Desperté con el chillido de la estática y regresé abruptamente a la butaca del teatro Adolfo Mejía de Cartagena. Sobre mi cabeza los querubines aún danzaban alrededor de la araña colgante y, mientras adivinaba la melodía celestial que el pintor habría imaginado mientras pintaba aquellos angelitos desnudos, las lágrimas de cristal empezaron a perder luminosidad, explotaron cientos de aplausos y dos hombres entraron al escenario perseguidos por un chorro de luz.

El entrevistador, un español de apariencia completamente humana, dio la bienvenida al invitado mientras éste intentaba acomodar inútilmente sus alas en un asiento que a todas luces cumplía con el más estricto rigor ergonométrico. Finalmente, el hombre-mariposa-rumano-poeta-ensayista-narrador-premio Formentor se dio por vencido, adoptó una postura intrincada (que sin duda lo hacía lucir más desaliñado de lo que en realidad era) y en un inglés roto e indescifrable respondió al saludo con cordialidad. En el acto lamenté no haber hecho la fila para reclamar los audífonos de la interpretación simultánea ¡no le entendería ni una palabra! Tenía que salir de allí antes de volver a quedar dormida y fue entonces cuando la sibila de acento bogotano que estaba sentada a mi lado me detuvo, señaló el escenario con su mano huesuda y me susurró en un tono más parecido al chisme que al presagio, ese que vemos allí (se refería al hombre de las alas) ganaría el Nobel de literatura algún día. “¡Así será!”, corroboró la sibila de acento paisa sentada detrás de mí y con sus manos también huesudas, me tomó por los hombros e hizo que me volviera a sentar. Estaba atrapada, presintiendo con horror que si me volvía a quedar dormida lo lamentaría por mucho tiempo.  Era el riesgo de combinar tanta rumba con los festivales culturales, lamenté con cierta culpa matrimonial.

Me acomodé en la butaca, el auditorio enmudeció y yo me dejé arrullar por la voz enternecedora del hombre de alas de mariposa, por su hechizante retórica y sus historias alucinadas. Quedé tan embrujada que fue mucho después de que todos los espectadores desaparecieran que me di cuenta de que estaba encerrada en un globo acuoso y oscuro.  La única salida que vislumbré fue a través del cristalino, pero aquella ventana estaba sobre mi cabeza como una claraboya, por lo que debí de caminar como una funambulista sobre el nervio óptico.  Al asomarme vi que el escritor estaba dentro de aquella habitación hexagonal tapiada de libros, un espejo reflejaba su imagen inclinado sobre un desvencijado escritorio de madera verdosa flotando a milímetros del suelo. Él me percibía difusa y sin contornos como las ideas que aún no se han pronunciado con palabras y, quizás porque mi saludo le resultó tan real como cualquiera de sus pesadillas, se le erizaron los vellos confundiéndome con algunos de los personajes de su novela.   Sacudió la cabeza como un reflejo relámpago para que me regresara a la red cortical de su cerebro y continuó tallando con lentitud la resma de papel bond que tenía delante de él mientras yo me colgaba del lagrimar como una legaña extasiada ante aquel escultor alado. Con cada cincelada salpicaban los excesos de blancura e hileras de palabras salían del blanco sepulcro de la hoja marchando como hormigas detrás de los rastros de textos, paratextos y meta textos que componían aquella infinita novela.  Era imposible adivinar si aquel hombre-mariposa era sueño o ficción pues el batir de las alas gigantescas que le colgaban de la espalda había borrado los límites de aquellas indecibles fronteras. He sabido que se llamaba Mircea y que nació en el verano de 1956 en Bucarest, en una época tan terrorífica como la de Vlad el Empalador y más sangrienta que una legión de vampiros. También he sabido que la poesía es su manera de respirar en un paisaje tan opresivo que una vez le pareció eterno. Vuelvo a llamarlo por su nombre: ¡Mircea! Y esta vez el insecto de rostro humano levanta la mirada al espejo, dibuja una sonrisa mitad muesca, mitad flor y me ofrece su libro mariposa susurrando una pregunta casi inaudible: “¿Eres Yulissa?”. 

