Fall 

La seducción del otoño. El contraste.

Las veredas, revestidas de hojas secas, remiten a la abundancia, el despilfarro, el exceso. 

Los árboles, en cambio, retornan a la simplicidad del diagrama.

El verano se fue, llevándose consigo la sensualidad del habla, el desborde incontrolable de palabras. Y el eco de ese afán verbal comunitario ahora duerme en la hojarasca.

Contemplando los árboles desnudos, resucita la tentación por un lenguaje algebraico. Invernal. Cartesiano.

Despejada la ilusión del apareamiento amoroso o amical, surge la ilusión de la soledad, que es también un impulso hacia lo breve.

Fall… 

Me gusta mucho más que otoño esta palabra porque es corta. Y su dinamismo descriptivo, no impide la conexión metafórica. Como caen las hojas, caen los dientes, el pelo, la piel.

Caen sobre todo las palabras. 

Y al  pensar en la hoja en blanco, uno vuelve a soñar con esquemas.

Despertar

Hace tiempo me impuse como un deber comenzar a leer y a pensar apenas me despierto.

Por lo general, ese momento en que todavía oscilo entre el despertar y el sueño, dura poco. Y cuando termina, no cuesta prender la lámpara, ponerse las gafas y tomar un libro.

La madrugada es casi siempre la misma, como sus ritos.

A veces, sin embargo, el pensamiento me parece una dispersión monstruosa que tuvo, en sus orígenes, su propio big bang. Y ante la perspectiva de su infinitud, me invade una sensación de ocio, dejadez e indiferencia sin culpa.

El mundo mismo es una aparición abrupta y colosal cada día, apenas se abren los ojos. Y si no sentimos su peso, es sencillamente porque el despertar, por su frecuencia, se transforma poco a poco en un evento ordinario. Su misterio no perdura más allá de la infancia.

Para ser soportable, cada cosa tiene que hacerse costumbre, vaciarse de todo lo que tiene de revelación o éxtasis. Por eso el canto de un grillo, el zumbido de una mosca, el aullido de un perro, no nos dicen absolutamente nada. Solo una sensibilidad capaz de sufrir el peso extraordinario del mundo puede rescatarlos de ese anonimato existencial que en el fondo nos protege. 

Vuelvo a mi punto inicial: cuando esta sensación de desgano me invade, quiero solamente regresar al sueño y me envuelvo en las sábanas, siempre en posición fetal, como buscando el calor del vientre materno.

En ese rincón apacible donde redescubro la insignificancia, solo importa la suavidad de la almohada, el calor de la colcha, el silencio. La luz del amanecer, que aún tiene mucho de noche…

“La tranquilidad lunar de la nada”, escribió Schopenhauer.  El equilibrio inicial de donde el pensamiento, tal vez, nunca debió haber salido –yo agrego.

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Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).