I                                                                    

El viernes 11 de abril, tres días después de la tragedia de la discoteca Jet-Set, José Rafael Lantigua escribió en su página “Raciones de Letras”, del periódico Diario Libre, una estremecedora elegía por los fallecidos. En su estilo de encadenamientos metafóricos, un homenaje a partir de la reflexión sobre la inevitabilidad de la muerte y su conjunción con la vida —extraña en él por el tema y las ideas que expresa—, tan inspirado y profundo que, en un gesto absolutamente inusual conservé para después entender, junto a otras señales, cómo andaba rondándonos la muy pérfida.

Si la primera oración del texto, dicha a bocajarro, sorprende: “La vida no es más que una muerte lenta”, sabemos que hemos entrado en un ámbito de pensamientos perturbadores cuando, continuando con la arremetida afirma, tajante: “La muerte acecha. Siempre acecha. A veces de forma distendida, a veces de manera solitaria y cruel. La muerte desgasta porque es incesante. Nunca perece. La muerte nunca perece. Está viva siempre para interrumpir en las rutas y en los haberes (…) Solo se presenta una vez, pero se anuncia en todos los momentos de la vida y es más cruel temerla que sufrirla”.

Las múltiples sentencias y conclusiones, entre imágenes y asociaciones poéticas, evidencian que el tema ha sido pensando largamente: “No hay pena que la muerte no acabe, ni vida que la muerte no borre” dice, contrariando la imagen del escritor más bien optimista que a fuerza de disciplina y voluntad ha logrado imponerse sobre sus fantasmas; aunque también, a tono con el vitalismo del que daba muestra cada vez más, la afirmación: “Solemos decir, confundir, que llega tarde o que llega a destiempo. La muerte, empero, siempre es temprana y no perdona a ninguno. Por eso vivir es sentir sin amargura todas las edades, hasta que llega la muerte”.

Y más adelante: “Para entender la vida hay que conocer la muerte. Conocer de la separación abrupta para comprender el ahogo de la tristeza, la nostalgia como herida abierta” porque “la muerte es un oscuro resplandor. Acontece. Se entromete. Se integra. Se hace dueña del silencio y del ruido, de la casa deshabitada, de las haciendas cantoras y de los recintos del hombre. El sitio en que tan bien se está, la muerte puede llegar, y llega”.

Cuatro meses después de estas cavilaciones, el 5 de agosto, José Rafael Lantigua murió. Todavía fresca la huella de la felicidad del viaje, su estancia en las haciendas cantoras y en el sitio en que tan bien se está, “Los jinetes de la muerte entraron con sus puñales de hielo en una madrugada de sal y caracoles (…) produciendo una despedida sin besos, sin fluir de mareas, sin latidos de esperanzas. Solo un silencio eterno y un adiós en la noche donde se vieron llorando las estrellas”. El silencio tuvo ruido de dolor.

II

Los amigos que tuvimos el privilegio de compartir el afecto fraternal y la complicidad literaria de José Rafael lloramos su ausencia sin calor de nadie y sin consuelo, aturdidos por el mazazo que nos lanzó sin vuelta al vacío oscuro del duelo, a la falta sin fondo, a la soledad de no recibir su llamada para comentar o recomendarnos el último libro del escritor dominicano o del renombrado autor llegado a Cuesta, para invitarnos a su casa porque había que celebrar la Navidad, el libro o el éxito del amigo —generoso como solo saben serlo los grandes de espíritu—, o para compartir un desayuno en La Dolcerie y hablar sobre las intimidaciones de Trump, el drama ucranio, el genocidio de Gaza, una película en Netflix, la obra de teatro basada en La Fiesta del chivo, una exposición pictórica, los planes del próximo viaje…     

Demasiado triste que ya no esté, saber que no lo encontraré en la librería para compartir la alegría del “botín” de libros comprados, que él no tenía que esconder como otros amigos al llegar a la casa porque contaba con el apoyo de su esposa Miguelina para la pasión bibliográfica que lo animaba; que no escucharé sus comentarios graciosos con giros populares y zurrapa cibaeña; y que nunca, nunca más, disfrutaré los viernes, con un café en la mano, de su página en Diario Libre, de su prosa intensa y exuberante como la curiosidad que le caracterizaba y su vida misma, así fuera un hombre de su casa y de su extraordinaria biblioteca, metódico y disciplinado.