Desde que regresé de Colombia sueño que tengo largos conversatorios con Mircea Cărtărescu a la luz de las estrellas o rodeada de arcadas coloniales o bebiendo cerveza Presidente en el parque Colón mientras espantamos las palomas. Hace unos meses la situación se ha agravado, los sueños han adquirido un matiz surreal e imagino titulares en las redes sociales, en la prensa y en la radio anunciando que el escritor rumano viajará junto a su esposa y su traductora a Santo Domingo. En otro sueño Sergio Ramírez pilotea un avión lleno de escritores de todas partes del mundo con los que animadamente intercambio bolsas, gafetes, libros, y botellas de agua. Algunos días los sueños llegan a ser tan absurdos como que estoy junto a Minerva del Risco convenciendo a miles de persona de que viene algo grande, un antes y un después y de que debemos de prepararnos. Los miembros de Tertulia Urbana han sido los más afectados por mis alucinaciones, pues he llegado a convencerlos de que todas estas visiones son reales y de que deben leer El ala izquierda para estar preparados para la visita de Cărtărescu, y que, si esto no fuera así, que me hagan correr la misma suerte de Aureliano Buendía. 

 La alerta del WhatsApp me saca de mi ensimismamiento y me recuerda que esa noche hablaría en la tertulia sobre El ala izquierda. “¿Alguien me envía un chivo para la tertulia de hoy?” escribió Patricia Paniagua y adjuntó el emojis que llora, las manos que rezan y un corazón color rosa. Mi contertuliana se refería a la ayudita que los estudiantes se ponen dentro de la manga cuando se van a examinar sobre un tema que no han entendido. Este libro es incomprensible hasta para el propio autor, protestó Rosa María y envió, no uno, si no dos emojis con los ojos virados al cielo. Yoli compartió un screenshot de su Kindle donde ha subrayado la frase donde el propio narrador lo señala: ¡ilegible! ¡Esto es una locura!, opinó Raysa, una locura Maravillosa, agregó Marianela, pero ¿alguien se la podía explicar? Otra pidió un resumen, por favor, no quería llegar al encuentro en blanco…  Se me ocurrió entonces enviar el link del conversatorio de Gamboa y Cărtărescu en Bogotá y por un par de horas logro silenciar el grupo.  La tertulia de esa noche no sería fácil y acepté para mí misma que no sabía por dónde empezar.  Reconocí que, si no le preguntaba a Mr. Google, sería difícil pararme en el cenáculo de estos lectores y resolví digitar en el buscador algunas palabras claves: Cegador, ala izquierda, Cărtărescu, análisis, trama, argumento y leo decenas de artículos con la misma información, como si los críticos estuvieran conspirando con abarrotar el espacio cibernético con una cadena infinita de copy and paste.   El ala izquierda es caótica, alucinante, laberíntica, imposible, me canso de leer las  mismas ideas repetidas como disco rayado  y me largo a YouTube. Es allí donde vuelvo a encontrarlo, entre luces extrañas y en compañía de una mujer de delgadez mitológica y blancura angelical.  Ella interpreta al español de manera consecutiva lo que Cărtărescu ha dicho en rumano. El poeta está sentado a su lado con las piernas cruzadas. Esta vez parece relajado, casi contento, moviendo el pie en círculos como mueven los caracoles terrestres sus antenas. Kafka es ilegible, declara la intérprete retirándose un mechón de pelo de la frente, los únicos libros que merecen ser leídos son los ilegibles, afirma Mircea categórico en la voz de la española cuyo nombre leo al pie de la pantalla.  Mariana Ochoa tiene un rostro severo como el de una jugadora de póker y eso me hace pensar lo distinto que era el simpático Juan Ranz, el personaje de Corazón tan blanco, de la novela de Javier Marías, quien también era intérprete y afirmaba sufrir la inquietante obsesión de necesitar entenderlo todo. Observo a la española por un buen rato y me pregunto si será aquella mujer la única persona capaz de decodificar las intríngulis cartaresquianas.  La imagen de Mariana con la cabeza rapada aparece delante de mí, tan cerca, que puedo acariciar con la punta del dedo el mapa de la creación que le han tatuado en la piel azulosa de su cráneo. Mircea se me antoja parado de perfil, contemplando al Mircea adolescente quien a su vez contempla al Mircea niño con ojo de cíclope quien contempla a un hombre desde la triple ventana panorámica de su habitación de Stefan cel Mare antes de que construyeran el bloque de enfrente y de que todo se tornara opaco e irrespirable.  Y las palabras de San Pablo martillan mi tímpano “pero entonces me conoceré como soy conocido” y su significado cobra valor cuando esta minúscula mariposa de agua se me posa en el hombro y me propone escribir, no lo que he entendido, sino lo que he sentido. 

La razón de existir de la obra de Mircea Cărtărescu es la libertad y él ha logrado vivirla de una manera absoluta: dejando correr un torrente caudaloso, abrumante de imaginación. ¿Cómo escribir sobre libertad si no se ejerce? Es por tal motivo que la obra de Cărtărescu y en especial, El ala izquierda, se des-ata de las cadenas de la estructura, del yugo de la trama, del encierro del género, incluso la novela se convierte en su propio narrador, se cuenta a ella misma. 

