Mis primeras palabras solo pueden expresar alegría, asombro y gratitud. Gracias al Excmo. Rector de Universidad APEC, Erik Pérez Vega; al Ministro de Educación Superior, Ciencia y Tecnología, Dr. Franklin García Fermín; al Ministro de Relaciones Exteriores Roberto Álvarez, al Ex-Presidente Leonel Fernández y, con ellos, a los integrantes de la mesa de honor, integrantes de Consejo Académico, invitados especiales, Embajadora del Reino de España, autores, autoras, autoridades, profesores y estudiantes. Mi agradecimiento especial al Decano de Humanidades y Derecho, Alejandro Moscoso Segarra, por su propuesta de este doctorado honoris causa en Humanidades y, además, por hacer realidad el sueño de nuestra visita a República Dominicana.
La literatura en español vive un tiempo de esplendor inagotable en toda América. Me abruma que personas tan ilustres hayan pensado en mí para este doctorado. No puedo evitar pensar ahora mismo en todas las voces fulgurantes que yo admiro. Doy las gracias a la Universidad APEC por este desmedido honor y, en clave más íntima, por cuidar las humanidades.
Su invitación me trae a visitar la tierra de Pedro Henríquez Ureña y de la poesía –sorprendida y asombrosa–. Este territorio de esplendores literarios. Es mi primera vez entre ustedes, y, sin embargo, no siento extrañeza. He tenido anfitriones de la palabra. A la literatura debo el amor hacia un lugar que solo he recorrido con pasos de papel. En resumen, vengo porque ya he soñado este viaje. «Pedro Henríquez Ureña fue –dijo Borges– un gran hombre, pero esa grandeza de Pedro Henríquez Ureña, perdura en las memorias de quienes lo hemos conocido. Fue un hombre aún más memorable por su palabra oral que por su palabra escrita».
Alfonso Reyes complementa la semblanza: «Que Pedro Henríquez Ureña siempre me haya parecido una reencarnación de Sócrates lo he dicho mil veces; por ciertos rasgos de su apariencia y presencia, por ajeno a las convenciones inútiles, por probo y fuerte y sabio, por ávido de análisis y goloso de conocer y entender al prójimo, por sediento de educar y educarse, por la valentía y sinceridad de su trato. Su conversación era una mayéutica constante». Ante estas semblanzas, entenderán que una filóloga clásica como yo no puede evitar entrelazar ambas figuras en una sola presencia, llamémosla Henríquez Sócrates, que interrogó y cuestionó sin cesar. Que amó las palabras de aire.
En la plaza del mercado de Atenas o en las ágoras de América, Sócrates y Henríquez defendieron que el pensamiento es la mayor de las aventuras humanas. Las conversaciones socráticas empezaban con palabras llanas y, poco a poco, se elevaban hacia la discusión de los problemas importantes: ¿qué es la justicia?, ¿cuál es la mejor forma de gobernar?, ¿cómo hemos elegido vivir? Sócrates quería convencer a sus compatriotas de que las principales cuestiones son enigmas aún sin resolver, que las palabras y conceptos usados por todos desde la infancia ocultan una red de contradicciones y prejuicios.
Combatía la inercia de las ideas, pensaba que los más graves errores no los cometen los ignorantes, sino quienes creen saber. Nuestras mayores certezas deberían ser el centelleo de la curiosidad y el bisturí de la duda. Pedro Henríquez Ureña también estuvo siempre en busca de caminos y conversaciones abiertas: «No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno de los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía».
En estas frases hay un eco de Sócrates, que no creía poseer ya la verdad, sino que se encontraba continuamente en persecución de ella, y cuando realmente encontraba una parte de verdad, brotaban de ésta otros nuevos enigmas: de una respuesta que se cree ya definitiva nacen siempre nuevos problemas. Convencido, en lo más profundo, de la existencia y la posibilidad de conocer esas verdades, creía que las certezas solo pueden encontrarse lentamente, gradualmente, en los intrincados caminos del pensamiento. De ahí que se volviera a pedir ayuda a los demás para encontrar la verdad juntos.
Como escribió Henríquez Ureña: «¿Hacia la utopía? Sí: hay que ennoblecer nuevamente la idea clásica. La utopía no es vano juego de imaginaciones pueriles: es una de las magnas creaciones espirituales del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor. El pueblo griego da al mundo occidental la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Es el pueblo que inventa la discusión, que inventa la crítica. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías». Es posible la encrucijada entre la historia y la utopía. Gracias a escritores como Pedro Henríquez Ureña, también el Mediterráneo y el Caribe se encuentran.
