Norberto James en mi memoria

Quizás no soy el más dotado para hablar de la trayectoria vital y literaria de Norberto James, pues hay escritores como Antonio Lockward, que encabezó el grupo literario La isla, donde Norberto inició su camino consagratorio hacia la excelencia; Andrés L. Mateo, que compartió la hermandad desde la cercanía física y espiritual, construyendo una comunidad que tantos frutos ha dado a nuestro quehacer escritural o Carlos Francisco Elías, que construyó con él un edificio de fraternidad ejemplar; ellos posiblemente lo harían mejor. Por mencionar a tres, porque, sin duda, hay varios más; sin embargo, siento que me toca un espacio a su lado, especialmente en la etapa en que hacíamos pininos en este quehacer cultural que se extendió hasta que pude compartir con él, por última vez, en el homenaje que auspició la sala edilicia de su natal Consuelo, donde traté de sintetizar, en apenas más de cien palabras, mi visión sobre sus méritos. Fue en realidad nuestra despedida no programada, por su reciente deceso hacia la inmortalidad.

Quisiera compartir con ustedes algunos momentos que tuve con Norberto, a propósito de este homenaje póstumo, en el cual se me pidió «fuera en un tono cálido, confesional de su amistad, antes que crítico»:

Primero: Cuando decidimos formar el grupo literario La antorcha, ya existían El puño, La máscara y La isla; con este último me sentía más identificado, quizás porque, prácticamente, todos sus integrantes eran miembros orgánicos de la izquierda revolucionaria, igual que yo. 

Norberto, como fraterno guardián de la expresión poética, decía: «cuiden la forma». Preocupado porque el entusiasmo y la improvisación nos condujeran al panfletarismo. La consigna era hacer una obra literaria avanzada en el fondo y rica en la forma; expresión que estaba en el núcleo del manifiesto del grupo literario La isla.

Al publicarse su primer libro Sobre la marcha, que fue también el primero de nuestra promoción, nos colocaba en el exigente mapa literario de la época. En la puesta en circulación, el escritor Antonio Lockward, con cierta ironía, trazaba la línea de Pizarro entre ellos: los de apellidos tradicionales y la emergencia de algo nuevo con un autor apellidado James Rawlings.

Segundo: En el año 1974, Dagoberto Tejeda editó una agenda auspiciada por Cepae, con circulación nacional e internacional, donde estaban los poemas de Norberto y los míos. A partir de ahí, nos invitaron a leer juntos en la tertulia del «Rincón mexicano» que regentaba el intelectual Marcio Mejía Ricart, donde ambos sometimos nuestros textos al disfrute de un público exigente.

Tercero: Un día de esos, pues era algo frecuente, me trasladé desde la Zona Oriental a la Arzobispo Nouel, Ciudad Nueva, donde Andrés y Norberto compartían hábitat, el cual era un centro de diálogos y tertulias frecuentes entre los miembros de nuestra generación. Norberto nos invitó al Roxy Bar, había recibido quizás su primer sueldo en la Compañía Dominicana de Teléfonos y ya en el lugar, dos jóvenes preguntaron que cuál de nosotros era Norberto, pues era un centro de reunión de casi todos los escritores de la época. Al presentarse, expresaron que eran estudiantes de la UNPHU y había un importante evento. Le pedían a él que, sin duda, era el poeta más conocido de nuestra generación, fuera expositor de un seminario con el tema: poesía y arquitectura en la posmodernidad.

Él anotó el teléfono y prometió que los llamaría. Luego, nos dijo: «hay que salir del país a estudiar, pues después de que nos han comenzado a publicar, consideran que somos sólidos intelectuales», y lo repitió más de una vez: «oye ese tema, la poesía, la posmodernidad y la arquitectura, tenemos que prepararnos. Hay que salir del país a estudiar». 

Cuarto: La popularidad de la generación de posguerra crecía más rápido que nuestra obra. Marianne de Tolentino nos bautizó como la «Joven poesía». En un agasajo que nos hizo en su casa, nos invitó a publicar en el suplemento Auditórium del Listín Diario, que inauguraban ella y doña Carmen Quidiello de Bosch. 

