31 de mayo de 2019

Damas y caballeros:

Regresar a España para participar de nuevo en esta gran fiesta de la cultura que es la Feria del Libro de Madrid es un gran placer que se acrecienta mucho al compartirlo esta noche con ustedes.

También es un inmenso honor haber sido escogido para pronunciar esta conferencia que describe brevemente los grandes cambios que han tenido lugar en la República Dominicana, país al que los distinguidos organizadores han querido dedicar esta rica feria del libro.

Creo que puedo expresarles, en nombre de todos mis compatriotas, al Gremio de Librerías de Madrid, a la Federación de Asociaciones Nacionales de Distribuidores de Ediciones, FANDES, a la Ciudad de Madrid y a la Comunidad de Madrid, el agradecimiento de todo el pueblo dominicano por esta honrosa distinción que sirve, entre muchas otras cosas, para reforzar aún más los sólidos lazos que unen a Santo Domingo con España desde hace más de quinientos años, lazos estos que se refuerzan todos los días para unir más íntimamente a nuestros dos pueblos.

Gracias por todo, señores. Muchas gracias.

FLM 2019 – Frank Moya Pons

Ahora, para comenzar, permítanme señalar que la moderna República Dominicana que ustedes contemplan hoy cuando visitan sus hoteles de playas, o se atascan en el incesante tráfico de sus ciudades, es el resultado de una revolución capitalista que ha permanecido ignorada durante décadas hasta por los mismos dominicanos.

Esta revolución se inició a finales del siglo XIX cuando los gobiernos liberales de entonces, imbuidos en la llamada “ideología del progreso”, ofrecieron incentivos fiscales y tierras gratuitas a capitalistas extranjeros para inducirlos a invertir en la creación de ingenios azucareros y plantaciones de productos tropicales (caña de azúcar, café, cacao y bananos, principalmente).

Esa política resultó exitosa pues pronto llegaron la República Dominicana inversionistas cubanos, norteamericanos, británicos y alemanes que adquirieron tierras, importaron maquinarias y equipos, construyeron ingenios y establecieron nuevas plantaciones.

En consecuencia, en cuestión de pocos años el paisaje dominicano se transformó visiblemente pues las plantaciones ocuparon enormes áreas de tierras llanas en donde antes había potreros y haciendas ganaderas, o sabanas y bosques deshabitados.

En menos de veinte años el azúcar sustituyó al tabaco como principal renglón de exportación. Concomitantemente, crecieron las exportaciones de cacao, café y bananos, y aparecieron nuevas plantaciones de coco.

Las divisas generadas por esas exportaciones estimularon el desarrollo de un amplio sector mercantil. Este sector adquirió un gran dinamismo durante las primeras tres décadas del siglo XX y contribuyó decisivamente al crecimiento urbano de Santo Domingo, San Pedro de Macorís, Santiago, Puerto Plata, Sánchez, La Vega y Montecristi.

Durante casi todo el siglo XX las principales plantas industriales fueron los ingenios azucareros. Había también unas pocas fábricas de cigarros y cigarrillos, cerveza y ron, fósforos, molinos de arroz y factorías de café. El resto eran pequeños establecimientos familiares ocupados en la fabricación de muebles, colchones y almohadas, bebidas carbonatadas, queso y mantequilla, chocolate, almidón, manteca, zapatos carteras y sombreros.

El crecimiento industrial dominicano recibió un fuerte estímulo durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea. Durante ese período el dictador Rafael Trujillo utilizó los ingresos extraordinarios en divisas generados por el aumento de los precios de los productos de exportación para financiar la instalación de nuevas industrias de sustitución de importaciones.

FLM 2019 – Frank Moya Pons

Hasta entonces Santiago, Puerto Plata y San Pedro de Macorís concentraban la mayoría de los talleres y factorías. La capital del país, Santo Domingo, era todavía una ciudad meramente administrativa.