Ahora que invoco presencias capaces de coser distancias y retar lejanías, quisiera mencionar a Hilde Domin, la europea que cayó enamorada de este país. Hilde Domin, que era judía alemana, se exilió a la República Dominicana a principios de 1940. Nutrió un amor tan grande por el país que la cobijó hasta el punto de cambiarse el nombre original que era Hilde Lowenstein, por Domin, apócope de Dominicana. Escribió:
Bajo fianza de las nubes
y allende el horizonte
donde los grandes pájaros
al final de su vuelo
secan las alas al sol,
hay un continente
donde me deben recoger
sin pasaporte,
bajo fianza de las nubes.
Desde Sócrates y las tierras de cielos abiertos, otro meandro discursivo me lleva a Cleopatra. Hace años que sigo con apasionado interés las excavaciones de la dominicana Kathleen Martínez en busca de la tumba de la reina egipcia. Su hipótesis del secreto sumergido y submarino, los profundos túneles y la astucia de Cleopatra tiene todos los ingredientes literarios que cabe imaginar. La leyenda de Alejandría y el presente de la arqueología también se escriben desde aquí. Si el sueño de Kathleen Martínez se cumple y el misterio emerge de las aguas, será un fabuloso éxito para las humanidades en Latinoamérica.
La utopía de Henríquez Ureña, las nubes de Hilde Domin, los sueños de Kathleen Martínez, dibujan puentes imaginarios sobre el océano. Estos nexos de palabras, esas rutas invisibles nos unen. Deseo decirles que estar aquí se siente en casa. Donde los grandes pájaros secan las alas al sol.
Agradezco a El infinito en un junco, ese libro que escribí creyendo que solo interesaría a un puñadito de personas, me haya permitido vivir este día. En el título de mi libro, quise unir dos imágenes. El infinito, lo ilimitado del saber, junto al junco como metáfora de la flexibilidad. Evocaba la famosa fábula de Esopo: «El viento en la montaña arrancó un roble de raíz y dio con él en el río. Entre remolinos, sus aguas arrastraban en toda su enormidad el árbol plantado por hombres de otras generaciones. Muchos juncos había en ambas orillas bebiendo el agua ligera del río. Y al árbol frondoso le causó extrañeza cómo una caña que era débil y frágil no había caído y él, en cambio, semejante roble, había sido arrancado de raíz. Sabiamente, el junco le dijo: No te extrañes. Tú luchaste con los vientos y fuiste vencido. Nosotros, en cambio, con nuestro blando carácter nos doblamos por poco que el viento nos mueva la cima».
Quisiera trasladar esta imagen al estudio de la lectura, la cuestión –y la pasión– que aquí nos une. La neurociencia ha comprobado que quien piensa de forma más flexible e imaginativa tiende a ser cognitivamente más resistente frente a las corrientes extremas y violentas. Tenemos ideas, pero a su vez también las ideas nos poseen. La rigidez nos espolea a tener más miedo ante la incertidumbre y a sentirnos amenazados. No se trata tanto de qué pensamos, sino de cómo pensamos.
Nutrir la flexibilidad cognitiva y la imaginación no nos hace necesariamente mejores, pero favorece la convivencia y el sentido de comunidad. La lectura, el arte, el conocimiento y el estudio pueden favorecer esa elasticidad. La familia que educa en la fantasía, los cuentos, el juego y la música colabora a mitigar el miedo y a suavizar los caminos del pensamiento. Ese es un inmenso regalo que las historias, los versos, las canciones o el teatro ofrecen a estos tiempos confusos y convulsos.
La historia documenta cómo muchas veces el miedo acaba por socavar los valores que sus defensores pretenden salvaguardar. La curiosidad actúa como antídoto frente a ese miedo. En la última década, la neurociencia ha profundizado en esta línea de investigación. Ha identificado la corteza cingulada anterior como el centro de control mental donde se define qué estímulos nos asustan y cuáles nos despiertan el deseo de saber más. Supervisa las sorpresas, decide si debemos sentirnos preocupados o intrigados y, a continuación, coordina con otras regiones del cerebro para ejecutar la respuesta adecuada. Por supuesto, el miedo es útil y nos protege de los riesgos, pero también puede paralizarnos. Los investigadores señalan que resulta especialmente saludable mantener la curiosidad en momentos de estrés. Así contrapesamos la ansiedad, nos sentimos menos amenazados y podemos seguir reuniendo información para pensar con mayor claridad.