“Ahora se vio lo que todos habían presentido en algún momento de su vida: que la realidad es tan solo un caso particular de lo irreal, y que todos somos, por muy concretos que nos sintamos, una ficción de quién sabe qué mundo que nos crea y nos abarca.” 

Esta obra es la subjetivación del todo. Es un modo de percibir el cosmos, de entender la eternidad del instante.  Me rendí al espacio sin límite, al tiempo sin reloj, a la subconciencia aceptando que es un terreno turbador. Aun así, en estado de confusión, agotada, casi enfadada no puede cerrar el libro, es la sensación de estar atrapada en una telaraña, es la urgencia del alfa y el omega.  La corriente narrativa puede más que el desconcierto, te arrastra. Es inquietante. Necesitas volver atrás, pues no sabes cuándo el personaje ha despertado del sueño y cuándo ha vuelto a sumergirse en un estado onírico; quieres entender la técnica, ¿cómo había logrado esos cambios dimensionales?  pero el temor a olvidar lo que se acababa de leer, tal como nos ocurre con los sueños en el instante antes de despertar, te impedirá regresar.  Pude hacer las paces cuando dejé de buscar sentido y, en cambio, permitía que sus imágenes me hablaran. Pues la lectura de esta novela es simbólica, metaliteraria, es una transgresión a toda la lógica o racionalidad.  Si se resiste, y llegas al último capítulo, percibirás el dulce placer de ensamblar el caótico rompecabezas: un ciego, un fray de magia negra, un albino, un vagabundo, una mujer encerrada por décadas en un elevador da a luz a una mariposa, un circo rodante de monstruos grotescos, locos en un psiquiátrico, niñas erotizadas en un hospital, ángeles negros, y el clan de los Badsilov montado en sus trineos y adictos a la amapola llegan a fundar una ciudad y a construir una novela total. Sangre, sexo, enfermedad y locura se ensamblarán delante de tus ojos para desembocar en la secta de “Los Conocedores” aquellos que controlan lo visible y lo invisible.  Solo hasta el último capítulo nos damos cuenta de que esta novela es un regreso a la semilla, al huevo, al átomo al primer punto antes de la eclosión del bigbang antes de que se escribiera la primera frase del recuerdo.

Llegarás jadeante a las últimas páginas de El ala izquierda, a la ínfima catástrofe, a la fuerza primordial que se parte en dos, luego en cuatro, hasta que, desde un punto infinitamente caliente y denso, sentirás explotar el cosmos entre tus dedos. El fuego de artificio del mundo arderá, el narrador preguntará por quinta, décima vez qué pasara con aquel libro y entonces caerás en cuenta de que eres Tú el texto. Se ha traspuesto el sujeto y el objeto. El libro lee al lector y más aún, se repliega sobre sí mismo y te hablará:

Todo es extraño, porque todo se remonta muy atrás en el tiempo. Y porque todo está en ese lugar en el que no se distingue el sueño del recuerdo, pues las grandes zonas del mundo no estaban entonces separadas unas de otras. Y vivir el extrañamiento, sentir una emoción, quedarse petrificado ante una imagen fantástica significa siempre lo mismo: regresar, volver, descender al núcleo arcaico de tu mente, mirar con el ojo de una larva humana, pensar algo que no es un pensamiento con un cerebro que no es todavía un cerebro y que funde en un núcleo de placer desgarrador eso que nosotros, al crecer, separamos.

El ala izquierda es una novela definitiva. Es la exploración del todo, del principio y el fin; del bien y el mal. Es un repliegue de la imaginación creadora. Es una novela experimental que rompe con toda estructura anterior, redefine la narrativa y abre paso a otra manera de soñar despierto o de escribir soñando.  

Vuelvo a llamarlo por su nombre: ¡Mircea!  Esta vez lo tengo de frente. Iona, su esposa, lo acompaña, nos tomamos de las manos, y les pido que me lleven a Bucarest. Soy el cuerpo y ellos las alas. El fotógrafo de los escritores nos hace levantar la mirada, quiere guardar el momento de aquel encuentro, los sueños son así: convenientes y absurdos.  Nos pide que miremos hacia el cielo y que nos imaginemos en un vuelo. Los tres obedecemos. Dibujamos una sonrisa mitad muesca, mitad flor y por un instante capturado para la eternidad me he convertido en el cuerpo de una mariposa. 

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En portada: Mircea Cartarescu, Yulissa Álvarez Caro e Iona Cartarescu.

Yulissa Álvarez Caro. Santo Domingo, 1970. Esposa, madre y abuela. Estudió arquitectura. Escribe y lee desde que tiene memoria.