo y los recuerdos, que veces nos sorprendía con cierta sobrecarga ideológica (no hay que olvidar la denominación “canción protesta”), pero frecuentemente atiborrada de matices melodiosos en los que extraviarse y de zonas sonoras propias del Caribe, ante las cuales no queda de otra que acudir al llamado de la tribu.

Por dichas razones, uno seguirá volviendo siempre a canciones como “Amor”, 

“Yo no te pido” 

o “Los caminos”.

Para no hablar de melodías indelebles como “Yolanda”, 

“Para vivir”

o “El breve espacio en que no está”.

Ezra Pound escribió que las características que definen a todo texto lírico se llaman Logopea, Fanopea y Melopea, es decir, “capacidad para transmitir ideas mediante las imágenes que crea, capacidad de crear imágenes y capacidad de generar ritmo y melodía”, siendo esta última una verdadera propiedad musical intrínseca al concepto de poesía.

En esta época de convivencia entre poesía escrita y poesía oral, vocalizada, transmedial, sonora (poetry jams, spoken word, poesía en altavoz, poetry slam, etc.), se hace evidente la importancia de insistir en este aspecto. Importa preguntarse permanentemente sobre el lugar de la poesía, dónde se encuentra, en qué soporte la consumes. Está en las páginas, obvia pero no únicamente: aparece además en esas vibraciones de las cuerdas vocales que la leen, pronuncian, cantan. Y Milanés fue uno de esos poetas sonoros, poetas orales –de los mejores– expresando imágenes con armonía y melodía. 

Milanés nos orilló al milagro de leer con el oído.

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León Félix Batista (Santo Domingo, República Dominicana, 1964), es poeta, ensayista, traductor y editor. Ha publicado 25 libros en 10 países distintos, y ha sido traducido a cuatro idiomas.