Gracias a la neurociencia hemos comprendido que la curiosidad y el miedo son reacciones opuestas ante lo desconocido: mientras que el miedo nos hace retroceder, la curiosidad nos impulsa a seguir explorando. Esto permite entender con más facilidad cómo las personas atormentadas por los miedos han conseguido eludirlos u olvidarlos bajo el influjo de la curiosidad, concentrándose en algún objetivo que los absorbe hasta el punto de que se comportan como si fueran enormemente valientes
Como madre, he comprobado que, cada vez que nace un niño, aparece un faro que irradia curiosidad y el mundo parece ser otra vez interesante. Al crecer la vamos sofocando, y acabamos conservando solo una pequeña fracción de esta luminosa capacidad. De alguna manera, vamos colocando anteojeras y levantando muros que mantienen a raya nuestra curiosidad, que equivale al coraje. Quienes a lo largo de la historia han reafirmado su independencia tuvieron que esforzarse siempre para echar por tierra los obstáculos que se interponían en sus ansias de saber. Los límites de la curiosidad lindan con las fronteras de la desesperación.
Uno de los científicos más completos, versátiles y fascinantes de la Antigüedad, Arquímedes, encarna esa curiosidad plena que no deja espacio al miedo. Su patria, Siracusa, en la isla de Sicilia, fue asediada por los ejércitos romanos. Refieren las fuentes que, mientras Arquímedes hacía sus dibujos y cálculos en la arena, un soldado le ordenó que fuera a reunirse con Marcelo, el general romano, pero él se negó, diciendo que tenía que terminar de trabajar en un problema de geometría. El soldado se enfureció y mató a Arquímedes con su espada. Se cuenta que las últimas palabras de Arquímedes fueron: «No borres mis círculos». Otra fuente posterior transmite una versión semejante: «… pero protegiendo el polvo con sus manos, dijo ‘te ruego que no toques esto’».
Arquímedes, el matemático pasmado, pensaba a todas horas en sus líneas curvas, sus cilindros y sus esferas. Plutarco escribió sobre él que «solo deseaba dedicarse a lo bello y lo excelente». Sumido en un hechizo permanente, muchos se burlaban de sus antológicos despistes y sus inútiles abstracciones geométricas. Sin embargo, a la larga, las aplicaciones prácticas de su trabajo fueron incalculables. Sus logros resultaron esenciales para Copérnico o Kepler, y permitieron perfeccionar la orientación y el rumbo de las naves según los astros, abriendo posibilidades inimaginables para los viajes, la exploración y el comercio. Como dijo el filósofo Alain, cuando Arquímedes estudiaba las secciones cónicas no buscaba ni remotamente la ruta de los futuros navegantes. No la buscaba, y quizá por eso la encontró.
Esta historia es, en sí misma, la explicación de la importancia de las humanidades. Lo que aportan al mundo es una búsqueda no interesada, a largo plazo, de respuestas que todavía ignoramos o de realidades omitidas, sin someterse al peaje de la utilidad inmediata, intuyendo vagamente, o ni siquiera, su aplicación futura. Así han surgido algunos de nuestros más grandes avances: del manantial de la curiosidad.
El beneficio económico es nuestro metro de platino iridiado, la medida de todas las cosas. A nuestros estudios, trabajos y aspiraciones se les exige una utilidad inmediata, y todo esfuerzo que no es rápidamente rentable parece ingenuidad o capricho de soñadores. Estas ideas hieren de muerte la enseñanza y la investigación. Cuenta una anécdota que, hace veinticinco siglos, el matemático griego Euclides, enseñaba sus teoremas en Alejandría. Tras dar a conocer las bases de toda nuestra geometría, un estudiante le preguntó: «¿Qué ganancia conseguiré con esto?» Euclides, irritado, llamó a un esclavo y le ordenó darle una moneda, «ya que éste necesita sacar algún beneficio de lo que aprende».
En realidad, los descubrimientos que han transformado nuestras vidas nacieron de la curiosidad apasionada y el deseo de extender los límites del conocimiento. La electricidad es un hallazgo de infinitas aplicaciones prácticas, pero Faraday, que hizo un trabajo pionero y esencial para el desarrollo eléctrico, era un científico absorto en desenmarañar los enigmas químicos y físicos del mundo. En nuestro mundo materialista, muchos investigadores siguen explorando con su imaginación territorios abstractos poblados de números, fórmulas e ideas. Los avances técnicos, que ciertas personas pragmáticas convierten en negocio, necesitan a esos locos desinteresados.