Pero ahora, con el dictador Trujillo a la cabeza de un emergente grupo industrial, las nuevas fábricas se instalaron en la capital de la República y sus alrededores produciéndose, en consecuencia, una relocalización geográfica de la planta industrial dominicana.

Entre 1945 y 1960 Trujillo y sus socios construyeron importantes plantas productoras de cemento, productos de asbesto, grasas vegetales, sacos y cordeles, clavos, carnes, cerveza, textiles, alcoholes, bebidas, azúcar, harina, asfalto, chocolate, botellas de vidrio, papel y cartón, abonos químicos, madera, muebles, zapatos, productos farmacéuticos, arroz pulido, y otros productos.

La concentración de muchos de esos establecimientos en la capital de la república y sus alrededores terminó cambiando el carácter meramente administrativo de esta ciudad al convertirla en un centro manufacturero a donde acudieron decenas de miles de dominicanos provenientes de los campos y ciudades del interior en busca de ocupación.

Para entonces la población dominicana había estado creciendo muy rápidamente debido a la mejoría de las condiciones sanitarias, un proceso que inició el gobierno militar estadounidense que dirigió el país entre 1916 y 1924.

Los gobiernos que posteriores a la ocupación militar norteamericana continuaron con las campañas antiparasitarias y de vacunación, construyeron nuevos hospitales y fomentaron la formación nuevos médicos. Esas medidas, junto con la introducción de los antibióticos a finales de la década del 40, hicieron disminuir radicalmente las tasas de mortalidad y favorecieron mayores índices de supervivencia infantil.

El resultado fue un crecimiento explosivo de la población que solo se hizo evidente con el levantamiento del censo de 1950. En ese año la población dominicana registrada fue de 2.5 millones de habitantes que contrastaban con el escaso millón que había en 1920.

El censo de 1960 empadronó más de 3 millones de habitantes. Junto con Costa Rica, la República Dominicana había estado pasando por una revolución demográfica que la llevaba a duplicar su población cada dos décadas.

Ese crecimiento demográfico obligó al gobierno a aumentar su burocracia y ampliar los servicios públicos al tiempo que elevaba el número de hombres empleados en las fuerzas armadas para atender a los requerimientos defensivos del régimen de Trujillo.

La mejoría de las condiciones de vida en las ciudades estimuló a muchos campesinos y peones sin tierras a mudarse a los centros urbanos con la esperanza de encontrar un trabajo en el Estado o en las nuevas industrias que se estaban construyendo.

La creciente población urbana expandió la demanda de alimentos, lo cual estimuló la producción agropecuaria. Una firme política de colonización llevó a la apertura de cientos de miles de hectáreas de tierras que hasta entonces habían permanecido inexplotadas.

Para ello el Gobierno construyó numerosos canales de riego que comenzaron a irrigar campos antes incultos que fueron dedicados a la siembra de arroz y plátano, guineos, yuca, maní y vegetales. A resultas de esas medidas, el horizonte rural dominicano se amplió considerablemente durante las décadas de los años 40 y 50.

También creció la matrícula escolar y se multiplicaron los profesionales universitarios. Tanto el número de escuelas como de estudiantes inscritos se cuadruplicaron entre 1936 y 1956.

La Universidad de Santo Domingo, que había sido reorganizada en 1932 y había mantenido un estudiantado de alrededor de 1,000 estudiantes durante muchos años, vio crecer su matrícula a 3,000 estudiantes a partir de 1960.

En los años 60 muchos graduados de esta universidad salieron a realizar estudios al exterior y regresaron con ideas nuevas, convertidos en portadores de innovaciones tecnológicas modernas en diversos campos y especialidades.

Todos estos cambios, sin embargo, no fueron suficientes para satisfacer las necesidades básicas de la población debido a que el crecimiento económico y la industrialización de aquellos años se realizaron sobre la base de un sistema de monopolios familiares cuyos dueños eran Trujillo y sus asociados.

