José Rafael Lantigua, como crítico literario, tuvo la virtud de realizar una crítica práctica, eficaz y plural, que, como tal, llegaba a la sensibilidad de sus lectores. No escribía crítica para críticos sino para lectores, y esa fue su distinción, y acaso su virtud. Como no se adscribió a ninguna corriente crítica académica, ni militó en tendencia teórica alguna, se libró del maniqueísmo y el dogmatismo, que predominan en esas ideologías lingüísticas, filológicas o literarias. Y eso, acaso, lo salvó del naufragio y el desprestigio en que cayeron otros, por su hermetismo, lenguaje cifrado y abstruso, y uso de frases cohetes, sin vocación de estilo. El estilo de Lantigua proviene, más bien, de la lectura de novelas, cuentos, historia y poesía, y de ahí que no hiciera crítica profesional o académica, sino crítica de divulgación y crónica de libros. Por lo tanto, sus aportes son más estimulantes e imaginativos, importantes, generosos y exaltantes. En el fondo, fue un crítico pródigo y entusiasta. Su estilo es, más bien, lúdico y emotivo. Por eso, en su obra crítica, no predomina tanto el pensamiento como la emoción y la pasión. Así, sus maestros no fueron los teóricos del pensamiento lingüístico o filológico, ni los estructuralistas, ni los marxistas, ni los formalistas, ni los estilistas (franceses, alemanes o ingleses), sino que brotaron de las obras mismas, de sus experiencias de lectura. Su prosa es ágil, dinámica, en movimiento, lúdica, libre. A veces parece guiada por la ensoñación surrealista, y otras veces, por el encanto de la libertad expresiva. Su sintaxis semeja corrientes de aguas frescas y limpias, que brotan de los ríos de la nostalgia, la memoria y la emoción. O del caos que combate y batalla contra los esquemas rígidos del orden teórico y académico. Tanto en sus recensiones y reseñas críticas, como en las presentaciones de libros, deviene sujeto crítico, que es una especie de intérprete o co-autor de la obra comentada.
Ejerció el oficio de la palabra como profesión de fe y ética del pensamiento crítico. Estudioso apasionado y conocedor contumaz de la historia literaria, cultural y política dominicana contemporánea y de la Iglesia católica dominicana fue, además, un ducho observador del devenir de las letras criollas, hasta el punto que nunca dejó de leer a los nuevos autores de generaciones emergentes. Estaba siempre al día de todas las novedades editoriales dominicanas y de la lengua española. Solía hacer cada año lista o ranking de los mejores libros dominicanos y extranjeros, para comentarlos, a partir de sus gustos, afinidades, impacto y trascendencia, y en muchas ocasiones acertaba (nos instaba a hacer lo mismo cada año). Siempre nos dio señales de buen gusto por la lectura y fino tacto con los libros. Leía a la vez poesía, novelas y ensayos de tipo histórico, literario, biográfico y político. Fue un aventajado en su olfato como lector. Se planteaba retos. Me confesó haber leído los siete tomos de Proust de La búsqueda del tiempo perdido, tarea escasa y difícil, aun para los novelistas. En esa empresa le seguí los pasos, ya que hice lo mismo. Esta hazaña representa una prueba de fuego para todo lector, pues es una obra que pocos terminan, y acaso, la mayoría, apenas lee el primer tomo. Leerlo encarna una hazaña desafiante para cualquier lector, y Lantigua la consumó. Su vocación de lector fue proverbial y militante: leía los libros sin importar su extensión o su complejidad.
Lantigua, literalmente, no compraba libros: compraba docenas. Adquiría en un día los libros del mes o del semestre, sin contar los que compraba por Amazon y en sus viajes por ferias del libro y por librerías del mundo. Los catalogaba y seleccionaba, los leía y comentaba. También regalaba libros y los compartía como un acto de celebración y ritual de una pasión participativa, no en soledad, sino en comunión con los demás. Durante su etapa en el suplemento Biblioteca hacía rifas o encuestas y daba premios con lotes de libros.