Eso se extendió a otros suplementos literarios. Luego nos enteramos de que Norberto había publicado, por lo menos, dos o tres poemas en la revista Testimonio, que lo hacía, sin duda, el primer poeta de todo nuestro grupo, al aparecer en una revista literaria, dirigida por miembros de la Generación del 48.

Quinto: Nos invitaban de todo el país, pero hubo una invitación que fue muy especial. Los escritores Diógenes Valdez, Mirna Santana y Modesto del Rosario habían creado un grupo literario en la provincia de San Cristóbal y querían que fuéramos a leer. No teníamos transporte y Norberto propuso que nos fuéramos a pie, naturalmente, él había ganado una competencia de campo y pista; nosotros lo seguimos. Éramos Rafael Abreu Mejía, Andrés L. Mateo, Enrique Eusebio, Alexis Gómez Rosa y yo. Caminamos la primera parte a paso doble, hasta que conseguimos ser trasladados en un camión que nos dejó en el parque central. Así que llegamos a un sitio cercano, donde Domingo Moreno Jimenes había dirigido el Instituto de Poesía y Juan Sánchez Lamouth dedicó sus poemas a la gobernadora provincial. Entre ellos, aquel llamado «Doscientos versos a una sola rosa».

Ahí dimos nuestro recital, en un salón repleto de estudiantes; pero uno de nosotros, al leer, señaló que esos poemas los había escrito mientras tomaba el café durante la mañana y que, por tanto, los recibirían calentitos, sacados del horno. Al terminar esa lectura, Norberto se puso de pie, tomó el micrófono con toda solemnidad y dirigiéndose en el acto al poeta, expresó con energía: «rompe esos poemas; hay que cuidar la forma». De los presentes en ese momento, solo queda Andrés para confirmar o desmentir ese hecho de hace más de cincuenta años. Ese era Norberto: más que exigente; en medio de una amplia sonrisa y una auténtica fraternidad, te decía lo que pensaba.

Al igual que Aimé Césaire en Cuaderno de retorno al país natal o Derek Walcott en El reino del caimito, nuestro poeta, con Los inmigrantes, colocaba con las armas del lenguaje más exigente, aspectos de un Caribe compuesto, fundamentalmente, por descendientes de esclavos provenientes de África. Se expresaron en tres idiomas: Césaire en francés, Walcott en inglés y James en español, exhibiendo su identidad en niveles artísticos plenos de belleza. Quizás, pueda terminar este homenaje siguiendo las reglas trazadas, diciéndoles que, mientras escribo, tengo en mis manos La urdimbre del silencio, uno de los siete libros de poesía que publicó Norberto.

En una lectura que realizó hace varios años en el acto de reconocimiento que le hicieran el Ayuntamiento de San Pedro de Macorís y la Universidad Central del Este, comenzó leyendo textos de sus libros más recientes, pero el público, cuando ya iba por el tercero, comenzó a pedir a coro: «Los inmigrantes, Los inmigrantes», y él, exhibiendo una vez más su amplia sonrisa, dijo:

—Claro, lo voy a leer: mi buque insignia. Si hubiera sabido que gustaría tanto, los hubiera escrito todos así”.

Ya me referiré a los domplines en el patio de mi casa y otros encuentros, si me lo permite el tiempo, antes de juntarme con la mayoría de los poetas de nuestra generación que han cruzado el umbral de la muerte, siempre dejando una quemante tristeza, pues, aunque es inevitable, es bueno recordar la expresión de Safo: «si la muerte fuera un bien, los dioses no serían inmortales». 

En un invierno inédito, se nos fue Norberto. 

Comparto con ustedes su poema «Invierno»:

             Sumergidos en su jaula de humedad,

los grises árboles

por donde el invierno

transita los hielos de su luz,

esparcen clorofila y un polvillo invisible

sobre la melena del césped.

            Sin mucha suerte,

recorremos calles de helados rostros

y nombres ilustres,

y se me antoja que el poema recién comienza,

que los muros de los cementerios

no tendrían razón de ser,

si respetáramos a nuestros muertos.

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Mateo Morrison es poeta, Premio Nacional de Literatura.

Foto de portada: Sonia Silvestre, Norberto James y José Enrique Trinidad.