Agradezco al admirado amigo Andrés L. Mateo, por haberme invitado a participar en este evento que tiene como base de convocatoria el libro Historia de las Antillas de Frank Moya Pons. De entrada, reconozco que la invitación es un desafío conmigo mismo al aceptar hablar sobre el Caribe, en el acto de presentación de este nuevo libro, donde se ofrece una amplia reflexión sobre el tema. Pero debo confesar ante ustedes que lo he aceptado porque mi vocación caribeñista me impide dejar de hacerlo. 

Es preciso destacar que –además de las virtudes del libro de Moya Pons que serán descritas por el presentador y por el propio autor– es importante señalar que su publicación contribuye a romper con la cortedad de miras de la historiografía dominicana, que se ha mantenido ensimismada en la estrecha realidad nacional, con muy pocas incursiones sobre los temas regionales que sirven de marco al desenvolvimiento de la historia nacional dominicana. Desde El Caribe, Frontera Imperial,  escrito por Juan Bosch, no habíamos tenido otra contribución que abarcara esa realidad subregional.

En estas breves líneas resaltaré algunos de los rasgos que a mi entender caracterizan la identidad caribeña compartida por los dominicanos, algo que hace falta enfatizar en la enseñanza de la historia y la geografía. 

Si no se trabaja discursivamente el proceso de construcción de la identidad de una nación o conglomerado de ellas, es imposible que los ciudadanos adquieran conciencia plena sobre su ser social e histórico pues, como las identidades no son algo dado, ni previamente constituido, es imprescindible conocer el proceso de formación a lo largo de la historia, sin lo cual se corre el peligro de que la auto percepción entre en discordancia con la realidad. 

Uno de los rasgos peculiares del Caribe ha sido un cierto bloqueo para aceptar las semejanzas entre sí, lo que ha conllevado a una lucha sempiterna por darse una identidad única, pues a diferencia de otras zonas geográficas, la diversidad de sus componentes poblacionales, en concordancia con la impronta colonial que la secunda, han sido factores que históricamente dificultaron la posibilidad de identificarse bajo una denominación única.  

El fragmentado proceso colonial no se propuso resaltar las características comunes entre las islas y, más bien, cada gran potencia se concentró hacia el interior de los espacios conquistados, estableciendo conexión directa con las respectivas metrópolis.  Por ello, como ha sido otras veces señalado, las fronteras de cada sociedad colonial se establecían entre el Mar Caribe y Europa.  Esto conllevó a que cada una de esas sociedades mirase mucho más hacia su metrópoli correspondiente que a los vecinos circundantes. Con ello, la tendencia fue hacia el aislamiento entre una y otra comunidad.  Uno de los resultados de esta situación es que la percepción más relevante de la zona haya sido la discordante convergencia de un conjunto de rasgos que, siendo afines, se percibieron como disímiles.  

Tratando de superar lo que Andrés Serbín llama los “vecinos indiferentes”, ha habido intentos de unidad caribeña, pero se conformaron respondiendo a las divergencias metropolitanas.  Así, los primeros esquemas unitarios se establecieron en función de las afinidades lingüísticas de cada grupo de países: los franceses, los holandeses, los ingleses y los españoles. En esos primeros intentos de búsqueda de acercamiento, incluso la denominación del conjunto fue variada llamándose, además de Caribe, Antillas e Indias Occidentales. 

Pero como habíamos dicho antes, lo que nos interesa destacar aquí es que, a pesar de los mecanismos de distanciamiento propios del colonialismo, los caribeños compartimos una serie de rasgos, hábitos, maneras de ser, de pensar o sentir, que permiten hablar de un ethos común que puede ser contrapuesto a otros conjuntos de países, incluso de nuestra propia región.

Como ustedes podrán comprobar en el libro de Frank, el punto de partida de los procesos sociales que se dieron en el Caribe son el resultado de una empresa colonial ultramarina que se inició con el exterminio de los pobladores originarios y la instalación de una multiplicidad de grupos étnicos muy dispares entre sí. Obviamente que el predominio eran los pueblos africanos que llegaron esclavizados desde el siglo XVI.

Como sabemos, la preeminencia de trabajadores africanos se debió a la imposibilidad de poder desarrollar la empresa colonizadora basada en la economía de plantación empleando mano de obra libre, como se intentó con los jornaleros europeos, en los primeros años del experimento colonial. Desde el inicio se comprobó que los hombres libres no podían competir con los beneficios que se obtenían empleando la mano de obra esclava.

