La literatura, cuando es vivida como un destino y no como un pasatiempo, produce en el lector una sensación de pertenencia a una corriente mayor, una corriente que lo precede y lo seguirá cuando ya no esté. En esa corriente, hecha de voces que se superponen y se prolongan, la obra de Irene Vallejo ha llegado como una celebración y una advertencia: celebración de la palabra que persiste a través de los siglos, advertencia sobre su fragilidad. El infinito en un junco no es solo la historia del libro: es la cartografía íntima de nuestra necesidad de narrar. Y su autora, que escribe desde un fulgor antiguo y un presente herido, logra convocar tanto el asombro del lector moderno como la memoria silenciosa de quienes, en el pasado, arriesgaron la vida por un rollo de papiro.

La singularidad de la voz de Irene Vallejo radica en la manera en que entrelaza erudición y ternura. Su erudición nunca ostenta; su ternura nunca banaliza. La suya es una escritura que cree en la belleza del conocimiento, pero también en el conocimiento de la belleza. Habla como quien recuerda, no como quien dicta. Y esa forma de recordar –que es evocación, latido, agradecimiento– convierte lo que podría ser un manual histórico en una travesía emocional y casi litúrgica por la genealogía de la lectura.

El libro abre con una pregunta silenciosa: ¿cómo fue posible que algo tan frágil como un junco sostuviera siglos de pensamiento? La fragilidad, en Vallejo, no es defecto: es destino. La fragilidad de los libros, la fragilidad de las civilizaciones, la fragilidad del cuerpo humano; todo esto se refleja en un arte de narrar donde lo vulnerable se vuelve significativo. Los objetos humildes –juncos, rollos, tablillas de arcilla, códices improvisados, hojas de pergamino– aparecen cargados de una dignidad ancestral. Cada objeto es una promesa de continuidad: un puente, una memoria, una posibilidad de resurrección. En ese sentido, El infinito en un junco es también una teología laica de la palabra.

Cuando Vallejo recorre la historia de las primeras bibliotecas, no lo hace con la distancia del historiador, sino con el temblor del testigo imaginario. Se podría pensar que ha estado allí, que ha visto los estantes de Alejandría, que ha oído a los copistas, que ha sentido el frío de los márgenes donde se anotaban comentarios, correcciones, suspiros. Su mirada no es arqueológica; es compasiva. Una arqueología intenta desenterrar; Vallejo intenta revivir. Y en ese acto de revivir, el pasado se vuelve presente.

Es precisamente esa vitalidad la que hace que tantos lectores hayan visto en su obra no solo un libro de historia cultural, sino un manifiesto a favor del asombro. El asombro es el verdadero protagonista del texto. Asombro frente a la invención del alfabeto. Asombro frente a la obstinación humana por fijar el tiempo en signos. Asombro frente a los cuerpos que copiaron y recopiaron textos con la precisión de un rito. Asombro frente a los miles de manos anónimas que permitieron que Homero o Safo o Eurípides llegaran hasta nosotros. Asombro frente a la supervivencia de la palabra en un mundo, ayer como hoy, sembrado de destrucción.

Una de las decisiones estéticas más reveladoras de Irene Vallejo es la alternancia entre episodios históricos y pasajes autobiográficos. Esa estructura muestra que la historia del libro no es un fenómeno exterior al individuo; es una prolongación de su experiencia. Su niñez, atravesada por la enfermedad y salvada por la lectura, no aparece como anécdota sentimental; aparece como el origen de una relación profunda con la palabra. Ella misma ha dicho que los libros le enseñaron a estar en el mundo. Y esa afirmación, lejos de ser metafórica, adquiere un valor concreto: cuando la enfermedad limita el cuerpo, la lectura expande la realidad. La biblioteca infantil se convierte en un territorio de resistencia. Y así como un niño puede salvarse leyendo, también una civilización puede salvar un libro para que ese libro la salve más tarde. Esa circulación entre peligro y salvación, tan presente en el libro, envuelve toda la obra en una atmósfera de gratitud.

En Vallejo, la historia del libro es inseparable de la historia de la violencia. Desde el incendio de la Biblioteca de Alejandría hasta los libros prohibidos por los totalitarismos, desde las hogueras inquisitoriales hasta la censura contemporánea, la autora traza una línea dolorosa que atraviesa las épocas. Pero esa línea no está presentada como un lamento, sino como un mapa de resistencia. Cada libro quemado es una derrota; cada libro copiado, una victoria. Y en ese duelo entre destrucción y permanencia, Irene Vallejo se posiciona del lado de los que cuidan. El infinito en un junco podría leerse como un acto de reparación simbólica: nombrar a quienes sostuvieron los libros es, también, rescatarlos del olvido.