En este año 2025 el Premio Nobel de Economía ha correspondido a Philippe Aghion y Peter Howitt, junto con el historiador Joel Mokyr. Resulta bastante anómalo que reconozcan en esta categoría a un historiador, pero sirve como reivindicación de la perspectiva necesaria que aporta el estudio del pasado. Demuestra la necesidad de la colaboración entre humanistas e investigadores en ciencias sociales o ciencias puras. Los tres juntos han creado un modelo que explica el crecimiento como un proceso dinámico impulsado por la búsqueda de conocimiento. Ese dinamismo, según los tres investigadores, es resultado de innovaciones que necesitan tiempo, que a veces llegan a un callejón sin salida, que pueden fracasar y que, en el mejor de los casos, solo fructifican gracias a un esfuerzo de largo recorrido. Es esencial contrapesar la prisa que nos imprime el afán de beneficios rápidos.
En mi opinión, necesitamos que las Universidades velen por esa lentitud humanística, por esa escala amplia en los tiempos, por perspectivas abiertas y no exclusivamente pragmáticas, por actitudes pacientes e inconformistas: en resumen, lo que las universidades cultivan es un utilísimo idealismo. Un desinterés que, a la larga, pero solo a la larga, demostrará su poder transformador.
El trabajo de Howitt, Aghion y Mokyr explica las raíces culturales e institucionales de la innovación y muestra que el crecimiento económico sostenido necesita una cultura que valore la curiosidad, la evidencia y la experimentación. Este debate es más antiguo de lo que creemos, y lo que llamamos progreso siempre ha nacido de nuestro apetito de saber, nuestras ansias de cuestionar, de investigar y de crear. Todo el mundo parece saber cuánto vale el dinero, pero no todos aprecian los asombrosos beneficios de pensar de forma independiente. Plutarco cuenta en su ensayo Sobre la educación de los hijos: «Un día un hombre le preguntó a Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates, cuánto le cobraría por educar a su hijo. Aristipo le pidió una suma enorme de dinero, a lo que el padre, indignado, contestó que por ese precio se compraba un esclavo. “Entonces —dijo el filósofo— tendrás dos esclavos: tu hijo y el que compres”».
Rechazo cualquier definición de lo útil que no incluya la belleza, la creatividad, la comunicación, los idiomas, la comprensión del mundo que fue y el que nos rodea. Necesitamos espacios donde esto se comprenda, se cultive, se enseñe.
En este contexto, leer se reivindica como una actividad esencial y nutritiva. Quisiera proponerles que pensemos en la lectura como si no fuese un hecho cotidiano, sino una prodigiosa herramienta cuyo hallazgo es reciente, y todavía estamos descubriéndola. Fíjense que aprendemos a leer de una vez para siempre. Es un cambio decisivo, el comienzo de la vida multiplicada. Una vez que sabemos leer, no hay retorno. Ese conocimiento no se puede olvidar. Es más, los científicos han demostrado que no podemos ver una palabra y no leerla. No existe el mecanismo que desactiva la comprensión. Una palabra abre un mundo. Hay estudios que han medido la actividad cerebral ante una palabra: activan circuitos neuronales complejos, sentidos, recuerdos y connotaciones. Como escribió Camila Henríquez Ureña en Invitación a la lectura: «Leer no es un proceso pasivo, sino eminentemente activo». Sócrates diría que existe una mayéutica de la lectura. Necesitamos leer para ver. Nuestras teorías del mundo determinan lo que percibimos. También la lectura.
Debemos tener nuestro propio timón, una brújula mental de los hechos para poder interpretar informaciones nuevas, hechos inesperados, aspectos desconcertantes. Si no poseemos esa brújula interior, corremos el riesgo de convertirnos en personas cada vez más influenciables, movidas por informaciones dudosas, incluso falsas que no sabremos desafiar o, peor aún, por datos cuya naturaleza ni siquiera nos importe. La lectura profunda ayuda a construir ese timón.
Acabo de decir que aprendemos a leer de una vez para siempre, sí… pero seguimos toda la vida aprendiendo a leer. En investigaciones sobre la lectura, el psicólogo cognitivo Keith Stanovich relacionó la lectura directamente con el desarrollo de un vocabulario rico y preciso, indispensable para pensar y analizar la realidad. En la infancia, manifestó, y en función de la lectura, los ricos en palabras se hacen más ricos y los pobres en palabras se hacen más pobres, un fenómeno que denominó el “Efecto Mateo”, y que tiene su origen en un pasaje del Nuevo Testamento. Este “efecto Mateo” se refiere a la acumulación de bienes, riqueza o fama. Deriva del conocido pasaje del Evangelio: «Al que tiene, se le dará más, y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará». Su uso se ha extendido también al dominio de la educación para explicar los desórdenes en la lectura y la escritura: los niños que tienen grandes habilidades lectoras desde el principio acumulan ventajas de por vida frente a los que no. Esto ocurre porque los niños que fracasan en lectura, leen menos, y de esa forma aumentan la brecha entre ellos y los compañeros más hábiles leyendo, que, por eso mismo, leen más.