El resultado fue un crecimiento económico deformado, totalmente asimétrico, en el cual solamente una minoría de minorías estaba en capacidad de aprovechar las ventajas del reciente desarrollo industrial, mientras la mayoría de la población quedaba marginada del acceso a las fuentes de riqueza del país.

Al final de los años 50 era evidente que los hospitales construidos eran insuficientes, las escuelas no daban abasto para atender a la población, el analfabetismo había crecido, el costo de la vida había aumentado y los salarios se mantenían congelados.

Cada vez había más desempleados deambulando por las ciudades, mientras la pequeñísima oligarquía familiar trujillista transfería fuera del país de los capitales que debieron ser reinvertidos en la creación de nuevos empleos.

Para entonces, centenares de miles de campesinos se habían empobrecido por haber perdido sus tierras en manos de la oligarquía gobernante, y en menos de una década surgió un proletariado rural que se hacía cada vez más numeroso y pobre debido la continua pérdida de sus tierras.

La migración de estos proletarios rurales abrió un proceso de urbanización marginalizada en las zonas periféricas de las principales ciudades. Ese proceso de marginalización, que ya era notable en 1960, se aceleró rápidamente durante las décadas siguientes.

Surgió así una enorme masa de chiriperos, buscavidas y jornaleros de ocupación precaria residentes en nuevas favelas muy parecidas a las de otras ciudades latinoamericanas, pero desconocidas antes de la era de Trujillo.

Puede decirse que Trujillo recibió, en 1930, una sociedad tradicional, biclasista, provinciana, atrasada y pobre, y dejó al morir, en 1961, una sociedad en vías hacia la urbanización y la industrialización, pero subdesarrollada y con una muy desigual distribución de la renta nacional.

Aparte de las cámaras de comercio locales y unos pocos gremios y clubes sociales, no había en 1961 asociaciones empresariales, profesionales, estudiantiles y obreras que ejercieran una vida funcional. La participación democrática en la vida política era realmente nula.

Como el desarrollo urbano se había concentrado en las ciudades de Santo Domingo, San Cristóbal y Santiago, los demás pueblos del país estaban afectados por servicios sociales y sanitarios ineficientes. Los caminos y carreteras estaban también muy deteriorados debido al colapso económico que sufrió el país en las postrimerías de la dictadura.

En 1961 el país se enfrentaba con la siguiente realidad: una población de tres millones de habitantes en la cual todavía el 70 por ciento vivía en el campo; el 40 por ciento de sus habitantes analfabetos; pueblos y ciudades que empezaban a recibir oleadas masivas de familias campesinas que huían de la miseria de los campos y llegaban a construir favelas en los márgenes de los pueblos y ciudades.

La economía rural continuaba dominada por las plantaciones azucareras que generaban el 60 por ciento de las divisas del país, pero que se sostenían sobre la base de un proletariado rural cada vez más empobrecido.

Todo eso empezó cambiar después de la caída de la dictadura. La muerte de Trujillo en 1961 hizo despertar las energías sociales y políticas de la nación, y dio comienzo a un intenso proceso de democratización. De pronto surgieron sectores que la dictadura había reprimido o marginado: partidos políticos, sindicatos, asociaciones de profesionales, organizaciones estudiantiles y una prensa libre.

Los gobiernos, todos, que han administrado la República Dominicana desde entonces abrazaron una ideología desarrollista diseminada por los Estados Unidos a través del conocido programa de la Alianza para el progreso puesto en marcha en 1962.

Pasada la guerra civil de 1965, el país entró en una dinámica de inversiones y construcción de infraestructuras públicas que no se ha detenido hasta la fecha. Todos los gobiernos dominicanos, cada uno según sus posibilidades y según la capacidad gerencial y política de sus mandatarios, todos, repito, se han empeñado en desarrollar el país dentro de un marco del capitalismo y el libre mercado.

Muchos de los programas de desarrollo ejecutados por los gobiernos en los últimos cincuenta años fueron diseñados y financiados por agencias internacionales como la Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo.