Hay un gesto casi político en su insistencia en visibilizar a las figuras marginales: las mujeres que copiaron a escondidas, maestras rurales que enseñaron a leer en zonas remotas, esclavos que transportaron rollos, monjes medievales que pasaban noches enteras copiando versículos. La historia del libro, nos dice Vallejo, no pertenece a los emperadores ni a los grandes sabios: pertenece a los anónimos. Sus nombres se han perdido, pero sus gestos permanecen. Esa reverencia hacia lo anónimo constituye uno de los núcleos éticos del libro. En un mundo donde todo parece exigir visibilidad inmediata, El infinito en un junco reivindica la importancia de los actos silenciosos.

Vallejo es también una teórica de la lectura, aunque no lo parezca. Su teoría no se formula en conceptos académicos, sino en intuiciones que atraviesan su prosa de manera constante. Una de esas intuiciones es que leer es un acto de hospitalidad: cuando leemos, abrimos espacio en nuestra mente para otro. La lectura es, entonces, una forma de convivencia. No hay nada más antiguo y, a la vez, más contemporáneo. En tiempos de polarización, su manera de pensar la lectura como acogida –como acto de escucha radical– adquiere un valor político. Leer es aceptar que otro mundo es posible porque ya está escrito.

Irene Vallejo junto a organizadores de los distintos eventos en que participó durante su visita a Santo Domingo.

Otra intuición fundamental es que la lectura es siempre una traducción. Incluso cuando leemos en nuestra lengua materna, traducimos: traducimos experiencias ajenas a nuestro propio sistema de emociones y recuerdos. En ese sentido, la lectura es infinita porque cada lector vuelve a traducir el mundo. No hay obra agotada, no hay sentido definitivo. Todo libro está incompleto hasta que alguien lo lee; y al leerlo, lo transforma. El infinito no está en el junco; está en la lectura. El junco es solo el soporte. La infinitud es un acto humano.

Cuando la autora describe la invención del alfabeto, lo hace con una mezcla de precisión histórica y transparencia poética. No hay en ello grandilocuencia; hay maravilla. El alfabeto aparece como una de las herramientas más revolucionarias jamás concebidas. Permite registrar la voz. Permite fijar el tiempo. Permite que una emoción atraviese los siglos sin degradarse del todo. Irene Vallejo recuerda que, antes del alfabeto, las historias eran orales y la memoria humana estaba expuesta al desgaste, al olvido, a la manipulación. Escribir fue un acto de liberación porque permitió que la palabra no dependiera únicamente del cuerpo. Y, sin embargo, en su visión, la escritura nunca se desprende totalmente del cuerpo: sigue siendo su prolongación. Copiar un texto es un acto corporal. Leer es un acto corporal. Guardar un libro es un acto corporal. Los libros son cuerpos frágiles que exigen cuidado.

En esa intersección entre cuerpo y texto surge otra de las grandes virtudes del ensayo: su sensibilidad material. Vallejo describe los papiros, el pergamino, la tinta, los instrumentos de escritura, los rollos, los códices, las encuadernaciones medievales, con la atención afectuosa que se da a objetos amados. Y esa atención dota al libro de una dimensión táctil. El lector no solo comprende la historia del libro; la siente.

Del mundo clásico al presente, la autora traza puentes que iluminan las correspondencias entre antiguas prácticas de lectura y las transformaciones tecnológicas actuales. No cae en el tópico de la nostalgia ni en el rechazo a lo digital; comprende que el soporte cambia, pero la necesidad permanece. Así como los rollos dieron paso al códice y el códice al libro impreso, ahora el libro impreso convive con las pantallas. Vallejo no demoniza la tecnología; la sitúa en la continuidad histórica. La pregunta no es qué soporte es superior, sino cómo se preserva la experiencia interior de la lectura. Las formas cambian; la atención permanece. Y en una época saturada de estímulos, defender la atención es defender una forma de vida.

La autora se detiene también en el concepto de biblioteca como idea y como espacio. La biblioteca es uno de los inventos más hermosos de la humanidad: un lugar donde conviven voces que nunca convivieron en la vida real. En una biblioteca, Homero está al lado de Borges; Safo al lado de Emily Dickinson; Eurípides junto a un poeta desconocido del siglo XXI. Esa convivencia imposible produce una especie de eternidad horizontal: todos existen al mismo tiempo. Irene Vallejo rescata esa temporalidad, que es la temporalidad del lector. Leer es traspasar siglos en segundos. Es conversar con muertos que aún nos hablan. Es habitar un tiempo sin tiempo.