Tenía la convicción de que había que leer de todo y a todos los autores, más allá del género literario, la temática o la tendencia profesada por el escritor. Además, leía con la misma pasión e interés tanto a un autor consagrado como a un joven. Su prosa posee aliento y alma, vida y nervio. Su estilo es ágil y persuasivo porque proviene del periodismo y la comunicación. Sin embargo, su aula eran las páginas de los periódicos. No adoctrinó desde la cátedra sino desde su tribuna editorial, con sus crónicas y artículos de opinión: de temas literarios, históricos o culturales. Ni practicó el terrorismo de la crítica ni la castración de vocaciones emergentes. Al contrario, daba lecciones de amenidad, pluralismo, apertura estética, versatilidad y claridad. Sus textos eran laudatorios, entusiastas, épicos, líricos, a veces de tono elegíaco, pero lo hacía con gracia sin par: tenía el talento de ahondar y diseccionar un hecho o acontecimiento histórico igual que una obra literaria, sin importar el género. Sus artículos son piezas de la celebración y la fiesta del intelecto: representan letras en movimiento, imágenes verbales en acción comunicativa, que nos conmueven y emocionan. Escribía con rigor formal y perfección expresiva, pero también con facilidad y soltura. Su dicción es precisa y su pulso, juguetón. Su pluma alimentaba la memoria y el corazón de sus lectores. Escribía para irrigar el espíritu y así nos daba respiración, ya que tenía la convicción de que la escritura es una fiesta de la palabra y el pensamiento, es decir, un espectáculo de las ideas. Su voz impregna su estilo y su prosa, sus versos. Quiso, como pretendía Baudelaire (padre de la crítica moderna), hacer poética y apasionada la crítica literaria. Y, a juzgar por la eficacia de sus análisis, creo que lo logró, al poner a cantar el texto y a jugar la prosa con la crítica y la imaginación. Le inyectó poesía a la crítica literaria y le insufló pasión a la palabra. Algunos de sus párrafos parecen piezas narrativas o poemas en prosa, como pretendía Baudelaire que aspirara la crítica. La libertad expresiva con la que escribía Lantigua sus análisis y comentarios sobre libros y autores, se volvía un espectáculo de imágenes y un malabarismo de estilo. Convirtió la poesía en método de interpretación de obras literarias, transformando nuestra tradición crítica y confiriéndole aliento poético. Su ritmo verbal se expandía en frases en movimiento, como si quisiera alcanzar el tiempo de la música o hacer de la prosa crítica un espacio de símbolos danzantes. Asumió el oficio de la reseña o el comentario periodístico como un acto de crítica literaria, escrito en prosa de imaginación. Sacó del corsé académico y científico la práctica crítica, llevándola a las páginas culturales de los diarios, con alto rigor argumentativo y dominio expositivo. Su prosa expresaba una enorme riqueza lexical y un vocabulario inagotable, que brotaba como de un manantial de palabras infinitas. De ahí que escribía –como pocos– con todas las palabras del idioma: solía usar frases y giros prosódicos coquetos y juguetones, lúdicos y vertiginosos como una cantera infinita de vocablos del habla popular. O usar dominicanismos o recuperar arcaísmos para darle actualidad. Leerlo es (y era) asistir a una lección poética, en que las palabras se confunden y mezclan, en su discurso representativo, referencial y simbólico.
Creó un estilo y una ética de hacer crítica periodística, sin hacer capilla y sin un dogma ni sectas. Es decir, una escuela normada por la pasión, y estimulante en el proceso de despertar vocaciones literarias. Era capaz de escribir una página en la prensa o una crónica de viaje con la misma gracia y tono imaginativo como una crónica de libro; o hacer un retrato literario de un personaje histórico, político o literario. Ese estilo personal, caracterizado por la frescura y el aliento lírico en prosa emotiva, rompió una tradición, pero temo que haya creado una escuela, en razón de que, para hacer este tipo de crítica, hay que despojarse del egoísmo y el narcisismo, a expensas de resaltar y elogiar la obra ajena y el talento del otro. Por lo tanto, no fue sectario sino abierto, altruista y tolerante. Siempre entusiasta y apasionado por el libro dominicano y sus autores. Contribuyó así a descubrir y proyectar talentos jóvenes y generaciones emergentes. Y eso tiene sus riesgos, pues apostar a lo desconocido, incipiente y prematuro, tiene sus desafíos. A mi modo de ver, este es el arquetipo de crítico literario que necesita el país y el que necesitan los creadores de la palabra. Solía decirme que le interesaba contribuir a crear lectores, o una sociedad de lectores, y servir de intermediario o agente mediador de lectura, entre la obra y el lector, antes que hacer crítica especializada, académica y erudita. Es decir, situarse en la intermediación entre el autor y el libro. Y creo que lo alcanzó con creces y con rentabilidad crítica, a juzgar por la gratitud y la trayectoria de los escritores que contribuyó a estimular con las reseñas de sus libros, durante veinte años en el suplemento Biblioteca, cuya labor continuó, con otro giro, matices y vertientes, en su página semanal Raciones de letras en Diario Libre, hasta la hora de su muerte (página venía calzada con una serie de libros recomendados, relacionados al tema abordado). En esencia, y en gran medida, fue un promotor del libro y la lectura, no en el aula, la plaza pública o en los medios de comunicación, sino en las páginas de la prensa, ejerciendo un periodismo literario de altos vuelos. Esto es: un periodismo educativo y cultural, desde su experiencia de lectura, y vigilado por el dominio de la lengua, la gracia estilística, la soltura expresiva, la libertad creativa y la perfección del oficio.