Estimulados por esas instituciones, los gobiernos no han cesado de construir puertos, carreteras de todo tipo, acueductos rurales y urbanos, calles, hidroeléctricas y generadoras de energía, aeropuertos, hospitales, escuelas y viviendas, edificios públicos, parques, y hasta han intentado proteger los recursos naturales del país mediante la implantación de un sistema nacional de áreas protegidas que cubre el 30 por ciento del territorio nacional.

La inversión pública se convirtió en el motor del crecimiento económico. Este ha sido un crecimiento que desde 1941 solo ha tenido tres cortas coyunturas de estancamiento (1973, 1985 y 2005).

Aparte de esos tres momentos, la economía dominicana se ha mantenido creciendo de manera continua y sostenida por más de setenta años, reforzada por los ingresos del turismo, las remesas de los expatriados y la inversión extranjera en sectores mercantil, industrial, turismo y comunicaciones.

Santo Domingo y Santiago han recibido el grueso de la inversión pública, pero en las zonas costeras la inversión privada ha sido masiva en proyectos hoteleros y viales para el turismo de sol y playa.

La creciente democratización enseñó a la población a canalizar sus demandas ante el Estado para que los gobiernos inviertan en la modernización de sus localidades. En consecuencia, todos los centros poblados han sido dotados de nuevas escuelas, calles, acueductos, caminos vecinales, clínicas y hospitales.

En muchos lugares esas estructuras han resultado insuficientes porque la población dominicana ha continuado creciendo. Ya dijimos que en 1961 el país tenía una población de tres millones de habitantes. De ellos, el 70 por ciento vivía en el campo. Hoy la República Dominicana tiene once millones de personas, de las cuales el 80 por ciento vive en ciudades.

Esto quiere decir que el país se ha urbanizado. Esa urbanización, dicho sea de paso, no ha sido solamente vegetativa, también ha resultado de un intenso proceso de migración rural-urbana que demanda de mayores inversiones de las que pueden hacer los gobiernos con el tamaño actual de la economía.

Muchas otras cosas han cambiado, y mucho. En 1960, por ejemplo, la expectativa de vida de los nacidos era de 53 años. Hoy sobrepasa los 76 años. Hoy los dominicanos vivimos más y somos más.

También crecemos más porque antes, en 1960, la mortalidad infantil era de más de cien niños por cada mil nacidos y hoy es de 30 por mil gracias a la mejoría de los servicios de salud y a los avances de la medicina moderna. Cierto es que en muchos casos esos servicios no son de alta calidad, pero aun así han impactado en el aumento de la expectativa de vida.

En 1960 el producto interno bruto era de 790 millones de dólares. Hoy supera los 70,000 millones, 83 veces más. Hoy producimos más de ochenta veces más que hace medio siglo.

En 1961 el presupuesto nacional apenas sobrepasaba los 184 millones de dólares. Hoy se acerca a los 18,000 millones.

En 1961 el ingreso per cápita de los dominicanos era de 263 dólares, uno de los más bajos del hemisferio. Hoy es de 9,500 dólares y ya el país no se considera entre los más pobres de América Latina.

En 1983 el país tenía solamente 254,000 teléfonos. Hoy hay más de once millones. De esos aparatos, más de nueve millones son celulares. La población nacional de es once millones de personas. Tenemos, por lo menos un teléfono por cada habitante del país.

Esto, no se puede negar, es parte de la revolución de las comunicaciones que está teniendo lugar en todo el planeta, pero lo que hace que estos números adquieran relevancia entre nosotros es que el dominicano es uno de los territorios con mayor densidad telefónica de América Latina.

En 1961 la red de caminos y carreteras de todo tipo tenía 5,000 kilómetros. Hoy sobrepasa los 18,000. Esto hace, también, que la República Dominicana sea uno de los países con mayor densidad vial en toda América Latina y el Caribe.

Esas carreteras y caminos son utilizados hoy por más de cuatro millones de vehículos de motor, de los cuales 2.4 millones son motocicletas, 900,000 son automóviles, 430,000 son yipetas (todoterrenos) y 100,000 autobuses, en adición a 425,000 vehículos de carga y casi 50,000 de equipos pesados.