Así comenzó el proceso sincrético que, desde entonces, no se ha detenido en esta zona. Los europeos que comandaban la empresa colonial carecían de condiciones para reproducir plenamente todos los rasgos de sus culturas originales. Se trataba de un contexto que, además de desconocido, no contaba con todas las condiciones de infraestructura e institucionalidad para construir una nueva Europa en el Caribe. Pero ocurría lo mismo a los trabajadores importados de África a los que, aparte de las limitaciones sociales y ambientales, el sistema esclavista les prohibía específicamente intentar reproducir sus propios rasgos identitarios, fueran materiales, morales o espirituales. Y otra desventaja es que ellos no podían valerse del pesado andamiaje societal que sus amos implantaron en las colonias de ultramar, ya que el mismo estuvo basado en la exclusión de los esclavizados.

Si bien esas imposiciones dieron paso a la construcción de un nuevo orden social, el mismo no se estructuró con los rasgos más sobresalientes de esas dos grandes culturas, sino que cada grupo sólo pudo aportar algunas simplificaciones de su cultura originaria, por lo cual en ese proceso de adaptación no sería posible hablar de una cultura europea y de una cultura africana. En todo caso, lo resultante fue algo híbrido. Hablamos entonces de una cultura afroeuropea, que no existe ni en Europa ni en África, sólo en el Caribe. 

Esa primera fase del sincretismo caribeño fue superada más adelante con la llegada de nuevos trabajadores inmigrantes traídos para reemplazar a los africanos cuando se completó el proceso de abolición de la esclavitud, a fines del siglo XIX. De ese modo, llegó el tiempo del trabajo libre, pero, sujeto a los contratos forzosos. Esos inmigrantes llegados desde Asia, eran contingentes de chinos, de malasios, de indios y de javaneses. Con ese proceso de sucesión y agregación étnica se complejizó la identidad regional, pues los recién llegados se insertaron en una sociedad fuertemente estratificada en lo social y muy compleja culturalmente. 

La incorporación de esos nuevos grupos a finales del siglo XIX no se produjo en todos los países de la misma forma, pues surgieron algunas diferencias que contrastaban con las similitudes que se habían desarrollado previamente, haciendo mucho más diversas las identidades caribeñas, en la medida en que eran acogidos los patrimonios culturales de los nuevos inmigrantes asiáticos. Con estos se compartirán y contrapondrán los idiomas, la religiosidad, los hábitos de trabajo, la estructura familiar y múltiples rasgos del folklore.

El número de etnias que se concentran en la zona evidencia una notoria pluralidad, y la variabilidad de sus rasgos culturales son muestra de la diversidad. Es una de las características del Caribe que, al observarlo detenidamente, se nos presenta como una postal caleidoscópica que asombra por la multiplicidad de colores.

Si bien los esquemas de dominio o de organización social fueron afines, independientemente de los poderes metropolitanos esa multiplicidad de países caribeños ha desarrollado semejanzas entre sí, que se han producido a pesar de la dominación colonial durante cinco siglos de dominación.

No se deben olvidar los mecanismos de la presión aculturativa empleada por los europeos siendo, entre los más recurrentes, la sistemática degradación de la condición humana de los colonizados, que les estereotipaba y menospreciaba como seres inferiores a partir de argumentos biológicos y culturales, basadas en supuestos principios de derecho que justificaban la desigualdad y la discriminación. 

A pesar del sojuzgamiento, los pueblos lucharon por su sobrevivencia y en ese tránsito desarrollaron una serie de rasgos que se manifiestan principalmente en la cultura popular y el folklore: la música, la danza, las fiestas tradicionales, la religiosidad y sus creencias, la gastronomía, la farmacopea con los remedios tradicionales, los cuentos populares que transmiten fantasías y realidades, etc. Ese armazón cultural, además de su funcionalidad para recrear la cotidianidad en cada país, es un mecanismo de sobrevivencia donde se muestra el rescate de la herencia ancestral de cada etnia, siendo por esa razón el espacio donde con mayor espontaneidad se identifican los pueblos del Caribe los unos con los otros. 

Si bien es obvio que no existe una sola cultura caribeña indiferenciada, sí podemos afirmar que entre todas las culturas del Caribe existen rasgos específicos que han dejado de ser europeos o africanos o asiáticos para ser auténticamente caribeños, marcados por los procesos históricos y las realidades nacionales de cada pueblo.

En otras palabras, es preciso reconocer que existe una comunidad del Caribe compuesta por diversos pueblos que comparten historias, culturas y una demarcación geográfica que, como dominicanos, nos invita a trabajar por un mayor acercamiento con los pueblos de nuestro entorno, para compartir las afinidades y conocer las diversidades.

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Rubén Silié es historiador, actualmente viceministro de Relaciones Exteriores para asuntos de Política Exterior Multilateral de la República Dominicana.