Por el trajín del día a día, había semanas en las que solo nos veíamos los sábados, cuando toda la familia se reunía en casa. Era una tradición sagrada, que mi padre y mi madre defendían con mucho celo y que, salvo contadas excepciones, siempre se mantuvo.
También era muy habitual que lo visitara durante la semana para ayudarle con asuntos tecnológicos en su computadora. “Pablito, se me borró el artículo del sábado y ya estaba completo”, “no encuentro mi archivo” o “la computadora no me prende”. Siempre aparecía algún imprevisto que lo llevaba a escribirme para que lo ayudara a resolverlo.
Muchos estarán de acuerdo en que mi padre tenía un don único para expresarse con las letras. Escribía con una facilidad envidiable. La cantidad de libros que había leído, de todos los temas posibles, le permitía conectar ideas y potenciar su creatividad. Pero, cuando se trataba de tecnología, era todo lo contrario. Por suerte, según él, contaba con un hijo “tecnológico” que le ayudaba a navegar en esos asuntos.
Decía con pena que sabía lo ocupado que estaba y que no le gustaba molestarme con esas cosas. Pero, para mí, siempre fue una oportunidad para ayudarle y compartir con él en uno de los pocos ámbitos donde yo podía darle algo a cambio, pues lo habitual era que fuera yo quien aprendiera de su enorme sabiduría y cultura. Entre la familia, el trabajo y las múltiples ocupaciones, el tiempo con mis padres nunca era tanto como yo hubiera querido.
En sus últimos días, tuve la dicha de poder pasar más tiempo con él. Lo visitaba, al igual que mis hermanos, todos los días, varias veces al día. En ocasiones, su estado era tan delicado que apenas podíamos intercambiar algunas palabras. Yo aprovechaba esos momentos breves para alentarlo y darle la esperanza que necesitaba para seguir luchando con fuerza por su recuperación.
En una de esas jornadas, cuando mostró una mejoría notable, tuvimos una conversación inolvidable. Hablamos de las oportunidades de mejora que aún veía en el ambiente cultural del país, de las películas recientes que valía la pena ver, del misterio de su enfermedad y del libro que estaba leyendo –o tratando de leer.
Nos detuvimos un buen rato en ese libro. Hablar de sus lecturas hacía que sus ojos brillaran. Me contó que ese día había reunido el ánimo para sacar las fuerzas necesarias y leer algunas páginas de aquel ejemplar que había empezado hacía ya un tiempo.
Se trataba de El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas, a quien describía como un autor extraordinario.
Cercas –que se autodefine como ateo, anticlerical y laicista militante– recibió, según me relató mi padre, una inesperada propuesta del Vaticano: acompañar al Papa Francisco en un viaje a Mongolia para escribir un libro sobre esa experiencia. No le pusieron condición alguna, le aseguraron libertad total, incluso si el resultado terminaba siendo crítico o incómodo.
Al principio, Cercas se negaba, pues le parecía un contrasentido aceptar un encargo así. Sin embargo, la insistencia y el reto intelectual lo llevaron a replanteárselo.
Mi padre se detuvo entonces para reír, tímidamente, con ganas, aunque sin mucha fuerza.
Me siguió contando que Cercas, aún sin comprender por qué lo habían escogido, aceptó finalmente. En gran parte porque vio en esa oportunidad la posibilidad de formular una pregunta íntima que inquietaba a su madre enferma.
Se detuvo otra vez, y entre risas me dijo cuál era esa pregunta.
Cercas quería saber si su madre volvería a ver a su esposo cuando muriera. Quería preguntar sobre lo que consideraba el pilar de la fe cristiana: la resurrección y la promesa de la vida eterna. Esa fue su única condición para aceptar el viaje.
Pienso que a mi padre le causaba gracia porque, de haber estado en el lugar de Cercas, quizás él mismo habría tenido otra conversación con el Papa. O tal vez porque consideraba la pregunta inusual. O, simplemente, porque ya estaba seguro de la respuesta.
Así se embarcó Cercas en una experiencia que, más allá de la crónica del viaje, lo confrontó con sus propias creencias, dudas y contradicciones.
Mi padre no pudo terminar el libro. Por eso aprovecho estas líneas para contarle que Javier Cercas sí pudo hacer su pregunta. Y la respuesta del Papa Francisco fue sencilla, pero profunda: con la resurrección de Cristo se sembró la semilla de la resurrección de toda la humanidad. Eso garantiza, de cierta manera, que los vínculos humanos no se extinguen con el final de la vida terrenal.
Cercas no se convirtió en creyente, pero en sus páginas reflejó cómo esa experiencia lo transformó. No lo convirtió en un hombre religioso, pero sí en un escritor que reconoce la fuerza espiritual de quienes creen y que descubrió en la fe una dimensión humana capaz de iluminar incluso a quienes no la comparten.
Ahí está. Le debía eso a mi padre, que se fue sin terminar su último libro. Una historia que, por coincidencia, habla de la vida eterna.
En sus últimos días, estuvo muy apegado a Dios. Siempre lo fue, al igual que lo sigue siendo mi madre. Pero en esos días lo sentimos aún más.
Aunque su familia siempre fue lo primero –y lo demostró hasta el final–, los libros ocuparon un lugar especial en su vida. Esa pasión lo convirtió en un libro abierto, lleno de historias y enseñanzas. Cada conversación con él era una oportunidad para aprender. Incluso ahora, tras su partida, sigo aprendiendo de él al leer los escritos en su memoria y al ver cómo dejó huellas en tantas personas.
Su último libro será siempre el que esté en mi mesita de noche. Permanecerá ahí para recordarme que mi padre ya descansa en la vida eterna, y con él la certeza de que su presencia sigue viva más allá de la muerte.
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Pablo Lantigua es ingeniero en Sistemas por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra y posee una maestría en Administración de Empresas de la Universidad Internacional de la Florida (FIU). Cuenta con más de 15 años de experiencia en la gestión de proyectos de innovación y tecnología, así como en la implementación de estrategias de comunicación digital.