Aún más, la lectura nos entrena a prestar más atención en tiempos de dispersión e impaciencia. Si desplegamos una mayor capacidad de comprensión, somos capaces no solo de discernir lo que es verdad o mentira en el texto, sino que añadimos o completamos lo leído con lo que ya sabemos de antemano. Ralph Waldo Emerson habló de esa multiplicación misteriosa que convierte la lectura en un ejercicio más sugerente, más frondoso y enriquecedor para el lector avezado que para el principiante. Lo explicó con estas palabras: «Cuando la mente se apuntala con trabajo e invención, la página de cualquier libro que leemos se ilumina con múltiples referencias. Cada frase es doblemente significativa».
Hay también un Efecto Mateo para el bagaje intelectual: aquellos que han leído con frecuencia y con auténtica concentración, tendrán más recursos que aplicar a lo que lean; y quienes no lo hayan hecho, tendrán menos estructuras previas de conocimientos, edificios mentales que ayudan a contrastar.
Sin ellas, falta la base para la inferencia, la deducción y el pensamiento analógico es muy endeble, volviéndonos más propensos a caer presa de informaciones manipuladas o completamente falsas. Ese es un peligro que nos acecha, que no podemos subestimar. En esta extraña era política que vivimos, mucha gente desconfía de las matizaciones de los expertos y, en cambio, da crédito a quienes enarbolan afirmaciones rotundas. Las agitadas tertulias televisivas y las redes sociales siempre ardiendo, actúan como cajas de resonancia para las voces más drásticas. Convertidos en cazadores de certezas en doscientos ochenta caracteres, escuchamos cada vez menos a los que dudan. Eso nos devuelve a nuestro Sócrates, que se hizo famoso por su humilde máxima: «Solo sé que no sé nada».
Los psicólogos Dunning y Kruger abordaron la relación entre ineptitud y vanidad con un sorprendente experimento. Reunieron a un grupo de estudiantes universitarios y, tras someterlos a un test de inteligencia, les pidieron una valoración de sus propias capacidades. El resultado fue muy revelador: los alumnos más preparados creían estar por debajo de la media, mientras los menos dotados estaban convencidos de contarse entre los mejores. Los dos científicos concluyeron que la incompetencia del mediocre le impide darse cuenta de su ausencia de habilidad, o de reconocerla en otros. Al escuchar las proclamas encendidas de los abanderados y chamanes del presente, tan convencidos de su propia valía, convendría recordar esta paradoja: la ignorancia crea más seguridades que el conocimiento.
Escribió Pedro Henríquez Ureña que, «si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Solitario en medio de este torbellino de absurdo el humanista se vuelve útil y amable para todos, expresándose en estilo elocuente sobre salud y paz, educación humana, convencido de que la educación, en el sentido humano que le atribuyó el griego, es la única salvadora. Podrán decir más tarde que, en estos tiempos agitados, supo dar ejemplo de concordia y reposo». Añadió que va el libro en busca de seres fervorosos. En un mundo complejo, paradójicamente, el instrumento que mejor da cuenta de la complejidad tal vez sea el viejo libro. Citaré a Hilde Domin como broche:
No hay que cansarse
sino tenderle al milagro
silenciosamente
como a un pájaro
la mano.
Me emociona revivir el milenario milagro de la palabra escrita en la Universidad APEC –E de educación, C de cultura– donde se protege y se expande el legado humanista. Donde el debate y la conversación con los libros, con sus páginas abiertas a la mirada curiosa, amplían horizontes. Donde el quehacer cotidiano es talismán contra el olvido y cultivo para la imaginación. Celebremos estos cofres de palabras, rindamos homenaje a las ideas que nos legaron los maestros: en ellas anida lo más valioso del pasado que seremos. Sin desistir. Lean, manténganse sedientos por educar y educarse. Sean fervorosos, infinitos. Gracias de todo corazón.
Santo Domingo (República Dominicana)
18 Noviembre 2025
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Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) es filóloga y escritora. Ha recibido el Premio Nacional de Ensayo 2020 por su libro El infinito en un junco, el Premio Aragón 2021, el IX Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña de la Academia Mexicana de la Lengua en 2022 y el Premio de las Letras Aragonesas 2023.