Acaso para algunos José Rafael era un hombre impredecible, complejo, porque su manera de ser no era la del común. No pocas veces actuaba contra corriente, indiferente a convenciones o a lo que pensaran o quisieran personas no importantes para él. Así, podía no presentarse a un acto en el que se le esperaba, para otros socialmente importante, mientras se desvivía por asistir a uno humilde para presentar con todas las de la ley a un escritor desconocido, porque lo había conquistado. Era fiel a sus quereres y también a las heridas que le produjeron las traiciones y mezquindades que anidan en las sombras del poder, de las que nunca hablaba, porque no hay mayor castigo que el silencio. Aunque no conocí de cerca su desempeño en el ámbito político, tengo para mí que se desenvolvía en sus laberintos con la inteligencia y la elegancia que le caracterizaban, y me consta el respeto y aprecio que sentía hacia quienes trabajaban en esas lides con él. También era fiel a sus creencias: religiosas, políticas, sociales y hasta del más allá. Católico practicante, conocía como nadie la historia de la iglesia, desde las comunidades primitivas hasta las corrientes actuales, tema del que siempre escribía en las fechas religiosas importantes, como la Semana Santa. Pero también manejaba el pensamiento mágico y respetaba la religiosidad popular como elemento legítimo de nuestra cultura. Alguna vez hablamos de Allen Karderc, de los espíritus buenos y de los espíritus malos bajo el orden divino, pero era mayor la identificación en el tema de las creencias y prácticas de la religiosidad popular, porque tanto él como yo teníamos anécdotas y experiencias similares, y si yo llegué a sentir en la conversación al niño que en el patio de Moca escuchaba, lleno de miedo pero fascinado, las historias de galipotes y aparecidos, acaso él veía en mí la niña deslumbrada frente al altar doméstico de los santos, colmado de velones encendidos y vasos de agua.

Se dice que los grandes amigos vienen de la juventud y la infancia. Sin embargo, mi amistad con José Rafael fue más bien tardía. No compartimos ni los años heroicos ni los de la locura. Ni siquiera, de la manera cercana en que lo haríamos después, los de su hazaña en el Ministerio de Cultura, aunque ya en ese tiempo existían entre nosotros las analogías significativas determinantes para la afinidad selectiva que llegaría más tarde, impetuosa y entrañable a la vez. En la década de los 90, José Rafael me había honrado con su atención en las páginas de Biblioteca; para la Colección Cultural Codetel, que ideó y dirigió por varios años, dejando verdaderas joyas a la bibliografía nacional, en 1999 me solicitó un ensayo para el tomo El siglo XX Dominicano. Economía, política, pensamiento y literatura; en 2010 me confió la edición y el prólogo del libro Visiones de la ciudad, publicado por el Minc, y en 2008 la publicación del libro La ciudad en nosotros: la ciudad en la poesía dominicana. En cada proyecto bajo su juridiscción y en cada ocasión que lo ví en funciones de ministro, que debieron ser muchas, me admiraban su actitud positiva, don de gentes y, sobre todo, la humildad, cualidad poco común en el medio. 

A José Rafael me unían intereses, ideas, temas. La afinidad electiva que mencioné más arriba, ese movimiento de atracción, de parentesco espiritual entre dos seres, inició en nosotros bajo el cielo de la literatura, hasta llegar a la confidencia y complicidad personal. Entre los temas de culto, el primero Cuba. Pocos conocían como él y seguían tan de cerca la problemática cubana, desde la historia hasta los chismes de la nomenklatura, desde Martí hasta Fidel Castro, sobre quien escribió en varias ocasiones; pocos conocían y seguían con tanto entusiasmo a  sus escritores: adoraba a Guillermo Cabrera Infante, era experto en el llamado “caso Padilla”, conocía al poco conocido poeta Luis Rogelio Nogueras; amigo del Chino Heras León, de López Sacha, de Pablo Armando Fernández, que le dedicó un poema-prólogo que aparece en uno de su poemarios: Los júbilos íntimos (2003); ni qué decir de su admiración hacia Padura, a quien dedicó varios textos críticos favorables. En cambio, no compartía mi entusiasmo con Carpentier y Lezama. Otras coincidencias: el fervor hacia el boom latinoamericano, el interés por los escritores rusos y de Europa del Este —de él, Solzhenitsyn y Kundera— y, sobre todo, el interés por la realidad: era un lector constante de libros de política e historia, especialmente contemporánea (entre los últimos dominicanos que comentamos, la correspondencia de Caamaño y la novela de  Pablo Gómez Borbón: Yo, Balaguer), y no había tendencia o acontecimiento importante del acontecer mundial y nacional que no siguiera con interés.