Que en una población de once millones haya 2.4 millones transportándose en motocicletas es, no importa de cual otra manera también se vea, es un indicador parcial de superación de pobreza porque hasta muy recientemente la mayoría de esas personas andaban a pie o a lomo de burros y caballos (Hace veinte años, en 1999, solo había 375 mil motocicletas). 

Que en esa población de once millones haya también 900,000 propietarios de automóviles y 430 propietarios de yipetas todoterreno es un dato que tiene una amplia significación social que también puede ser explicada como un indicador parcial de formación de una nueva clase media inexistente hace veinte años.

Hace veinte años los autos apenas pasaban de 400 mil unidades y solo había 45 mil yipetas. Estas se han multiplicado por diez.

Podemos mencionar también que veinte años atrás el país contaba con 38 mil autobuses. Hoy posee 100 mil. Tenía entonces 197 mil vehículos de carga. Hoy son 425 mil. Había entonces 10 mil equipos pesados. Hoy son más de 22 mil. Lo mismo ocurrió que los camiones de volteo que entonces eran unos 9,000 camiones y hoy son más de 20,000.

En 1963 los turistas apenas llegaban a 44,000. Hoy nos visitan más de 6 millones de extranjeros. En aquel año sólo había 3,500 habitaciones hoteleras en el país. Hoy sobrepasan las 90,000.

En 1961 uno de cada tres de dominicanos eran analfabetos (más del 35 por ciento). Hoy solamente el 12 por ciento no sabe leer y escribir.

En 1962 el país tenía apenas 3,000 estudiantes universitarios y una sola universidad. Hoy tiene más de medio millón de inscritos en más de 40 instituciones llamadas de educación superior.

Una de esas universidades, la hoy Pontificia Universidad Católica y Maestra abrió sus puertas en ese año de 1962 con apenas un centenar de estudiantes y cuatro facultades. Hasta el día de hoy esa universidad ha graduado más de 75,000 profesionales y técnicos en todas las ramas del saber y del quehacer que su país necesita.

Envuelta en las cifras anteriormente mencionadas hay una impresionante realidad que pasa generalmente desapercibida: en las últimas décadas ha habido un cambio radical en la composición de la matrícula universitaria pues ahora las hembras superan a los varones.

En 1960 el número de varones universitarios era cuatro veces el de hembras. Hoy, producto de la democratización creciente de la sociedad dominicana, esa situación se ha invertido completamente y el número de mujeres crece más rápidamente que el de hombres en las universidades del país.

Expresado en números: hoy, las mujeres componen más de las dos terceras partes (67 por ciento) de la matrícula universitaria nacional, esto es, dos por cada varón. Si eso no es una revolución, díganme ustedes con qué otro nombre podríamos llamarla.

Esos números significan muchas cosas que nos llevaría un buen rato analizar, pero baste por ahora mencionar que son algunos indicadores de que algo fundamental ha estado cambiando en la sociedad dominicana en los últimos cuarenta años.

Además de esos indicadores, he dejado de mencionar muchos otros igualmente significativos como, por ejemplo, la enorme expansión de supermercados e hipermercados en todo el territorio nacional. Once grandes compañías han instalado más de 170 de esos grandes establecimientos, así como centros comerciales de servicios múltiples (malls) en las principales ciudades y hasta en pueblos de mediano tamaño alterando profundamente la estructuras y canales de abastecimiento y distribución de alimentos y otros artículos de consumo, todo ello sin que los tradicionales colmados hayan desaparecido.

Todo lo anterior supone la acumulación de cientos de miles de procesos sociales e interacciones humanas que han culminado en grandes transformaciones estructurales. Esas transformaciones todavía no han sido debidamente estudiadas, pero nos estallan en la cara cada vez que observamos cómo han cambiado el pueblo dominicano, sus instituciones y su cultura.