La obra de Vallejo también alcanza una dimensión introspectiva cuando reflexiona sobre la experiencia personal de leer en tiempos de crisis. La lectura como refugio, como resistencia, como supervivencia emocional. Su testimonio de infancia –una niña enferma que encuentra en los libros un mundo donde no hay dolor– no es anecdótico: es el núcleo emocional del que nace su visión de la palabra. No es casual que, en su obra, los libros aparezcan siempre como salvavidas. Y en un presente marcado por el ruido, la aceleración y la inmediatez, reivindicar la lectura como acto de sanación es un gesto político y cultural de primera magnitud.

La dimensión política del libro es sutil pero firme. Vallejo muestra que los libros han sido perseguidos porque contienen poder. Un poder que no reside en la fuerza física, sino en la capacidad de transformar la conciencia. Los regímenes autoritarios temen a los libros porque temen a las preguntas. Temen a la imaginación. Temen a la libertad interior. Y esa libertad interior es, precisamente, lo que “El infinito en un junco” celebra: la posibilidad de pensar por cuenta propia.

A medida que el libro avanza, la autora incorpora episodios contemporáneos que dialogan con los antiguos. Bibliotecas destruidas en guerras recientes, refugiados cargando libros en sus mochilas, mujeres enseñando a leer en lugares donde la lectura es una forma de desobediencia. Estos episodios no son añadidos forzados; son la evidencia de que la historia del libro no es una historia cerrada: continúa escribiéndose cada día. Y eso es lo que otorga a la obra una resonancia universal: no habla solo del pasado, sino de la lucha contemporánea por la cultura.

Vallejo, además, demuestra una sensibilidad especial hacia la figura del lector. En un mundo que privilegia la productividad por encima de la introspección, la autora reivindica el derecho a perderse en un libro. Leer –sugiere– es un acto de afirmación: afirma que hay otras formas de vivir, otros ritmos, otros mundos. Leer es una forma de libertad interior. Es también un ejercicio de humildad: reconocemos que hay otros más sabios, más imaginativos, más sensibles, y los escuchamos. En un tiempo de opiniones rápidas e irreflexivas, la lectura es un antídoto.

En su modo de narrar, Vallejo cultiva un estilo que fusiona claridad y lirismo. Cada página parece movida por una inteligencia afectiva: sabe, siente, ilumina. No sacrifica rigor por emoción ni emoción por rigor. La suya es una prosa anfibia: histórica y poética, analítica y evocadora. Esa doble condición la convierte en una de las voces más singulares de la narrativa ensayística contemporánea.

Al final, cuando el lector cierra El infinito en un junco, tiene la sensación de haber atravesado un territorio vasto, lleno de ruinas, de luces, de silencios, de voces resucitadas. Ha visto a Alejandro y a Ptolomeo, a los sabios de Alejandría, a los monjes medievales, a los fugitivos de guerras recientes, a maestros rurales, a niños con libros bajo el brazo, a mujeres que escondieron manuscritos, a esclavos que cargaron rollos, a inventores desconocidos. Ha visto también a la niña Irene, leyendo para salvarse. Y en ese cruce de vidas, el lector comprende la idea central del libro: cada libro es un sobreviviente.

El infinito que da título a la obra no se refiere a un concepto abstracto, sino a la posibilidad humana de prolongar la existencia a través de la palabra. Somos finitos, pero lo que contamos de nosotros puede sobrevivir. Un libro no salva la vida biológica, pero salva la memoria, la experiencia, la emoción. Esa salvación simbólica es, para Vallejo, una prueba de la grandeza de la fragilidad humana: no perduramos por la fuerza, sino por la historia.

El infinito en un junco es, en el fondo, un acto de gratitud. Una carta de amor al libro y a quienes lo hicieron posible. Una meditación sobre el tiempo. Un homenaje a la vulnerabilidad. Una defensa de la belleza. Un canto a la lectura como forma de vida. Y también una advertencia: lo que ha sobrevivido puede volver a perderse si no lo cuidamos. La cultura, como los juncos, puede quebrarse entre nuestros dedos.

Irene Vallejo ha escrito un libro que no solo narra una historia: la prolonga. Y quien lo lea, aunque sea una sola vez, habrá entrado en esa cadena de custodia que nos une a los antiguos copistas. Porque al final, todos somos eso: lectores que cargan antorchas frágiles. Lectores que sostienen el mundo mientras el mundo se tambalea. Lectores que saben que, mientras existan libros, ninguna oscuridad será definitiva.

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Plinio Chahín, poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor entre otros de Pensar las formas (ensayos, 2017) y Si parece irreal es coincidencia (poesía, 2024).