Otro rasgo de su personalidad como crítico y prosista de la crítica reside en el tono oral o dialógico de su escritura. De ahí que se sienta siempre una retórica personal y una oralidad, que da la sensación de que estamos –o estábamos– conversando con él o escuchándolo. Y esto no es signo de superficialidad (como señaló, con cinismo e impiedad, un miope periodista de redes sociales, resentido y sin obra, en medio de su cadáver insepulto), sino de naturalidad y poder de persuasión, en su tentativa por romper el divorcio tan consustancial al habla criolla entre la escritura y la oralidad. A ese tono oral o conversacional quería referirme, al hablar u opinar, en defensa de su estilo de hacer crítica literaria, y al uso comunicativo de su prosa periodística, culta y enjundiosa. Nunca pretendió adoctrinar ni crear seguidores bajo una ideología crítica o teórica, sino que buscó servir de agente difusor del autor, al margen de la técnica, el género o la edad. Estaba persuadido que esta práctica había servido para crear capillas estéticas y, a menudo, castrar vocaciones literarias, desde la atalaya de la cátedra, la revista académica o el aula universitaria. Decía con sobradas razones –aunque no creo lo haya escrito– que nuestros intelectuales que se fueron a estudiar al extranjero, lo hicieron para formarse intelectualmente como críticos o teóricos literarios, no como escritores. Acaso él se salvó al no academizarse con grados de maestría y doctorado, sino solo con el grado de licenciatura. Y sin estudiar en el exterior, sino que se forjó y formó culturalmente (no académicamente) a puro tesón y disciplina por su condición de furibundo lector y enorme bibliófilo. Estudió más bien en su casa, en solitario, y viajando y leyendo, con arrebatadora pasión. En ese sentido, fue un paradigma y un hombre de libros, siempre al día del acontecer del libro y su circuito de divulgación y circulación. O, más bien, un hombre de letras (un homme de lettres, en la acepción francesa). Es decir, un apasionado humanista, amante del saber literario, no así del saber filosófico o científico. No tenía pretensión de erudición ni sabiduría, sino de ser un enamorado de la palabra bien dicha y mejor escrita. Pero sí fue a la vez un intelectual y un escritor, y un crítico literario, con alma de poeta y espíritu de novelista. Fue, en suma, un arquetipo de lector sensible y plural, que leía para aprender y disfrutar, y para deleitarse leyendo. Además, fue un analista sensible de la realidad cultural, política y literaria de la sociedad dominicana. Era un presentador de lujo de libros y un espléndido prologuista que, como tal, era solicitado con asiduidad por otros escritores. Su prosa analítica es de redacción lúdica, de frases elípticas, cadenciosas, y siempre escrita con gracia y lucidez. Enorme conferencista y extraordinario presentador de libros y de autores, Lantigua es un referente de escritor, cuya filosofía de vida y conducta intelectual se definen por su entusiasmo y pasión por los libros, la lectura, la cultura y las letras.
Su amor por el libro y la lectura lo impulsaron, como ministro de Cultura, a crear la Feria Internacional del Libro, las Ferias Regionales del Libro, la Feria del Libro Dominicano de Nueva York; renovar la Editora Nacional y fundar la Librería de Cultura (cerrada por desinterés, en 2016). Su amor y defensa de la poesía lo condujo a tener la visión de crear el Festival Internacional de Poesía (de cuyo comité organizador fui parte) o auspiciar publicaciones de obras, apoyar concursos literarios o crear becas de escritura creativa.
Como cronista era un lujo leerlo. Lo atestiguan sus libros Mercancía variada. Crónicas literarias y otras cuentas (2023), Un encuentro con el comandante. Letras racionadas (2016) o Enseres y tramoyas (2022), en los que exhibe una prosa con gracejo, toques de humor, y donde resuenan y suenan la música popular, los ritmos de la cultura vernácula y la picardía letrada. Los retratos literarios de personajes criollos de las letras y las artes se entrecruzan con los sonidos y los ecos del color local, en una prosa que nos recuerda, por su gracia y humor, a la de su admirado Enriquillo Sánchez, una de sus primeras influencias.
Su pasión lectora e interés por el tema de los deberes y derechos de los lectores se expresa en su breve libro de divulgación, Buscando tiempo para leer: los diez derechos del posible lector (1995), una suerte de paráfrasis del libro de Daniel Pennac, Como una novela, pero que Lantigua aterrizó y parodió a su estilo y visión de la lectura. En fin, se nos quedan en el tintero sus hazañas librescas y sus desvelos, sus afanes lectorales y sus proyectos truncos, pues era una máquina pensante de construir frases, hilvanar giros expresivos y producir metáforas lúdicas y desenfadadas. En resumen, de escribir libros, editarlos y cuidarlos. Restaría reunir las crónicas y artículos de su página Raciones de Letras de 2023 hasta 2025, dedicarle póstumamente una Feria Internacional del Libro y crear el Premio Anual de Promoción del Libro y la Lectura José Rafael Lantigua, en el Ministerio de Cultura, en honor a su legado y aportes en la difusión y preservación del patrimonio bibliográfico del país y en defensa del libro dominicano.
(En la foto de portada: El ministro de Cultura José Rafael Lantigua con directores del sector del libro durante su gestión 2004-2012: Valentín Amaro (Talleres Literarios), León Félix Batista (Editora Nacional), Basilio Belliard (Libro y Lectura), Pedro Antonio Valdez (Feria del Libro)
—–
Basilio Belliard, poeta, narrador y ensayista dominicano. Académico con título de Doctorado.