Este es un cambio fundamental y es también un cambio difícilmente reversible cuya dirección debería llevarnos (aunque esa sea una meta muy lejana) hacia una sociedad más industrializada y moderna, aun cuando su base productiva ha devenido en una economía de servicios.

Permítanme repetirles que la República Dominicana exhibe hoy una nueva sociedad surgida de una revolución capitalista, una revolución acaecida dentro de otras dos revoluciones, una demográfica y, la otra, tecnológica.

Lo más llamativo de la revolución capitalista dominicana es que tuvo lugar en el contexto de la Guerra Fría, en una época en que otros países y algunos grupos, tanto dentro del país como en el extranjero fomentaban la implantación de un modelo socialista o comunista.

Las grandes transformaciones estructurales que han tenido lugar por vía de esta revolución han venido acompañadas de una rápida modificación de las costumbres y de las instituciones sociales.

La velocidad con que la población se ha adaptado a los cambios ha sido bastante desigual, pues a la par que muchas personas han ido urbanizándose y modernizándose, otras tantas continúan conservando hábitos aldeanos o pueblerinos propios de épocas anteriores.

La República Dominicana se presenta entonces hoy como una sociedad dual que mantiene todavía ciertas formas de vida pertenecientes a la sociedad rural o tradicional de la que proviene.

La modernización ha generado nuevas estructuras de pensamiento, nuevas mentalidades, valores, costumbres, nuevas instituciones, formas de vestir, de hablar, de alimentarse, de divertirse.

Un solo ejemplo nos basta para ilustrar esos cambios: la profunda secularización de la vida religiosa entre los dominicanos.

Prácticamente de ayer eran las gigantescas procesiones de Semana Santa o los peregrinajes a los santuarios de Higüey y el Santo Cerro para venerar a la Virgen de la Altagracia y la Virgen de las Mercedes. Hoy la Semana Santa no es un tiempo de oración y recogimiento, sino una gran fiesta nacional de varios días de sensualidad y alcohol en las playas y centros vacacionales del país.

Tarde o temprano esos cambios tenían que producirse debido al intercambio comercial y cultural, y a la intensidad de las comunicaciones con los países industrializados o super industrializados del norte del planeta que encabezan hoy la revolución tecnológica que ha transformado el mundo en “una aldea digital”.

En el caso dominicano podemos afirmar que los cambios se han acelerado debido a la industrialización, la urbanización, el incremento de las comunicaciones, la exposición a la conducta de millones de turistas que visitan el país, el aumento de los viajes internacionales y la exposición continua a los modelos de vida de las sociedades postindustriales a través del cine, la radio, la televisión y la migración de retorno.

Queramos o no, ningún pueblo de la tierra y, en particular, el dominicano puede sustraerse a continuar experimentando esos grandes cambios debido a la interdependencia económica y la globalización del planeta.

La gran revolución capitalista que ha transformado el país ha producido grandes logros, pero también ha conllevado grandes costos que han dejado notables deudas sociales y ambientales (pobreza extrema, enfermedades, deforestación, escasez de agua y pérdida de suelos agrícolas, endeudamiento externo, corrupción, mala educación, desigualdad económica, contaminación ambiental…).

Pero esa revolución también ha contribuido a la disminución de la pobreza y a la formación de una pujante clase media. Esa revolución es ya indetenible, pero es también es mejorable. Regular el cambio, o reencauzarlo, para que aproveche a todos es uno de los grandes retos que debe enfrentar esta generación.

La República Dominicana cambia mucho, y seguirá cambiando. La presencia de esta pléyade de escritores y artistas en esta Feria del Libro de Madrid es también una muestra de los mucho que han cambiado la sociedad y la cultura dominicanas.

Frank Moya Pons, doctor en Historia Latinoamericana, docente y académico dominicano; expresidente de la Academia Dominicana de la Historia y autor de El gran cambio: la transformación social y económica de la República Dominicana 1963-2013, Santo Domingo 2014.