El estudio de la historia y la inmersión en el mundo y la política iluminan una faceta notable de su obra: la crónica y el ensayo histórico. En esa vertiente, la primera obra que leí de José Rafael, La conjura del tiempo (1994), para mí la más deslumbrante interpretación de los tres decenios posteriores a la Era de Trujillo, de los avances, retrocesos y vueltas en círculo del dramático proceso de transición a la democracia, y de sus principales protagonistas, escrito con la mirada y la sensibilidad de un representante genuino de mi generación. También en esa línea, otro de mis libros preferidos: Enseres y tramoyas (2021), crónicas sobre momentos, acontecimientos y personajes históricos escritas con la libertad del ensayo literario y una destreza narrativa que, después de leer “La increíble historia de Marita Lorenz” sobre la amante alemana de Fidel Castro, contratada para asesinarlo, no pude menos que sugerirle se decidiera a escribir cuentos o novela. Lector furibundo de esos géneros, sospecho que no había descartado la idea, y que ese fue, entre muchos otros, una de los proyectos segados por la guadaña de la muerte.

III

No solo los amigos lloramos la muerte sorpresiva de José Rafael Lantigua. También el país cultural y la literatura se vistieron de luto: habían perdido no solo a uno de sus más destacados escritores —poeta, ensayista, cronista, crítico literario—, sino también su mejor lector y cruzado, caballero andante con la espada de la palabra y la adarga del libro al brazo, desde la adolescencia en su Moca natal dedicado a estimular y fortalecer la literatura y la cultura dominicanas. Basta recordar la hazaña de mantener en la prensa durante veinte años el legendario suplemento Biblioteca, espacio de encuentro entre el lector y los autores de todos los géneros, jóvenes y viejos, reconocidos y olvidados, y entre ellos, como anfitrión incansable y guía cómplice José Rafael, con su mirada abierta, pluralidad y ejercicio honesto del criterio. La summa crítica publicada en siete tomos bajo el título Espacios y resonancias (2015), monumental e incomparable en la bibliografía nacional, donde aparecen los centenares de textos de su autoría publicados en Biblioteca y por la que mereció el Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes 2016, da cuenta de su extraordinario aporte a la literatura dominicana en esos años.

A la hazaña llevada a cabo en la prensa nacional siguió la gesta de los ocho años al frente del Ministerio de Cultura (2004-2012). Con visión y eficiencia gerencial, José Rafael dirigió e institucionalizó el Ministerio, multiplicando y distribuyendo los recursos en proyectos que transformaron el quehacer cultural y la vida de no pocos artistas en Santo Domingo y algunos pueblos del interior del país, entre otros el carnaval y los guloyas. La cultura popular, muchas veces confundida con la cultura de masas o falseada por la academia, mereció su atención y entusiasmo. En un lugar especial de mi biblioteca, los tomos dedicados al merengue y al bolero de la colección Codetel, luego Verizon, que ideó y dirigió brillantemente. La Feria del Libro, bajo su dirección transformada en internacional, fue uno de sus grandes logros. La más esplendorosa y vibrante fiesta del libro y la cultura que hayamos tenido, cada año dedicada a un país extranjero y a un escritor nacional, con autores internacionales de primera categoría, casas editoriales y un sinfín de actividades en las que cuidaba cada detalle muchas veces a riesgo de su salud. Y entre las múltiples iniciativas alrededor de la Feria, el Premio Feria del Libro E. León Jimenes, del que se sentía legítimamente orgulloso.

Tras su salida del Ministerio, José Rafael retomó la misión que había iniciado en la prensa a favor del libro y la cultura, y durante diez años, cada viernes, sin faltar, hasta su enfermedad y muerte, publicó en el periódico Diario Libre la página “Raciones de letras”, esperada por una legión de lectores que disfrutaba del despliegue de conocimientos y estilo sobre los temas más diversos, relacionados con el libro y la literatura, la política y la vida social. La revista Global, de la Fundación Global Democracia y Desarrollo, fue su otra prenda en estos años, a la que dedicó con pasión y esmero innumerables horas de trabajo. Tener en sus manos la revista ya publicada le alegraba tanto como un libro de su autoría. Él mismo pasaba a dejarla en la casa de los amigos, y en más de una ocasión la celebró con un brindis. Los trece números publicados bajo su dirección, los últimos monográficos de colección: sobre Pedro Henríquez Ureña, la música nacional y el fin de la intervención militar norteamericana de 1916, a la altura de las mejores revistas del continente, hablan de su capacidad editorial y conocimiento para elegir a los autores de acuerdo a los temas por tratar.

IV

Poco antes del viaje de José Rafael Lantigua a Turquía, país donde encontraría la toxina que le provocó la muerte, lo llamé para darle la noticia de que había llegado a la librería el último libro de Javier Cercas, uno de nuestros narradores favoritos, maestro de la crónica o ensayo historico en Anatomía de un instante (2009), sobre el golpe de estado en España en 1981, que José Rafael leyó con el lápiz agradecido del aprendizaje en mano. La buena nueva no fue tal, porque él ya tenía el libro. El loco de Dios en el fin del mundo trata sobre el viaje del narrador español con el papa Francisco a Mongolia, un hecho inédito porque era la primera vez que el Vaticano abría sus puertas a un laico y, además, lo invitaba a una aventura como esa; y era la primera vez que un escritor, por lo demás confeso ateo y anticlerical, aceptaba embarcarse en un avión para escribir un libro  sobre el papa, solo para tener la oportunidad de preguntarle sobre la vida eterna, si ciertamente su madre vería a su padre más allá de la muerte. Fan incondicional del papa y admirador de Cercas, José Rafael no esperó la llegada al país del libro, lo compró en Amazon y ya lo había leído. Quedamos que lo comentaríamos tan pronto yo lo leyera. 

El 31 de mayo recordé que tenía pendiente el libro de Cercas porque José Rafael, ya en el viaje hacia Turquía, me envió desde Roma una foto de la tumba del papa Francisco, “mi admirado Francisco”, dijo. Pensé que era un guiño a la conversación pendiente y saqué del montón de libros por leer la edición de Random House con la impactante ilustración del papa frente a Gengis Kan en la portada. En su mensaje, José Rafael mencionó también el Jubileo, las multitudes de peregrinos en Roma y el recorrido que le esperaba por doce provincias de Turquía, una especie de “peregrinación”. No le pregunté si llegarían a la Casa de la Virgen María, en Kusadasi, pero intuí que la motivación del viaje no era solo el turismo de placer.

Leí el maravilloso libro de Cercas con José Rafael presente. El 21 de junio recibí en mi celular el dramático mensaje de Miguelina diciéndome de la hospitalización, y el corazón me dio un vuelco. Pensé en la paradoja de que la alegría y la ilusión del viaje desembocaran en un contratiempo de salud, pero quise pensar que no era la primera vez que le pasaba a alguien sin consecuencias graves, y me quedé más o menos tranquila. Sin embargo, al paso de los días, de las complicaciones y las incertidumbres, “el viaje” de José Rafael pasó de idea fija —del viaje como distanciamiento de la realidad cotidiana, experiencia de aprendizaje, encuentro con lo desconocido, de transformación interior— a misterio por descifrar, porque quizás en él se encontraba la clave de lo que acontecía con mi amigo. Y entonces tuve el presentimiento de que ese viaje era el de no regreso, el último, no del turista que colecciona sensaciones y recuerdos sino del viajero sensible que había reflejado en su poesía, en los hermosos poemas de Territorio de espejos (2013) la experiencia transformadora de vislumbrar “ajeno al tiempo, y sin saber por qué/ que la edad no florece/ y que la muerte es un prado de violines/ o quizás un cuerpo de bocas entumecidas/ o tal vez una losa de columnas voraces”.

No pude compartir con José Rafael mis impresiones sobre el libro de Cercas, no pude decirle cuánto me gustó la mezcla de situaciones, personajes reales, investigaciones y entrevistas a jerarcas del Vaticano y a los misioneros en Mongalia, pero no he dejado de pensar en la relación del viaje con el libro, en que acaso en sus páginas y en la narración de la búsqueda de lo sagrado encuentre el mensaje de mi amigo. Buen viaje, José Rafael.

(En portada: José Mármol, Basilio Belliard, Soledad Álvarez, José Rafael Lantigua, Plinio Chahín y León Félix Batista durante la presentación del poemario Territorio de espejos (2013)

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Soledad Álvarez (1950), poeta y ensayista dominicana, Premio Nacional de Literatura 2022. Autora, entre otros, de Autobiografía en el agua (2015) y Después de tanto arder (XXII Premio Casa de América de poesía americana).